martes, 18 de enero de 2011

Un solo bautismo, una sola Iglesia.

Bernardini, Paolo, Un solo battesimo una sola chiesa. Il concilio di Cartagine del settembre 256. Prefazione di Simone Deléani, Il Mulino, Bologna 2009, 524 pp, 15,5 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 467-468).

Lo que el autor persigue con esta obra está escrito en las tres últimas líneas de la misma: “todas estas interpretaciones […] nos dan una imagen diferente del concilio, un retrato poco convencional, pero igualmente importante para su comprensión” (444). Quizás hayan sido las imágenes demasiado convencionales las que nos impedían ver con claridad el aporte del concilio de Cartago del año 256. La imagen “tradicional” insistía en la dureza de la percepción eclesial de Cipriano y su empeño en la exclusividad de la salvación dentro de la Iglesia. Es tristemente famoso su extra ecclesiam nulla salus, que muchos, entre ellos el actual pontífice, han ayudado a comprender mejor, pero que no deja de ser utilizado como martillo de herejes. Y no está mal porque ese y no otro es su contexto interpretativo validado. Si extraemos esas palabras de su contexto histórico y eclesial, perderemos su verdad esencial. Cuando Cirpriano afirma que los que han abandonado la Iglesia y han herido su unidad no pueden conferir lo que no tienen, en este caso el sacramento del bautismo, está haciendo una afirmación profunda sobre el ser eclesial. La pregunta que debían responder en el año 256 versaba sobre el ser de la Iglesia, no sobre una simple cuestión pastoral o canonística. Y en estas es en las que hace falta un profundo rigor histórico, como el que Bernardi abre a nuestro entendimiento con este magnífico ejemplo de investigación histórica y visión eclesiológica latente.

Poner los hechos históricos en su contexto es como poner las cosas en su sitio: nos permite tener una visión real de las mismas. Cuando algo se saca de su contexto, cuando pierde su sitio, cuando es desubicado, entonces más parece un cuadro Pop Art, sin lazos, sin contexto, sin vida, sin nada, que una realidad viva y presente. Bernardi dedica 500 páginas a poner las cosas en su sitio y dejar un sitio para cada cosa. No se le escapa nada a este cazador metódico. Primero hay que preparar la munición, abundante y de diverso calibre, según las piezas a cazar. O lo que es lo mismo, 100 páginas de apéndices, índices, bibliografía y fuentes varias que atestiguan la meticulosidad de la preparación y la abundancia del material disponible. No hay otra manera de convencer a los incrédulos que con carretadas de evidencias. A continuación hay que tomar el mapa y dividir el territorio para hacer la batida. Es importante tener claro el objetivo a cumplir y el camino a seguir. Nada mejor, por tanto, que dedicar 40 páginas a introducir el tema y 20 a concluir la misión: bien está lo que bien acaba. Y no se puede decir que no acabe bien. Cuando uno ha leído la introducción y la conclusión se siente eximido del resto del camino, pero el apetito se ha abierto y ahora necesita ir probando cada bocado, para saborearlo y meditar sus aromas, para consumirlo y asumirlo hasta no poder dudar ya más de la nueva imagen que nos propone el autor.

Tenemos ya los aparejos y el plan de salida, sólo resta salir a batir la pieza, o las piezas, porque son varias. En primer lugar hay que empezar por la cuestión del bautismo en la tradición conciliar y ver el tema desde Tertuliano, el concilio de Agripino, los sínodos de Asia menor y, por fin, el concilio del 255. Todo esto nos permite abatir la primera pieza: en la cuestión del bautismo, Cipriano plantea la cuestión del ser eclesial entero. Los herejes no pueden dar lo que no tienen: la gracia; no basta la fe en Cristo del bautizado, se necesita que esa fe se exprese eclesialmente como fe trinitaria; la Iglesia es la que sufre fielmente en la persecución y persevera hasta el fin, no puede ser iglesia aquella que ha abandonado en la prueba. Esto así dicho puede ser tomado como fundamentalismo, más en los tiempos que corren, pero es posible verlo también como un simple tomarse en serio las cosas, esas mismas cosas que estando bien situadas nos permiten entendernos como seres humano, o en nuestro caso como creyentes. Si la Iglesia permaneció no fue gracias a los que abandonaron en la prueba.

