sábado, 12 de febrero de 2011

Libertad religiosa y dignidad humana

Martínez, Julio L., Libertad religiosa y dignidad humana. Claves catolicas de una gran conexión, San Pablo-Comillas, Madrid 2009, 370 pp, 14,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 26 (2010) 460-461).

Decía Luhmann que la religión es una mediación de sentido entre la inmanencia y la trascendencia y en cuanto tal cumple una función social que es difícilmente sustituible. Quizás algunos han pensado que podrían mantener un orden social apropiado sin una religión que ejerza adecuadamente sus funciones y por ello han pretendido que la religión quede sometida en todo a los poderes públicos. Esta realidad, que en España, como siempre y como en todo, se hace más evidente que en el resto de occidente, ha venido denominándose secularización, pero más debería llamarse laicismo. Porque la secularización debe ser entendida como un proceso natural de emancipación de la sociedad civil y la adecuación de la religión a sus funciones, estipuladas por la tradición durkheimiana que expresa Luhmann. Y el laicismo no sería sino una erupción fundamentalista de una mal entendida secularización. Para mediar entre todos estos conceptos: secularización, laicismo, religión y libertad, Julio L. Martínez propone un recorrido por las claves que en la Doctrina Social de la Iglesia unen libertad religiosa y dignidad humana, porque bien parecería que son indisociables y no puede haber aumento de una sin incremento de la otra, y tampoco podría haber merma en una sin poner en peligro la otra. Es evidente que esto lo tiene claro la doctrina católica, hoy, porque ayer más bien veía imposible el poder compaginar la libertad y la dignidad. Véase si no el ominoso Syllabus que entre todos los errores modernos los peores son los relacionados con la libertad. Claro que el autor tiene mucho cuidado en empezar recordando que la Iglesia fue la campeona contra la libertad durante demasiados siglos, pero, en una pirueta de vértigo, se cambió el signo de las percepciones eclesiales y se giró copernicanamente hasta llegar al Concilio Vaticano II, donde Dignitatis humanae sanciona tanto la necesidad de la libertad humana como la dignidad inherente al hombre en su constitución religiosa.

Juan Pablo II, en su largo pontificado, tuvo tiempo de situar en su lugar la Doctrina Social sobre la libertad y la dignidad. Su aporte es una continuación conciliar con varios puntos sobresalientes. En primer lugar, deja claro que el fundamento de la libertad religiosa está en la misma dignidad humana; esa libertad es la condición para el diálogo interreligioso y la paz; la libertad religiosa es un derecho humano fundamental que no puede tener coerción alguna y debe ser promovido por el derecho positivo; en aquellos regímenes donde no se reconoce esta libertad religiosa se atrofia la libertad humana. Dicho esto sin ningún tipo de memoria, que antes bien nos haría avergonzar a los creyentes, claro; pero para qué remover las aguas. No vaya a ser que resulte que las palabras escritas por Lefebvre en misiva sin miramientos al pontífice, resulten ser el reverso del ser de la doctrina promovida oficialmente. Veamos qué decía este obispo resucitado en estos últimos tiempos: que la Santa Sede instiga el indiferentismo religioso, que el ecumenismos es apoyado por Vos (sic), que las reformas posconciliares complacen a herejes, cismáticos y enemigos de la Iglesia y que la liberación de la coacción en materia religiosa arruina la autoridad y la moral. Y después de esto aún siguió ejerciendo y aún hoy siguen haciéndolo. En fin, que los muertos resucitan, pero que no deben resucitar estas ideas ni mantenerse ocultas en la sacristía mientras decimos misa.

Después de hacer este recorrido por la Doctrina Social sobre el tema, el autor dedica el resto de esta impagable obra a tratar de forma sistemática el problema de la dignidad humana y la libertad. Primero desde la perspectiva teológica estricta de la dignidad, después desde la antropología teológica y moral social para fundar la libertad en la dignidad, y para acabar una reflexión sobre la laicidad en medio de una sociedad plural. Para lo primero recurre al concepto netamente cristiano de imago dei que es el que funda la dignidad humana. El hombre, imagen de Dios, no puede ser utilizado como objeto, sino que siempre es sujeto de derechos, entre ellos la libertad religiosa. Si el mal puede afear esta dignidad, recurrimos al Crucificado como respuesta definitiva al mal y a la deriva atea antihumanista. Desde esa obvia posición teológica, la dignidad de la imagen fundamenta la necesidad del respeto a la libertad. Sólo puede ser el hombre un ser responsable si lo es libre. Un ser no libre no puede ser responsabilizado de sus actos y dentro de la libertad hay una serie de elementos que deben ser respetados para que el hombre se haga a sí mismo. Uno de esos elementos es la religión, sin la que el hombre no podría cumplirse de forma absoluta como ser autónomo. Por tanto, la dignidad funda la libertad, pero la libertad exige responsabilidad, ante todo en un mundo global que afecta a todos de forma muy precisa. Se hace necesario elaborar una ética global para un mundo globalizado en donde los seres humanos han de vivir en libertad.

En el último capítulo, el que reflexiona sobre los debates actuales sobre laicismo y laicidad y el diálogo en una sociedad plural, nos encontramos el núcleo último y definitivo de la Doctrina católica sobre la libertad religiosa. Únicamente es posible que la libertad sea vivida de forma humana si se acompaña a esta con un concepto de verdad acorde al hombre. La libertad hunde sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión (Veritatis splendor). Sólo una vida en la verdad puede fundamentar correctamente la libertad y sólo la libertad hace de la vida una verdadera vida humana. Libertad en la verdad y verdad en la libertad permiten una apertura al diálogo con el otro que se torna encuentro con lo otro. El diálogo entre religiones, desde la verdad y en libertad, es otro nombre para la comunión. Dicho así suena muy bien, pero el aire que se respira hoy es muy diferente al que estaba en el ambiente en los días del Concilio. No terminamos de ver en las reflexiones hodiernas el espíritu de antaño; no terminamos de oír el tono de las palabras que el mundo, atónito, escuchó de boca de la Iglesia en el kairós conciliar, aunque es bueno que se nos recuerden de vez en cuando, como hoy ha hecho Julio L. Martínez.

Bernardo Pérez Andreo

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