lunes, 23 de agosto de 2010

Notas del Concilio Vaticano II

Cardinal De Lubac, Henri, Carnets du concile I-II. Introduit et annoté par Loïc Figoureux. Avant-propos de François-Xavier Dumortier, s.j., et Jacques Prévotat. Préface de Jacques Prévotat, Les Éditions du Cerf, Paris 2007, 566 + 567 pp, 14,5 x 23,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 220-222).

Aparece otra obra sobre el Concilio Vaticano II, pero no es una más. Se trata de los Carnets du concil, es decir, de las anotaciones casi diarias que el, a posteriori cardenal, tomara antes y durante la realización de aquel gran evento de la Iglesia. Hay que notar que no hace mucho apareció una obra de semejantes características de otro que también llegara a ser cardenal, Yves Congar. No sucede esto por algún capricho del azar histórico, al contrario, es muy de agradecer que estas dos obras ya estén al alcance de los hijos de la Iglesia con el fin de poder asistir, como en directo, al acontecimiento eclesial cumbre del siglo pasado. Uniendo las dos obras contamos con casi 2.400 páginas para reconstruir nuestra propia historia y, de paso, retomar el pulso a los gozos y las esperanzas del mundo de hoy. Nada hay mejor para cumplir este propósito que sumergirnos en testimonios de protagonistas que vivieron con pasión aquellas circunstancias tan especiales para la Iglesia y el mundo. En especial estos carnets mantienen la frescura del momento, están como recién escritos, nos transportan a la situación vivida con premura pero también con lucidez.

Los dos volúmenes que tenemos de carnets en esta magnífica edición de Figoureux, ven la luz con ocasión de la edición de las Obras completas de Henri de Lubac en cincuenta volúmenes y de una bibliografía en cuatro volúmenes, todas ellas publicadas con buen criterio editorial por Éditions du Cerf. Cuando concluya la edición contaremos con un impagable material para el estudio y la profundización en uno de los autores más influyentes del siglo XX en la Iglesia católica. Es de desear que pronto se inicie la traducción a la lengua de Cervantes, con el fin de que un mayor número de creyentes puedan acceder a este pozo de saber y la teología gane en conocimiento de un pasado que, se antoja, parece excesivamente lejano.

Esta edición de los Carnets no se basa en la manuscrita que, desgraciadamente, se ha perdido. Se trata de la fotocopia de los seis cuadernos originales realizada a título de documentación por Ph. Levillain con el consentimiento del P. de Lubac para la realización de su tesis La Mécanique politique du Vatican II: la majorité et l’unanimité dans un concile. Gracias a esto podemos acceder a un texto que, de otra forma, habríamos perdido irremediablemente. Es muy posible que su pérdida fuese querida por el propio autor. En una nota manuscrita consta lo siguiente: “estas páginas no deben ser publicadas. Son recuerdos personales, simples anotaciones para mi uso, notas diarias para el trabajo propio” (XXV). Aún así, el texto es absolutamente fiable y conserva los errores propios de la urgencia. Ciertos nombres son erróneos, fechas y acontecimientos no están precisados con corrección, pero eso, lejos de restar valor lo aumenta. La excelente edición crítica subsana lo que la premura erró. Pero es eso mismo lo que da lozanía y vigor al texto y nos pone como observadores privilegiados de los acontecimientos. Casi tenemos una fusión de narradores extraordinaria. El relato suele hacerse en tercera o primera persona, pero a veces toma la piel del otro y nos describe sentimientos y reflexiones. La mayor parte de la redacción mantiene un estilo casi periodístico, como levantando acta del acontecimiento.

