lunes, 25 de octubre de 2010

Teología Simbólica

Bernard, Charles André, Teología Simbólica, Monte Carmelo, Burgos 2005, 531 pp, 15 x 21 cm (Carthaginensia 23 (2007) 525-527).

Desde que la teología tomara la segura senda del pensamiento metafísico de manos del mundo griego dependiente de Aristóteles, los frutos más valiosos y los resultados más amargos se han alternado constantemente. Lo que se ganaba en claridad, a veces, se perdía en profundidad y se cerraban algunos caminos al Misterio de Dios. De esto fueron muy conscientes los iniciadores de la escuela de Tubinga. Möhler escribió su impagable Simbólica, pero se hace necesario superar el idealismo e ir más atrás en la recuperación de la más viva tradición teológica de corte apofático que bebe en los grandes místicos. Estos descansan en las interpretaciones del Pseudodionisio que a su vez se une a la tradición más esotérica cuya punta de iceberg son las palabras de Platón en las que confesaba acercarse al mito a la par que envejecía. En esta tradición se inserta este hermoso trabajo de Bernard, quien reconoce que la teología ha disfrutado de una rica expresión conceptual desde que tomó el camino expedito de la ciencia, en cambio, la expresión figurada y la práctica ritual han quedado un tanto desasistidas por la ciencia teológica, es hora de subsanar esta carencia para dar plenitud a la vida que se desborda del Espíritu de Amor de Dios.

La obra está simbólicamente estructurada: tres partes con tres capítulos cada una. En la primera parte intenta determinarse qué sea la actividad simbólica. Para ello es necesario delimitar los términos con los que trabajamos, de lo contrario no podremos entendernos cabalmente, por tanto hay que definir la actividad simbólica como «aquella actividad del espíritu que, para expresar la vida religiosa y espiritual, se apoya constantemente en la experiencia sensible de la que es la prolongación natural» (14). El capítulo I concreta el campo en el que se mueve lo simbólico entre la metafísica, el mito, el psicoanálisis y la teología. Lo simbólico es un movimiento hacia el espíritu (cap. II). El simbolismo nace para expresar el empuje de la naturaleza hacia los valores o hacia Dios que, en su acción salvífica, mueve por el Espíritu la naturaleza y la historia, haciéndose todo signo, sacramento y símbolo. El símbolo es una búsqueda de Dios (cap. III) en los tiempos vitales, los espacios naturales, en la belleza en suma. Esto implica que hay una simbólica de la búsqueda de Dios (segunda parte). La principal dificultad de esta búsqueda consiste en establecer un orden que respete la realidad del devenir espiritual, marcado por la triada: purificación, iluminación, unión. El autor principal de esta búsqueda que se transforma en divinización del hombre es el Espíritu Santo que opera en nosotros y puede ser considerado el que pone en movimiento, el que acompaña y el mismo ambiente en el que se mueve. Este Espíritu no puede ser teológicamente definido pero sí reconocido en los símbolos bíblicos: es viento, agua, fuego, voz, paloma o soplo. El Espíritu es el que conduce todo el movimiento de búsqueda hacia su plenitud en la consumación, esta puede ser representada simbólicamente mediante la Cruz. «La Cruz se extiende hacia atrás recuperando el pasado; luego se proyecta hacia el avenir; penetra en la tierra y se lanza hacia el cielo» (394), la Cruz es un potente símbolo del movimiento espiritual de búsqueda de Dios que incluye el sufrimiento y la glorificación. Esta búsqueda consumada nos deja ante la tercera y última parte: la transformación simbólica.

