miércoles, 25 de mayo de 2011

Imagen de Iglesia

González Montes, Adolfo, Imagen de Iglesia. Eclesiología en perspectiva ecuménica, BAC, Madrid 2008, LXXX + 679 pp, 14 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 222-225).

Adolfo González Montes se ha destacado en los últimos lustros como experto en la temática ecuménica. Tanto desde su pasada docencia como catedrático en la Pontificia de Salamanca como en su actual labor pastoral en la diócesis de Almería, no deja de impartir un sano y profundo magisterio en torno a las cuestiones eclesiológicas, especialmente en lo que hace a las relaciones con otras iglesias cristianas. No en vano preside la Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales y es representante de los obispos españoles en la Comisión de los Episcopados de la Unión Europea (COMECE). Estas tareas no son ningún impedimento para que González Montes publique regularmente en prestigiosas revistas artículos relacionados con la temática eclesial y ecuménica. Fruto de estas colaboraciones y de una esmerada elaboración final es el libro del que tratamos aquí.

En principio se trata de un libro netamente eclesiológico, pero desde dos perspectivas bien complementarias. Una la ecuménica, la otra la integración de la teología fundamental y la dogmática de modo que se vea la profunda unidad que hoy debe conseguir la teología a la hora de expresarse en un mundo plural, laico y emancipado. De ninguna manera bastaría con la simple exposición sistemática de la doctrina sobre la Iglesia, eso ya nos lo sabemos y no puede servir nada más que para caer en los lugares comunes excesivamente trillados. González Montes va mucho más allá, consiguiendo una fundamentación satisfactoria del dogma en el mundo de hoy sin caer por ello en un irenismo que haría un flaco favor, tanto al mundo como a la teología. Si quisiéramos “caer bien” al mundo, no cumpliríamos nuestra misión en él; mas si no nos propusiéramos con seriedad la tarea de llegar hasta los hombres para llevar el mensaje, traicionaríamos lo más sagrado del ser eclesial. El autor consigue esto mismo y lo hace con un lenguaje preciso y sencillo, lenguaje que no es el menor de los logros de la obra.

La obra está estructurada en cuatro partes bien definidas y orgánicamente unidas: Misterio e imagen de la Iglesia, El ministerio apostólico y los ministerios de la Iglesia, La norma eclesial y “Ecclesia de Eucharistia”. Estas cuatro partes reflejan, de un lado la visión conciliar de la Iglesia como misterio de salvación en Cristo, y de otro la perspectiva posconciliar que tiende a una visión de la Iglesia como comunión. Como se aprecia por los epígrafes, se parte de lo más nuclear, el misterio, se pasa por el servicio, tanto ministerial como dogmático, y se llega a lo que une visiblemente a la comunidad: la eucaristía, centro y culmen de la vida de la Iglesia. Tanto la dimensión mistérica como la societaria están perfectamente integradas en la realidad comunional que se vive en la eucaristía. No puede separarse la realidad invisible, que supuestamente se daría sin ningún tipo de estructura humana, de la realidad visible que es la Iglesia concreta donde se ejerce el ministerio apostólico por medio de los ministros consagrados, y se vive la fe en la celebración del misterio redentor de Cristo. Para el autor, esta unidad entre las dos dimensiones, visible e invisible, es la única garantía de una eclesialidad redentora en donde se puede vivir la salvación en la mediación sacramental.

Toda la obra rezuma un profundo sentimiento ecuménico. Los temas están tratados en la perspectiva de las otras iglesias siempre que ha habido algún tipo de contacto con la Iglesia católica y se tiene presente sus propios puntos de vista, en la comprensión de que lo que nuestros hermanos consideran como propio debe ser de alguna manera importante para la Iglesia de Cristo, aunque aún no podamos llegar a la unidad plena con ellos. Se trata a la vez de reconocer lo que es importante para ambas partes y de mantener las diferencias como modo único y verdadero de establecer un diálogo sincero y útil para la misión de la Iglesia. El verdadero ecumenismo no puede fraguarse en la renuncia a las verdades que han sido tenidas durante siglos como esenciales para la Iglesia. De lo contrario el diálogo degeneraría en una mera charla de colegas que no se toman en serio sus respectivas tradiciones. La Iglesia católica considera que el diálogo es querido por Dios como medio de alcanzar aquella unidad que Cristo mismo pedía para que el mundo crea.