El texto en sí consta de seis cuadernos, que comienzan en datación del 25 de julio de 1960 y concluyen el miércoles 8 de diciembre de 1965. El volumen primero de esta obra recoge hasta el 2 de septiembre de 1963. Salvo la fecha, nada hay que interrumpa la lectura, por demás ágil y amena. El 25 de julio recibe la nouvelle étonnante que dará comienzo a todo, el 6 de agosto la confirmación de Ottaviani. El 11 de noviembre llega a Roma y de aquí hasta el 11 de octubre de 1963, inauguración oficial del Concilio, nos relata el laborioso trabajo de organización de las comisiones y la labor subterránea de unos y otros para conseguir situar a sus hombres en los lugares más propicios de salida antes del comienzo del Concilio. Como ejemplo de esto, nos relata el asunto del padre Shökel, al que se intentó minimizar, pero una oportuna llamada telefónica del papa dejó las cosas en su sitio (25-29). Se trataba de una pequeña lucha entre los que pretendían que el Concilio recogiera los resultados de las investigaciones bíblicas, patrísticas y litúrgicas y los que venían de un “pequeño sistema escolar, ultra-intelectualista sin gran intelectualidad” (34), como la que refleja el pasaje del 9 de marzo de 1962 en el que se produjo en sesión preparatoria sobre el documento De matrimonio et familia christiana la siguiente situación. Terminadas las intervenciones, el viejo arzobispo de Agrigento tomó la palabra para realizar una “intervención ridícula y patética” en la que manifestaba su asombro y escándalo ante “cosas indignas de la fe cristiana y contrarias al Evangelio”. Una vez sentado, el P. Tromp tomó la palabra y dijo: “ todo eso que recuerda el Excellentisimus Dominus, nosotros lo hemos dicho. Y se pasó a otra cosa” (77). Estas disputas tienen una gran fuerza pedagógica para la Iglesia de todos los tiempos, a veces hay que dejar en el camino a quien no quiere caminar.

Este proceso preparatorio concluye el 11 de octubre de 1962, fecha de apertura del Concilio. Las palabras del P. de Lubac son un perfecto resumen de lo que había sido el pasado y lo que se esperaba para el tiempo nuevo: “esta mañana llueve; pero el sol volverá pronto… Ceremonia imponente. Tristeza, pese a todo, viendo el contraste con la situación real de la Iglesia en el mundo” (104-105). Situación que algunos se empeñaban en profundizar, caso de Lefebvre, cuyas intervenciones son sistemáticamente intransigentes. No están dispuestos a dar su brazo a torcer, todo lo contrario que la mayoría, siempre dispuesta a transigir, como en la reunión del 18 de noviembre de 1962. Allí reunidos había diez obispos y ocho teólogos, entre ellos Joseph Ratzinger. El motivo era intentar salir del impasse en torno a tres cuestiones: el ámbito del término “pastoral”, aplicado a la labor del Concilio, la Escolástica y el giro ecuménico. Después de intervenciones importantes, Ratzinger tomó la palabra para hacer una propuesta muy sensata: que en el interior de la Comisión hubiera peritos de tendencias diversas como única manera de que el trabajo sea “verdadero y sincero” (328).

Si el primer volumen llega hasta el fin de la primera sesión, el segundo volumen de estos Carnets contiene las restantes sesiones del Concilio. Su lectura nos incita a buscar la acción del Espíritu en este gran evento de la Iglesia. Sin miramientos ni delicadezas, de Lubac va desgranando la más pura intervención divina en la más crasa acción humana. se trata de un esfuerzo por comprender la realidad humana y divina de la Iglesia de Cristo, santa y pecadora, casta meretrix, Jerusalem y Babilonia. Se trata, al fin de una obra imprescindible desde el punto de vista teológico, pero también histórico y literario. Su valor aumentará con el tiempo y, la completa edición, rematada con los anexos, índices y glosarios aportará un precioso material al estudio del Concilio vaticano II.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 12 de agosto de 2010

La fenomenalidad de Dios

Lacoste, Jean-Yves, La phénoménalité de Dieu. Neuf études, Les Éditions du Cerf, Paris 2008, 230 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 216-217).