Con nuestra primera pieza al hombre podemos intentar la mayor: el concilio de septiembre del 256. El estudio detenido de los documentos, así como de otros textos, nos permite ver la dificultad que el problema del bautismo de herejes había planteado. La logística necesaria para movilizar más de setenta obispos en el siglo III, no puede ser hoy imaginada, sobre todo teniendo las persecuciones y el malestar del imperio echando el aliento en la nuca de los cristianos. Debía ser un tema importante el que les reunía, y lo era. Se trataba de la unidad de la Iglesia, de la necesidad de tener un sentir común que se tradujera en prácticas eclesiales homologables, diríamos hoy, no uniformes. La mejor manera que tiene la Iglesia de hacer esto, y debería copiar la sociedad, es en un sínodo en el que se evidencia que somos una unidad, pero que cada uno es de su padre y de su madre. Por eso, lo que el concilio buscaba, querido o no, era dar un signo de unidad, saber quiénes son y para qué han sufrido tanto, encontrar una unidad que sólo se alcanza por medio de la pluralidad, ser, en fin, imagen de la Trinidad.

La última pieza a obtener es una pareja escurridiza: las sentencias de los obispos en el concilio y los ecos que provocó durante siglos en África y oriente. Porque hay que decir que no es un concilio menor del que se pueda pasar sin más de él. Las historias de los concilios al uso no recogen la meticulosidad con la que este concilio examina todos los temas debatidos, la pluralidad de posturas, la fuerza de los argumentos y, cómo no, las profundas conclusiones de gran calado eclesial. Una simple lista de los temas tratados puede bastar a cualquier paladar para insalivar con fruición: bautismo, Trinidad, comunión, salvación, gracia, pureza, herejía, unidad, libertad… Estos son algunos de los temas, porque en último término, aquél fue un Concilio, sí con mayúscula. Pero claro, ya se sabe que la historia la escriben los vencedores y aquellos cristianos vencieron con su sufrimiento al imperio, pero sus sucesores no pudieron ni con las tropas musulmanas ni tampoco con la impaciencia romana. Al fin, sólo resta desear buen apetito al lector y buenas futuras cazas al autor.

Bernardo Pérez Andreo

lunes, 3 de enero de 2011

Ángeles y demonios

Bonino, Serge-Thomas, Les anges et les démons. Quatorze leçons de théologie catholique, Parole et Silence, Paris 2007, 351 pp, 15 x 23,5 cm (Carthaginensia 23 (2007) 542-543).

Como el propio autor reconoce en la introducción a esta obra «la enseñanza sobre los ángeles y los demonios no es el corazón de la fe cristiana. Se trata de una doctrina lateral, marginal, de una verdad periférica en la jerarquía de las verdades reveladas». No obstante y siendo esto cierto, no lo es menos que sigue formando parte de esas verdades reveladas, mientras no haya un pronunciamiento explícito en contra por parte del magisterio, como ha sido el caso del famoso limbo en el que permanecerían los niños muertos sin haber recibido el bautismo. Por tanto, para preservar la fe de manera íntegra, será necesario exponer esta parte periférica, lateral y marginal del dogma católico, a eso se ha dispuesto el autor con precisión y extensión: catorce lecciones de teología católica que imparte el autor y que dejan huella en el carácter pedagógico de la obra, destinada a alumnos de teología y con la intención de llenar el hueco que sobre esa materia existe en el panorama teológico internacional. La obra intenta «cubrir una falta y prestar un servicio a la enseñanza de la teología» (12).