La primera parte la constituyen ocho capítulos donde se empieza por la realidad que da sentido y es fuente de la Iglesia: la presencia de Jesucristo desde su propia fundación y la permanencia de su salvación a través del misterio pascual. Desde aquí, la Iglesia es sacramento de salvación, por tanto, una realidad visible que vehicula la presencia invisible de Cristo. Tres son las imágenes que sirven para expresar esta realidad doble: pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu. Estas tres imágenes proporcionan la estructura y propiedades de la Iglesia: unidad, santidad, apostolicidad y catolicidad. Estas propiedades, lejos de dividir a las iglesias sirven para identificarlas como tales y abrir el debate sobre los modelos de Iglesia, tan fructífero y todavía no suficientemente explotado. Estos modelos de iglesia dejan, según el autor, tres cuestiones abiertas para la Iglesia de este tercer milenio. La primera es la tensión entre la gran Iglesia como instancia de sentido principal y las distintas comunidades eclesiales que postulan cierto grado de privatización de la fe. Esta tensión se expresa como segunda cuestión abierta, también a nivel social en la amenaza que supone a la laicidad del Estado la pretensión de algunos grupos creyentes de aumentar la confesionalidad de la fe. Y la última cuestión abierta estaría en la tensión a la que algunos grupos de creyentes someten a la Iglesia universal al cuestionar su pretensión de ser la interpretación auténtica de la fe. Estas tres cuestiones se resumen en el debate que los entonces cardenales Kasper y Ratzinger mantuvieron y que el autor resuelve a favor de este último, resolución que a nosotros no nos parece tan obvia, entre otras cosas porque la precedencia de la Iglesia universal sobre las locales no estriba en lo visible sino en lo invisible. Se trata de una prioridad espiritual y no política o social, menos aún ontológica, dado que el ser de la Iglesia es su misión, y su misión es encarnarse en las condiciones concretas de lo humano en cada lugar y tiempo, de ahí que la prioridad resida en la encarnación concreta y no en la abstracta existencia de un ser eclesial no encarnado, lo que no sería sino una contradicción, a menos que se entienda que la Iglesia universal sí está encarnada en un lugar y tiempo concretos, lo cual no haría sino complicar las cosas en lugar de explicarlas.

La segunda parte, El ministerio apostólico y los ministerios de la Iglesia, aborda el problema central que divide a las iglesias. Sabemos que el ser de la Iglesia no es un problema a la hora de la verdad, el misterio de la Iglesia está claro para todos los que somos seguidores de Cristo, el problema real está en el ejercicio de ese misterio, en cómo se vive y se expresa en la vida social de cada iglesia, es decir, en el ministerio. La compresión del ministerio y los ministros, del carisma y de los carismas, es el tema central, el verdadero nudo gordiano del ecumenismo. Lo que sucede es que, como todo nudo gordiano sólo puede ser cortado, no hay forma de soltarlo, pero no hay quién se atreva a tomar la espada y deshacer el problema. Aquí la espada es la Palabra y la Misión y el nudo es la forma de ejercer el ministerio. Si somos conscientes de que el ministerio, sea el petrino, el episcopal, el sacerdotal o el laical, es un servicio en la Iglesia para llevar a cabo la misión en vistas a la salvación, entonces el ministerio se relativiza y se torna menos problemático. Todos compartimos que el primado papal está al servicio de la comunión eclesial y que el episcopado comparte esta misión en sus respectivas diócesis, lo mismo cabría decir del presbiterado y también del laicado. Todos somos servidores de todos y el servicio legitima la acción, acción que está encaminada a la unidad y, en último término, a la paz. He aquí cómo se puede justificar la existencia del ministerio en la Iglesia para el mundo. Hoy, como siempre, el mundo está necesitado de paz y esa paz, pax Christi, puede ser el mejor don que la unidad de los cristianos podría aportar a la humanidad.

La tercera parte se centra en el análisis de la norma eclesial como contenido objetivo y concreto de la misión de la Iglesia. El ministerio está al servicio del misterio y la norma al servicio de la fe apostólica, de modo que la fe se vehicula en la norma y el misterio en el ministerio. La Tradición, la Escritura y el Magisterio son las tres instancias que pueden asegurar la apostolicidad de la fe y la seguridad de la doctrina. Ahora bien, de estas tres el Magisterio es aquella instancia que puede ejercer de forma presente aquella actualización que permita asegurar la constancia en la Tradición y la fidelidad a la Escritura. El Magisterio actúa de instancia visible y patente de un devenir constante de la misma doctrina. Pero el Magisterio no puede ejercerse sin la ayuda del magisterio teológico y la atención constante al sensus fidelium. La teología tiene una tarea importante de servicio en la mejor comprensión de la doctrina, mientras que la comunidad de fe actúa de criterio regulador de la doctrina. Pero la instancia última y definitiva es la verdad revelada, a la que sirve el magisterio eclesial al completo, llegándose a un “consensus fidelium” que, en definitiva, cristaliza en el depósito de la fe. De esta manera y sólo de esta, se puede asegurar el contenido verdadero del Evangelio. Como se ve, la norma eclesial servida por el Magisterio como atención a la verdad revelada, es el único seguro de la fe de la Iglesia.