La obra consta de nueve estudios publicados en los últimos tres años en diferentes revistas especializadas y obras colectivas. A pesar de la diversidad de origen y motivos, la unidad interna de la obra está asegurada por un hilo que recorre el conjunto: pensar la manifestación de Dios en la percepción del hombre. Se trata de retomar cierta fenomenología en su sentido más originario para poder captar aquello que no se deja atrapar y de lo que es más fácil, según Santo Tomás, saber lo que no es. Para ello se pretende avanzar desde la tensión dialéctica entre filosofía y teología, sin caer en una fácil filosofía teológica que integre irenísticamente ambas ramas del saber en su punto de unión: la preocupación por lo divino. No, hay que mantener la tensión y la distancia. Si fusionamos sus horizontes, la teología perderá su búsqueda más esencial del ser amable de Dios; y la filosofía dejaría de ser un saber racional que nos proporciona las condiciones de posibilidad de cualquier discurso, también el teológico. La distancia es el seguro contra todo fideísmo ingenuo y cualquier racionalismo reduccionista.

La obra se abre con un primer capítulo que sitúa la perspectiva del pensamiento sobre Dios en los márgenes de la filosofía y la teología (La frontera ausente). El estudio parte de Migajas filosóficas de Kierkegaard, texto antihegeliano donde los haya, pero que nos pone sobre la pista adecuada para afrontar la manifestación de Dios en la realidad humana. La única percepción posible se da en los márgenes del pensamiento, sea filosófico o teológico. Así delimitado el terreno de juego, podemos comenzar por tratar el segundo problema: percepción, trascendencia, conocimiento de Dios (33-54). Si Kierkegaard delimita la acción, Husserl demarca la percepción, porque la naturaleza misma de las cosas resulta imposible a la percepción humana, esta llega al hombre en una “percepción sintética”. Hacemos una síntesis propia y completamos lo que falta a la realidad percibida de las cosas. La cosa “dios” debe ser percibido en su fenomenalidad, pero Dios trasciende su propia fenomenalidad, es en la parusía que trasciende la presencia. Pero la presencia es la única manera de vivir el amor, amor que es el Dios cristiano. He aquí el problema central de todo conocimiento de Dios: su futura presencia, su parusía, es su fenomenalidad.

Los tres siguientes estudios abordan esta problemática de la fenomenalidad divina en la paradójica “necesidad de que el Dios del que hablamos sea el Dios al que hablamos” (85). Por eso el amor a Dios hace posible el conocimiento de Dios, no hay conocimiento de Él sin amarlo. Esta integración en el horizonte de la percepción sintética, abarca lo intelectual y lo sensitivo, deviniendo lo más conocible posible. La paradoja llega a su extremo: Dios se da a conocer en la relación de ratio et caritas (110). De esta manera, la Existencia y el amor de Dios (111-132) es la relación más nítida entre el hombre y el conocimiento de Dios. No Husserl, sino Heidegger, nos da la fundamental relación. Filosofía y mundo se reenvían mutuamente. La filosofía como empresa imposible de pensar a Dios; el mundo como la ausencia de Dios. Filosofía y mundo quedan vacíos a la espera del sentido y la existencia del hombre es a-tea. Pero el amor que Dios nos solicita, su parusía prometida, es la salida a este nihilismo filosófico. Dios resulta, simplemente, necesario para el hombre. Esto es lo que se analiza en el sexto estudio La fenomenalidad de la anticipación. El hombre, el mundo, son realidades dadas por anticipado. El ser es sido antes de llegar a ser lo que es actualmente. El hombre en el mundo vive a causa de la anticipación, de la previsión, de las tentativas de ser. Esta fenomenología de la anticipación concluye con la anticipación absoluta, la escatología. Nuestro ser es un ser dado, es donación. Esta donación sólo puede producirse como fruto de una anticipación del amor futuro, es decir, la donación como promesa, tema del séptimo capítulo. Allí se ve que la donación y la promesa se entienden en relación mutua, no hay una sin otra. Cuando prometo algo a alguien, lo hago bajo el signo de un don, de un don que es promesa. Cuando doy algo a alguien estoy dando a la vez la promesa de una continuidad en el don. Don y promesa también se reenvían. Pero el máximo don es el don de sí mismo a un sí mismo.