El símbolo no sólo tiene la capacidad de expresar la vida espiritual, sino que tiene una función transformante mucho más radical, la trasformación de la conciencia constituye su fin primario, tendiendo a una integración cada vez más estable entre el propio yo, el mundo y Dios. Pero no permanece en una mera transformación de la conciencia personal, su finalidad es la transformación del mundo, referido a la vida de Cristo y la realidad del Reino. Si la Cruz es el símbolo del movimiento espiritual, la Encarnación es el símbolo de la transformación. En la Encarnación somos transformados por el amor misericordioso de Dios a los hombres; somos introducidos en una vida plena para la humanidad que, a modo de escala, vive la Encarnación como la unión de la naturaleza humana y la divina y como camino de divinización. El fin de la Encarnación redentora forma parte del misterio más fundamental que es la efusión del amor de Dios a sus criaturas; Cristo manifiesta que el hombre es el objeto del amor de Dios, que lo ha creado y redimido. La Encarnación es el símbolo de la trasformación que se vive eficazmente en la Liturgia, entendida como vida del símbolo. La Liturgia bautismal y el misterio de la eucaristía, donde los elementos sensibles más sobresalientes de la vida humana son elevados a principios de la vida espiritual transformante, son la expresión más concreta del simbolismo de la Encarnación, porque «desde el momento en que el Verbo de Dios se hace carne y se inserta en la historia de la humanidad para volverse al mismo tiempo centro y polo de atracción, todo el orden del universo se establece en una nueva relación con la Divinidad, que es Espíritu y Vida. El misterio de la Encarnación significa la asunción por parte del Hijo de Dios de una naturaleza humana singular y, a través de ella, la instauración de un lazo concreto con el mundo: por una parte con el universo material, por otra con el mundo de la historia» (513).

Esta hermosa obra de Bernard sí que viene a llenar un vacío extremo en el ámbito de la teología conceptual. Ésta tiende a trabajar desde la categoría de analogía, pero el mundo natural y el mundo social no pueden ser considerados desde esa única, aunque necesaria, visión, sino que hemos de aportar la más rica aún perspectiva simbólica. Ella es capaz de unificar todos los aspectos que la filosofía clásica había separado con merma del resultado. Naturaleza y espíritu, hombre y mundo, historia y sufrimiento, Dios y teología… todos estos elementos pueden ser unificados sin confusión y sin división, en una mezcla vital salvífica que eleva a la humanidad hasta los cielos nuevos y la tierra nueva. Quedamos agradecidos al padre Bernard por el don de esta preciosa efusión del Espíritu en la teología. ¡Qué el Señor nos conceda, en la teología, saber vivir a la vez que pensamos!

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 15 de octubre de 2010

Agustinismo y teología moderna

Cardinal de Lubac, Henri, Augustinisme et théologie moderne. Sous la direction de George Chantraine, sj, avec la collaboration de Mgr Patrick Descourtieux. Présentation de Michael Figura. Œuvres complètes XIII. Les Éditions du Cerf, Paris 2008, XXV + 488 pp, 13,5 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 211-212).

En el prefacio que hizo el autor para la edición alemana nos dice cuál es el propósito de esta obra y de la que será la segunda parte, Mystère du surnaturel, intentar rebatir el dualismo en el que los tiempos modernos se han instalado y del que la teología no ve la manera de poder salir. Si la teología había caído en un dualismo de corte platónico y esto le había acarreado innumerables críticas, amén de todos los errores que podía inducir en la propia visión de la fe, el tiempo moderno ha caído en un dualismo de un nuevo género. La psicología, la sociología, la historia y la filosofía, con ciertos teólogos, han caído en la separación radical, llegando al abismo, entre razón y fe. Este dualismo que degenera en un monismo racionalista, vuelve a abrir la fosa entre Dios y el hombre y tiene sus máximos representantes en las tendencias extremas como el ateísmo socialista, el ateísmo inmanentista y la absolutización de un «humanismo positivo» para el que la gracia sería algo así como una alienación.

La obra completa, denominada La libertad de la gracia, en sus dos partes antes citadas, pretende restituir una comprensión compleja de la relación entre Dios y el hombre, la razón y la fe y la naturaleza y la gracia. Sólo una reconsideración de estos elementos puede dar cabal entendimiento al hombre en el mundo y de cara a Dios. Para ello el autor empieza por el agustinismo, como la teoría responsable de un pensamiento sobre la gracia y la naturaleza que ha tenido consecuencias deversas en la teología y que es, para bien o para mal, el origen de esta reflexión, tanto para los teólogos como para los filósofos. Por ello, este primer volumen en su edición original francesa, consta de nueve capítulos donde se aborda tanto el pensamiento de Baio y Jansenio como el del tomismo conservador del siglo XVI y los diversos problemas planteados : estado de naturaleza y deseo natural, el problema de la beatitud y del estado primitivo ; así como los desarrollos que han tenido lugar hasta hoy.

