jueves, 12 de agosto de 2010

La fenomenalidad de Dios

Lacoste, Jean-Yves, La phénoménalité de Dieu. Neuf études, Les Éditions du Cerf, Paris 2008, 230 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 216-217).

La obra consta de nueve estudios publicados en los últimos tres años en diferentes revistas especializadas y obras colectivas. A pesar de la diversidad de origen y motivos, la unidad interna de la obra está asegurada por un hilo que recorre el conjunto: pensar la manifestación de Dios en la percepción del hombre. Se trata de retomar cierta fenomenología en su sentido más originario para poder captar aquello que no se deja atrapar y de lo que es más fácil, según Santo Tomás, saber lo que no es. Para ello se pretende avanzar desde la tensión dialéctica entre filosofía y teología, sin caer en una fácil filosofía teológica que integre irenísticamente ambas ramas del saber en su punto de unión: la preocupación por lo divino. No, hay que mantener la tensión y la distancia. Si fusionamos sus horizontes, la teología perderá su búsqueda más esencial del ser amable de Dios; y la filosofía dejaría de ser un saber racional que nos proporciona las condiciones de posibilidad de cualquier discurso, también el teológico. La distancia es el seguro contra todo fideísmo ingenuo y cualquier racionalismo reduccionista.

La obra se abre con un primer capítulo que sitúa la perspectiva del pensamiento sobre Dios en los márgenes de la filosofía y la teología (La frontera ausente). El estudio parte de Migajas filosóficas de Kierkegaard, texto antihegeliano donde los haya, pero que nos pone sobre la pista adecuada para afrontar la manifestación de Dios en la realidad humana. La única percepción posible se da en los márgenes del pensamiento, sea filosófico o teológico. Así delimitado el terreno de juego, podemos comenzar por tratar el segundo problema: percepción, trascendencia, conocimiento de Dios (33-54). Si Kierkegaard delimita la acción, Husserl demarca la percepción, porque la naturaleza misma de las cosas resulta imposible a la percepción humana, esta llega al hombre en una “percepción sintética”. Hacemos una síntesis propia y completamos lo que falta a la realidad percibida de las cosas. La cosa “dios” debe ser percibido en su fenomenalidad, pero Dios trasciende su propia fenomenalidad, es en la parusía que trasciende la presencia. Pero la presencia es la única manera de vivir el amor, amor que es el Dios cristiano. He aquí el problema central de todo conocimiento de Dios: su futura presencia, su parusía, es su fenomenalidad.

Los tres siguientes estudios abordan esta problemática de la fenomenalidad divina en la paradójica “necesidad de que el Dios del que hablamos sea el Dios al que hablamos” (85). Por eso el amor a Dios hace posible el conocimiento de Dios, no hay conocimiento de Él sin amarlo. Esta integración en el horizonte de la percepción sintética, abarca lo intelectual y lo sensitivo, deviniendo lo más conocible posible. La paradoja llega a su extremo: Dios se da a conocer en la relación de ratio et caritas (110). De esta manera, la Existencia y el amor de Dios (111-132) es la relación más nítida entre el hombre y el conocimiento de Dios. No Husserl, sino Heidegger, nos da la fundamental relación. Filosofía y mundo se reenvían mutuamente. La filosofía como empresa imposible de pensar a Dios; el mundo como la ausencia de Dios. Filosofía y mundo quedan vacíos a la espera del sentido y la existencia del hombre es a-tea. Pero el amor que Dios nos solicita, su parusía prometida, es la salida a este nihilismo filosófico. Dios resulta, simplemente, necesario para el hombre. Esto es lo que se analiza en el sexto estudio La fenomenalidad de la anticipación. El hombre, el mundo, son realidades dadas por anticipado. El ser es sido antes de llegar a ser lo que es actualmente. El hombre en el mundo vive a causa de la anticipación, de la previsión, de las tentativas de ser. Esta fenomenología de la anticipación concluye con la anticipación absoluta, la escatología. Nuestro ser es un ser dado, es donación. Esta donación sólo puede producirse como fruto de una anticipación del amor futuro, es decir, la donación como promesa, tema del séptimo capítulo. Allí se ve que la donación y la promesa se entienden en relación mutua, no hay una sin otra. Cuando prometo algo a alguien, lo hago bajo el signo de un don, de un don que es promesa. Cuando doy algo a alguien estoy dando a la vez la promesa de una continuidad en el don. Don y promesa también se reenvían. Pero el máximo don es el don de sí mismo a un sí mismo.

Los dos últimos capítulos, De sí a sí y Resurrectio carnis concluyen este proceso de descifrado de la fenomenalidad de Dios. En último término, la fenomenalidad de Dios se juega en la existencia del hombre. El sí mismo se encuentra como un don de sí mismo en apariencia, pero su mismidad queda investida previamente por la promesa escatológica. La propia carnalidad está en equilibrio sutil entre la consistencia del ahora y la inconsútil ausencia del futuro. La única forma de asegurar la presencia de la carne es la apuesta por la resurrección de la carne como don ofrecido en el futuro, pero como prenda presente de un compromiso real, mas la carne está destinada a morir para que la fe se manifieste en toda su pureza (219). El punto focal de fusión entre la promesa y el don, entre el futuro y el presente, entre la vida y la muerte, entre el hombre y Dios, entre la filosofía y la teología al fin es la liturgia; la liturgia entendida como los ritos en los que los hombres celebran la vida o la muerte o santifican el tiempo ante Dios. Esta liturgia es síntesis y propedéutica de la vida, es el lugar donde Dios se manifiesta de la única forma que es posible a su realidad y a los hombres: como parusía, como ausencia de la presencia. El Dios incognoscible se “siente” y se “vive” en la liturgia “como resurrección anticipada de la carne” (227). He aquí la paradoja extrema que propone Lacoste, que Dios se fenomenaliza en la resurrección de la carne.

Bernardo Pérez Andreo

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