Los dos últimos capítulos, De sí a sí y Resurrectio carnis concluyen este proceso de descifrado de la fenomenalidad de Dios. En último término, la fenomenalidad de Dios se juega en la existencia del hombre. El sí mismo se encuentra como un don de sí mismo en apariencia, pero su mismidad queda investida previamente por la promesa escatológica. La propia carnalidad está en equilibrio sutil entre la consistencia del ahora y la inconsútil ausencia del futuro. La única forma de asegurar la presencia de la carne es la apuesta por la resurrección de la carne como don ofrecido en el futuro, pero como prenda presente de un compromiso real, mas la carne está destinada a morir para que la fe se manifieste en toda su pureza (219). El punto focal de fusión entre la promesa y el don, entre el futuro y el presente, entre la vida y la muerte, entre el hombre y Dios, entre la filosofía y la teología al fin es la liturgia; la liturgia entendida como los ritos en los que los hombres celebran la vida o la muerte o santifican el tiempo ante Dios. Esta liturgia es síntesis y propedéutica de la vida, es el lugar donde Dios se manifiesta de la única forma que es posible a su realidad y a los hombres: como parusía, como ausencia de la presencia. El Dios incognoscible se “siente” y se “vive” en la liturgia “como resurrección anticipada de la carne” (227). He aquí la paradoja extrema que propone Lacoste, que Dios se fenomenaliza en la resurrección de la carne.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 5 de agosto de 2010

Causalidad y Creación

Decossas, Jérôme, Causalité et création. Réflexion libre sur quelques difficultés du thomisme, Les Éditions du Cerf, Paris 2006, 359 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 24 (2008) 207-208).

El intento de integrar en el hilemorfismo el concepto neoplatónico de reflexión ontológica está marcado por la necesidad de salir de la Gnosis y eso únicamente es posible si se toma como partners en la reflexión a los dos máximos epígonos de uno y otro. De un lado Santo Tomás y del otro Hegel, deberán responder ante una realidad que es mucho más simple que la creía éste y más compleja que la presentaba aquel. La Gnosis fue el primer intento por superar a Aristóteles desde Platón, o viceversa, pero fue un intento fallido al no tener presente al ser creado en su constitución real, antes bien, creó un molde para pensar el mundo e introdujo en él al hombre, privado por tanto de dignidad ontológica. Hegel quiso salir de la aporía afirmando lo máximo posible del ser humano: el Espíritu que se ha encontrado a sí mismo, pero en el Estado, con lo que el ser creado individual queda degradado a un momento evanescente o a un instrumento de esa Razón absoluta que quiere hacerse historia.

Decossas nos plantea un tema apasionante y difícil. Apasionante porque la cuestión va con el hombre en sí, con la constitución ontológica del creari. Este es el tema por excelencia de toda la aventura filosófica humana y su razón de ser; pero difícil porque nada más complicado que hablar del ser de las cosas que son siendo, es decir, cuyo ser no puede ser discernido del acto mismo por el que las cosas son lo que son: vivere enim est esse viventis (19). En fin, el hombre no está capacitado para responder a la pregunta por sí mismo, pero tiene una necesidad metafísica de hacerlo: en esa tarea le va su ser mismo. Esta necesidad metafísica de la que hablamos nació siendo una expresión metafórica de la realidad y de su mismo ser, pero la metáfora pronto cristalizó en metafísica y los mismos conceptos que podían tener múltiples usos devinieron pétreas formas de expresión contenidas en formidables edificios conceptuales. Cuando Platón, primero, y Aristóteles después, construyeron sus mastodontes filosóficos, el pensamiento humano ganó tanto como perdió. Ganó la posibilidad de crear una estructura estable de reflexión; perdió la candidez del primer encuentro con lo real que había caracterizado a los pre-platónicos (Nietzsche dixit). El miedo a la oscuridad de la metáfora ha sometido también a Decossas. Él también quiere una reflexión pura y cristalina que refleje el ser de las cosas como son, sin mediaciones. Para ello empieza analizando las dificultades del tomismo en la primera parte de la obra: El “creari” como lo absoluto de la causalidad (13-157).