Pero de Lubac también se cuida en la obra de señalar que el Concilio Vaticano II ha preferido omitir la utilización del lenguaje natural-sobrenatural. El Concilio no lo ha usado porque ha creído superada la terminología, no así el problema que subyace, de ahí que se necesite una nueva terminología más en consonancia con la ciencia moderna y con la reflexión del mundo de hoy, sin caer en el dualismo que hemos comentado. Por ello, el cardenal intentará sentar las bases del problema para avanzar hacia nuevas formulaciones de los viejos problemas, algo imprescindible si no se quiere que la teología quede obsoleta e incapaz de dar respuesta. Una cosa es afirmar que Dios quiere la salvación de todos los hombres y que por ello los ha dotado con todos los medios para ello, y otra cosa es decirl en un lenguaje que ya resulta ininteligible sobre fines sobrenaturales que tampoco hacen honor al pensamiento propiamente cristiano y corren un grave riesgo de dejar el pensamiento ante el peor de los peligros : el dualismo y la gnosis subsiguiente.

El volumen es el número XIII de las obras completas del cardenal de Lubac, y como los demás tiene una preciosa factura. Cuenta con una presentación esmerada a cargo de Michael Figura. Se ha añadido una bibliografía muy completa que de Lubac no incluía en las ediciones francesa y alemana y en la que puede cotejarse la ingente cantidad de referencias que manejaba el cardenal. Asimismo, se incluyen cien páginas con las traducciones de los textos latinos que contiene la obra, lo cual puede resultar útil para el lector no preparado en la lengua de Virgilio. Y como culmen de esta magnífica edición dispone de un índice de nombres que permite encontrar rápidamente cualquier autor en el texto, obra de Patrick Descourtieux junto con la bibliografía y las errata.

Como el buen vino, esta obra gana con los años, y adquiere una solera que hará las delicias de aquellos que quieran encontrar fundamentos en su intento por reformular la fe en el contexto actual de pluralismo epistémico en que estamos sumergidos. Las ciencias necesitan ser tomadas en serio por la teología y muchos son ya los servidores de la Palabra que se han puesto manos a la obra, para todos ellos puede ser una iluminación volver a leer un texto que en el siglo XXI suena mejor que en su época, porque hoy no produce estridencias, como así hizo en su momento, y puede resultar, visto lo visto, como profético.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 7 de octubre de 2010

Ortodoxia y herejía

Bauer, Walter, Orthodoxie et hérésie aux débuts du christisnisme, Les Éditions du Cerf, Paris 2009, 348 pp, 14,5 x 23,5 cm (Carthaginensia 26 (2010) 217-218).

Estamos ante una nueva reedición de la obra fundamental de Bauer en donde propone las tesis de sobra conocidas pero poco aplicadas en la teología, tesis que sí se tienen en cuenta a nivel histórico, pero que el gremio teológico, más preocupado por la dogmática, no ha tenido suficientemente presente. Quizás sería necesario que estas reediciones se instituyeran como norma no escrita para conseguir que los estudiosos no olviden lo que no es novedad editorial. La editorial Cerf ha querido hacer la traducción francesa del original alemán con el fin de hacer también una puesta de la obra en el candelero, porque reconoce que la lengua de Balzac no contaba aún con una traducción, traducción que en tierras de Iberia se pospondrá sine die.

Digamos de entrada la tesis tan afamada de esta obra y que se resume con absoluta facilidad, manteniendo esta tesis la belleza de las cosas sencillas en las que uno cae cuando se las muestran y ya la razón no puede sino asentir: en los orígenes del cristianismo, la ortodoxia y la herejía no mantienen una relación de jerarquía donde la herejía sería siempre de segundo orden, sino que la herejía es la representante original del cristianismo en numerosas regiones. Esta tesis no ha podido ser rebatida en sede histórica, pero la teología no la ha tenido en cuenta por utilizar un criterio más ceñido a la elaboración del canon que al devenir histórico. Si canónicamente es cierto que la herejía es secundaria, históricamente también lo es que no es así.