La última parte, como colofón y resumen concreto de todo lo expuesto, analiza el ser de la Iglesia en la Eucaristía. La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia. Pero hacer la Eucaristía implica hacer la Iglesia, dos realidades inseparables y que convergen en el dies domini/dies ecclesiae. En la misa dominical se concentra en la unidad de la fe ministerios y carismas; se activa y expresa la verdad profunda de la familia cristiana como ecclesia domestica; es el lugar de convergencia de los distintos grupos que dan unidad a la parroquia; se une en la misma mesa la Palabra, la Vida, y las distintas necesidades de los fieles; y por último, en la misa dominical se actualiza para los bautizados el mandato misional y el compromiso testimonial de su fe. Un catolicismo que negara la práctica de la misa dominical, se vería seriamente empobrecido en su fe, en la comunión y en la práctica del ser eclesial.

En la línea ecuménica la eclesiología eucarística parece presentar alguna dificultad, pues nuestros hermanos separados no parecen dar la misma importancia que la aquí expresada, pero sería un buen punto de partida la eclesiología bautismal, bien aceptada por todos en los distintos diálogos establecidos. Esa eclesiología bautismal, que entiende la incorporación del hombre a la obra redentora de Cristo en la Iglesia, debe estar en relación con una eclesiología eucarística que ve el aspecto dinámico y vital de esa acción redentora, no puede darse lo uno sin lo otro. Una eclesiología eucarística tiene la tarea de explicitar en qué sentido la unidad de la Iglesia incluye un centro que viene exigido por la identidad católica de la Iglesia, y no meramente por una cuestión funcional o administrativa. En la adecuada explicitación de este punto se centra el programa ecuménico que propone este trabajo.

La obra se antoja imprescindible para cualquier intento de exponer la fe eclesial en el mundo de hoy, en contextos plurales y difíciles; no sólo por causa de la claridad expositiva y de su evidente pastoralidad, sino también por la exhaustiva elaboración del material y el ingente esfuerzo en desarrollar los documentos más importantes en referencia al ecumenismo en la actualidad. Un trabajo que se agradece y del que se esperan feraces frutos para bien de la investigación ecuménica y del ser de la Iglesia.

Bernardo Pérez Andreo

sábado, 7 de mayo de 2011

Filosofías de la Acción Católica: Blondel y Maritain.

Soret, Jean-Hugues, Philosophies de l’action catholique. Blondel-Maritain, Les Éditions du Cerf, Paris 2007, 482 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 226-227).

La lectura de esta obra es un acto de tradición viva. Los que hemos crecido como cristianos en torno a la Acción Católica tenemos mucho que rememorar en esta magnífica edición de Soret. Nada hay mejor que volver a los orígenes para comprender cabalmente los acontecimientos presentes y poder, por qué no, prever los futuros. Han pasado muchos años desde que se fundara este movimiento en el siglo XIX, y muchos también los sinsabores en la tarea, pero se puede decir que el rastro dejado, el surco abierto y la semilla sembrada ha dado un fruto enorme aunque escondido, don del Espíritu para la Iglesia y el mundo moderno. La semilla ha de morir para dar mucho fruto, aunque éste tenga poca visibilidad, como es el caso del movimiento de Acción católica, especialmente en nuestro país. Por eso, esta obra cobra un valor superior para nosotros, los cristianos españoles, que tantos vaivenes hemos sufrido en los últimos sesenta años. Aún no ha parado el péndulo de la historia entre nosotros, por ello es bueno volver la vista atrás y analizar con detenimiento los acontecimientos que han hecho lo hoy es el cristianismo anémico en el que subsistimos.

En la Europa de finales del XIX se hacía urgente tomar partido social en un mundo en ebullición. Los cambios epocales dejaban atrás todo intento de responder desde preguntas prefabricadas del pasado. Cuando las respuestas llegaban, las preguntas habían cambiado, de ahí la nula acogida de las encíclicas sociales en el ámbito no cristiano. Para los cristianos que llevaban tiempo en el surco, las manifestaciones pontificias venían a incentivar y estimular la acción en el mundo, pero la brecha entre la reflexión y la acción social se hacía cada vez mayor, hasta el punto de la condena de movimientos nacidos para incardinar de nuevo al cristianismo en el mundo moderno. Le Sillon o L’Action Française, son los ejemplos más claros y dolorosos del proceso contra el cristianismo activo. La línea de acción de los papas se centraba en la recuperación de un modelo de cristiandad ya extinto, mediante el rescate de una remozada teoría de los dos órdenes (temporal y espiritual) y de la primacía del orden espiritual y, por tanto, del papa. En ayuda de esto nace un concepto filosófico del mundo que integra sus posiciones sociales. La philosophia perennis constituirá el ariete para la justificación de este dualismo supranaturalista que encubre un interés por el retorno a la Aetas Christiana par excellence. Pero la filosofía del aquinate no podía responder a esta situación. Toda filosofía nace para responder a las aporías de sus circunstancias, así lo hizo Santo Tomás, mediante una síntesis fructífera entre lo antiguo y lo nuevo. Pero el tomismo releído por Maritain no respondía a las cuestiones suscitadas por el mundo, no se encarnaba, sino que intentaba amoldar las preguntas a respuestas prefabricadas. Por el contrario, Blondel, intenta que su filosofía de la acción responda cristianamente a un mundo cambiante. Blondel hizo un esfuerzo por encarnar el cristianismo en el mundo moderno, pero las acusaciones de modernismo y de traición a los principios le hicieron pensar más en profundidad la relación entre el cristianismo y el mundo. La dialéctica entre estas dos obras: Primauté du Spirituel o Antimoderne de Maritain, y L’Action de Blondel, son el motor de esta reflexión que parte de lo concreto de los movimientos de Acción Católica, pero engloba la realidad total de la Iglesia del cambio de época, una apasionante reflexión sobre el hombre, el mundo y Dios en medio de transformaciones brutales de la conciencia social.