En filosofía y en ciencias humanas se ha perdido mucho cuando se utiliza al chimpancé como el punto de referencia para lo humano. Si se compara al hombre con el mono, se tira hacia abajo en su consideración y dignidad, por ello, el ángel es el que debe ser el punto de comparación. Digamos que miramos hacia arriba cuando utilizamos a los ángeles como instrumento o laboratorio de pensamiento que nos permita conocer al hombre metafísicamente. Lo mismo se puede decir en teología. La angelología conduce directamente al teólogo a precisar numerosas nociones centrales en su disciplina, desde el sentido de la creación hasta la naturaleza de la Iglesia, pasando por el designio divinizador de la Trinidad, la universalidad de la providencia y el lugar que ocupa Cristo en la economía salvífica. Por otro lado, el discurso sobre Satanás y lo demoníaco, es la clave del misterio del mal, siendo así inseparable de una teología integral de la Redención como liberación, amén de poner en juego un gran número de temas de la reflexión cristiana sobre el mal. Pero el objeto primario de una angelología es hablar de Dios, es decir, conocer mejor, si eso es posible, a Dios. La única forma posible es a través de su manifestación: la creación o los seres creados, entre ellos los ángeles: seres puramente inteligibles que participan de la sabiduría divina y que pueden revelarnos características de Dios en tanto su creador.

Este curso de teología está estructurado en catorce lecciones y estas en cuatro secciones. La primera sección, Los datos tradicionales y su interpretación (15-109) abarca las cinco primeras lecciones y sienta las bases de estudio del curso. Empezando por los datos de la Escritura, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y siguiendo por la reflexión de la Tradición, desde los Santos Padres, especialmente San Agustín, hasta Santo Tomás de Aquino, concluye en la reflexión sobre la actualidad de la propuesta angeleológica, cuya conclusión sería doble, de un lado es un dato revelado y además es útil, pues aporta un conocimiento inteligible sobre el mundo creado. En primer lugar, porque la existencia del mundo angélico engrandece la dimensión social y cósmica de la vida cristiana, y segundo, porque atestigua que el Reino no es una utopía sino que tiene su lugar en ese mundo festivo de la gloria angelical (107-108). La segunda sección, Naturaleza angélica (111-169), está conformada por tres lecciones. En ellas se explica el estatuto metafísico del ángel. Aunque la inteligencia humana no pueda tener ningún conocimiento directo de las substancias inmateriales, sí puede, con la ayuda de la fe, llegar a un cierto conocimiento de las propiedades genéricas de esas substancias, aplicando por analogía a la substancia angélica lo que sí conocemos como propiedades metafísicas generales del ser creado. La propiedad esencial del ser angélico es el conocimiento intuitivo y por tanto libre de error. En la tercera sección nos encontramos con La aventura angélica (175-219), que explica, en dos lecciones, la creación, la vocación y la potencial caída del ángel por la que deviene demonio. No es esta cuestión de poca importancia, porque todo lo creado por Dios es bueno y los ángeles son criaturas divinas llamadas a la beatitud perfecta, por ello cuesta explicar el porqué de su caída, que no es otro problema que el del origen del mal. Si todo mal viene por el pecado, el pecado que cometen los ángeles, según la toda la tradición, es un pecado de orgullo. El ángel ha sentido herido su propio orgullo cuando el hombre ha sido elevado a su dignidad, incluso por encima. El primero de los ángeles en pecar fue el que más alto estaba en el orden angélico, de él se deriva todo el mal posterior (212).

Para concluir, la última sección en cuatro lecciones, aborda la acción de los Ángeles y demonios en la historia de nuestra salvación (227-305). La explicación es sencilla: existe una jerarquía celeste cuya cabeza es Jesucristo, Jefe de los ángeles, que ha sido enviado a los hombres mediante la Encarnación para reformar los efectos de la caída de Adán. En la tierra se disputa una lucha entre la Ciudad del mal y los enviados del cielo que derrotarán a aquella. El problema que nos asalta es aquel mismo que Ricouer imputaba a San Agustín: cuando hemos de luchar fuertemente contra una herejía, corremos el riesgo de caer en ella al utilizar sus mismas armas argumentales. Si Agustín, en su lucha antignóstica, se tornó cuasignóstico, con una exposición de la angeleología que intenta huir del sinsentido de la existencia del mal, podríamos caer en el error opuesto: el sinsentido de nuestra propia fe. Aun así, el esfuerzo se agradece por intentar conservar íntegro el depósito de la fe, sin restar nada al mismo y evitando excrecencias no deseadas.

Bernardo Pérez Andreo

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