Bauer parte de las ideas que la propia ortodoxia tenía de sí misma y cuya concepción nace en el siglo segundo. Las principales consideraciones de la Iglesia primitiva respecto a sí misma y a la herejía son básicamente cuatro: Jesús reveló su doctrina de forma perfecta y pura tras su Ascensión a los apóstoles, estos se repartieron el mundo y cada uno anunció el Evangelio en una región diferente, este Evangelio continuó propagándose gracias a la acción de los discípulos de los apóstoles, algunos llevados por ideas erróneas y para herir a la Iglesia, transmiten doctrinas falsas, son los herejes, pero la ortodoxia, esta es la cuarta y última consideración, es invencible por descansar en la verdad del Espíritu, mientras la herejía es obra de Satanás.

Esta ha sido la historia contada por la tradición hasta casi nuestros días, pero la historia efectiva no nos aporta esta visión tan lineal. La historia lo que nos muestra es que “ortodoxia” que los vencedores de la contienda doctrinal otorgaron a su propia concepción del cristianismo. No entramos en si eso debía ser así o no, porque en historia no existe el deber ser sino lo que realmente fue. Otra cuestión es la perspectiva pseudohegeliana que entiende que el vencedor de la historia justifica retrospectivamente todos los hechos y transforma lo real en racional, aunque la historia contradiga casi a cada paso este dictum.

La obra se estructura en diez capítulos en los que se abarca todos los aspectos posibles sobre los inicios del cristianismo. Los dos primeros son espaciales: Edesa y Egipto son las regiones donde el nacimiento de la herejía es más fuerte y los textos reflejan esta realidad. A continuación en los tres capítulos siguientes aborda las cartas de Ignacio de Antioquia, de Policarpo y de Clemente como la configuración de la ortodoxia. Para los capítulos del sexto al noveno queda la controversia entre ambas posiciones, los medios de su combate y los escritos que dan fe de la dura batalla que supuso la obtención de un cristianismo uniforme en el imperio romano. El capítulo décimo supone un resumen de todo lo expuesto y la aplicación concreta del método histórico al estudio de los orígenes del cristianismo tal y como lo conocemos.

Si exponemos de forma sistemática los logros de la obra tenemos que la ortodoxia es la forma normal del cristianismo en Roma y los territorios occidentales, mientras que al este de Hierápolis es la herejía el modo normal del cristianismo. Hacia el año 100 se entabla un combate “a muerte” por Roma para controlar el cristianismo en el orbe conocido. Se extiende su control a Corinto y avanza hacia el este. Para los comienzos del siglo segundo, la Iglesia Católica se identifica con la totalidad cristiana y para fin del siglo, la conciencia romana distingue netamente entre la Iglesia Católica o Gran Iglesia y la massa perditionis de heréticos. Mientras en el lado de la ortodoxia hay unidad, en el de la herejía es imposible, su rasgo esencial es la diversidad. Nadie puede imaginar un frente común de entre marcionitas, montanistas y valentinianos. Esta característica de pluralidad es la que le hace débil frente a la ortodoxia, pero no fue esta la causa decisiva del triunfo de la ortodoxia, ya romana, sino que lo fueron los acontecimientos históricos: las zonas donde la herejía tenía más fuerza, sea en África o en Asia, sucumbieron al avance del Islam y a la simbiosis con otras tradiciones religiosas, con ello perdieron su impronta netamente cristiana y lo cristiano quedó identificado con la ortodoxia romana.

La obra se completa con dos suplementos a cargo de Georg Strecker, el primero sobre la cuestión judeo-cristiana, que en la obra de Bauer quedaba necesitada de actualización, y otro sobre la obra en los distintos autores contemporáneos de Bauer, como Bultmann. Esta última parte de la obra sirve como cierre del círculo, quedando el resultado final perfecto. Por eso decimos que estamos ante una edición magnífica que no sólo actualiza la obra sino que la sitúa con absoluta precisión en su contexto y en el nuestro. Es urgente plantearse una traducción al castellano.

Bernardo Pérez Andreo

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