El libro está dividido en dos partes. La primera (Corrientes filosóficas en la Acción Católica en Francia, 23-244), más histórica, analiza el proceso de auge y decadencia de la Acción Católica francesa, mediante cuatro capítulos intensos, desde el nacimiento de la Acción Católica de Jóvenes Franceses en 1886 como preludio a la invitación del León XIII en Rerum Novarun de implicarse en la acción social, hasta la condena de la Acción Francesa y el giro introducido por Pío XI en el movimiento de acción social católico. El análisis de las encíclicas de estos años es importante para comprender el interés de la jerarquía por no perder el tren de la historia, pero mantener la influencia y el control sobre la intervención de los cristianos en la esfera pública. Desde los titubeos a la hora de empujar a los creyentes al mundo, hasta el conflicto con los grupos más atrevidos en su intento de ser fieles a los tiempos, desde el “catolicismo social nacido bajo León XIII y el espíritu de reconquista espiritual impulsado por Pío XI” (451). En este marco entran a la disputa dos intelectuales clave para el desarrollo de los acontecimientos. De un lado Maritain, con su tesis de que es posible una nueva cristiandad sobre la base de la distinción tanto del liberalismo burgués y del marxismo, del otro Blondel y su intento de integrar el cristianismo en el mundo moderno a través de la acción concreta en el mismo. En Blondel el primado lo tiene la acción, mientras que en Maritain lo tienen lo espiritual, entendido como remedo de una nueva cristiandad.

La segunda parte se centra en el debate concreto entre Blondel y Maritain en torno al núcleo filosófico de la acción de los cristianos en el mundo moderno y la condena de la Acción Francesa por el papa (245-459). Maritain, después de su conversión, abandona la filosofía de Bergson y apuesta por el tomismo. En esa línea desarrolla una filosofía escolástica que sirve de enganche para una política autoritaria en solidaridad con una nueva cristiandad. Blondel no puede soportar esta solidaridad entre autoritarismo, escolasticismo y cristiandad y propondrá una filosofía de raíces cristianas pero en contacto con un mundo en cambio. En su crítica al, entiende él, pseudo-tomismo, desmonta su autoritarismo, pero también lo que supone el núcleo de su error: la sumisión al objeto en su teoría del conocimiento. Esta sumisión se entiende desde la pasividad del intelecto a la hora de conocer. El problema estriba en una mala comprensión del intelecto pasivo de Santo Tomás. Para él, pasivo no significa que no esté en acción, sino que para estarlo necesita de estimulación. No se trata de que el hombre nada pueda sin el concurso divino, sino que el concurso divino se da a la vez que el humano. De ahí que la acción de los hombres sea, también, reacción al impulso divino. Esta crítica a la esencia de ese pseudo-tomismo lleva al rechazo de todas sus consecuencias, la primera es la tentación de la teocracia como remedo del liberalismo, tesis defendida por Maritain. Mediante el uso de la teoría de los dos poderes, se intenta la vuelta al pasado social, no se responde a las circunstancias actuales y se traiciona la misma necesidad de encarnar el cristianismo.

El debate, apasionante en extremo, puede seguir considerándose actual. Hoy es posible que nos encontremos ante un debate semejante al de hace un siglo, pero hoy, quizás, adolezcamos de falta de vigor a la hora de afrontar el problema. ¿Dónde están los Martain o los Blondel? Hace falta un mayor empuje para volver a hacer carne el cristianismo en el siglo XXI. De Maritain valoramos su pasión por la tradición acendrada del cristianismo, de Blondel su método de enfrentamiento con lo nuevo. De uno y de otro tomamos su pasión por la fe.

Bernardo Pérez Andreo

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...