Para empezar, se plantea la problemática, a saber, que Tomás no resuelve filosóficamente el problema de la causalidad (12). Si el acto de creación comunica aquello que se crea porque se posee en sobreabundancia, la cuestión es bien sencilla: ¿qué es exactamente Dios?, porque el hombre, por generación, engendra otro hombre, pero Dios ¿qué crea? El problema central de Tomás es que la causalidad, aunque se aplique cualquiera de los tipos de la analogía, no puede dar cuenta ni de Dios creador ni del creari. Esta aporía es el hueco por donde han entrado todos los gnosticismos, recurriendo al neoplatonismo. También Decossas recurre a una gnosis para salir de la aporía y recurre a Hegel y al idealismo absoluto. La única manera de que el ser sea poseído es que se llegue a ello. La identidad sólo se alcanza por el proceso reflexivo de negación y posterior negación de la negación. De esta manera se llega a la identidad a través de la nada (72). Todo queda integrado en el proceso, nada se pierde y Ser coincide con Pensar. Este proceso es el mismo proceso por el que el Absoluto alcanza su ser Absoluto. Un proceso de alienación originaria que es generosidad sobre-efusiva (157). El Absoluto se libera en el acto de liberarse o darse a sí mismo.

Según lo visto, el proceso por el que Dios deviene Absoluto tiene como momento intrínseco la Creación, porque de otra manera no podría encontrarse tras la negación que supone su propia búsqueda. No está Hegel muy lejos de aquí, por ello entramos en la segunda parte: Esbozo del proceso de Hegel (159-197). Para empezar afirma la tautología hegeliana: Ser=Pensar. La realidad coincide con el pensamiento porque el pensamiento es la verdad de la realidad. Esto es así porque el causante de uno y otro coinciden, ergo Dios es Pensamiento que deviene Ser. Consciente Decossas de que esto roza la Gnosis, propone una lectura probablemente no hegeliana (190) de esta empresa: Hegel sin gnosis (190-194). Sale airoso de esta empresa y arranca la tercera y última parte: Complementos y perspectivas (199-350). Esta última es una parte práctica, se intenta llevar al terreno de la teología moral las consecuencias de haber introducido un concepto neoplatónico, reflexión ontológica, en el centro de una reflexión hilemórfica. El problema estriba, en palabras del propio autor, en “cómo creer o abrirse a lo sobrenatural sin hacerse jansenista” (199). Bien conoce el peligro de su apuesta, pero lo afronta con valentía. La solución está en comprender la causalidad, que es donde empezó el libro, como causalidad in fieri, es decir, que es el ejercicio que la criatura lleva a cabo cuando da su ser a otra criatura sin ser ella misma creadora (350). Salvamos así la distinción entre Creador y criatura, pero explicamos el ejercicio de la causalidad.

La dignidad le adviene a la criatura por su autonomía, si su ser es prestado no lo posee, por tanto no-es. Para ser hay que poseer el ser, de ahí se infiere la necesidad de toda esta reflexión, difícil, intensa, profunda y ardua, pero imprescindible para situar a la criatura a la medida del Creador sin menoscabar en nada al Creador. Acabamos con las hermosas palabras del autor sobre el ser: “el secreto del ser en tanto que ser reside en la eleuterología y en la estaurología” (352), autrement dit, el ser es la libre aceptación de su condición mortal y sufriente, “le reste n’est que conséquence”.

Bernardo Pérez Andreo

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