Choza, Jacinto — Arechederra, Juan José, Locura y Realidad. Lectura psicoantropológica del Quijote, Thémata, Sevilla, 2007, 204 pp, 15 x
La risa y la locura han ido de la mano a lo largo de la historia de la literatura. Siempre se asoció a los locos con una cierta incapacidad para mantener la compostura social. Una risa histérica era la muestra de que esa persona había perdido la razón o el seso. Pero lo que Cervantes nos viene a mostrar con su magna obra es precisamente lo contrario: la risa es la única posibilidad de escapar a la locura de lo real; la locura es la única forma de escapar a la cordura de este mundo pervertido. Como nos indica Jacinto Choza en el prólogo, de Don Quijote recibimos “el don de la risa, de una risa que es comprensión y piedad universales” (18). En la obra se produce un trastrueque de la concepción de locura y cordura, realidad y ficción. Cómo va a estar cuerdo alguien que acepta un orden real que implica el sufrimiento de una enorme masa social; cómo va a ser real un orden social en el que la injusticia se extiende hasta límites inimaginables; cómo puede ser identificada como locura la actitud de quien quiere arreglar el mundo desfaciendo los entuertos creados por los hombres. Sólo el don de la risa nos salvará de la locura de creer que este mundo está cuerdo.
Para llevar a cabo esta labor era necesario que se unieran dos especialistas de ramas del saber diferentes. De un lado un catedrático de antropología filosófica y de otro un médico psiquiatra. Entre ambos intentan desentrañar la maldición de Narciso en la que ha quedado aprisionada la modernidad cartesiana. Si Descartes encerró su ego en el solipsismo del cogito negador del otro, Cervantes dejará claro que la mismidad nace de la preocupación por los otros sufrientes, como en aquel famoso capítulo 48 en el que afirma Don Quijote que su conciencia se forma en la atención a los menesterosos. Jacinto Choza y Juan José Arechederra, se reparten el trabajo de aportarnos el hilo de Ariadna que permita salir del moderno laberinto narcisista.
Arechederra, como psiquiatra, afronta la locura de Don Quijote en dos capítulos que conforman la primera parte del trabajo (23-61). En el primer capítulo, dedicado al ámbito médico-psiquiátrico, hace un recorrido por diez autores que han tratado la cuestión de la locura del Quijote. Desde Ramón y Cajal hasta López Ibor, pasando por Castilla del Pino. Después de repasar las opiniones de estos autores, casi todas en la línea de justificar una cierta locura en Cervantes que habría proyectado sobre su personaje, Arechederra defenderá la tesis opuesta: “a don Quijote no puede vérsele ni tratársele como a un enfermo”. A continuación se pregunta: “¿y si loco significara otra cosa en el texto cervantino?”, pregunta que contestará en el segundo y último capítulo de su colaboración, intitulado ámbito filosófico-literario. En él, para empezar, afirma la absoluta desemenjanza entre el mundo cervantino, donde lo humano nace de la preocupación por el otro que está necesitado, y la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental weberiana (51). El Quijote se torna una obra de la más absoluta antimodernidad. Al negarse a aceptar la racionalización de la sociedad moderna, don Quijote, se convierte en adalid de todos los proyectos utópicos que han intentado salir de la cárcel de inhumanidad moderna. Con Unamuno, hemos de aceptar que “está loco el que está solo” y que “una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva” (61). Esta afirmación de Unamuno puede ser leída en cualquiera de sus sentidos y sigue siendo válida.
Por su parte, Choza, elabora la mayor parte de este libro en un estudio llamado Risa y Realidad y dividido en seis capítulos donde desgrana el proceso que va desde el encantamiento del mundo hasta la risa como actitud fundamental: la risa quijotesca. En el primer capítulo de los seis propone la tesis de que el proyecto surrealista que ha desacreditado la realidad en el siglo XX ha desembocado en el nihilismo trágico en que nos encontramos. Este encantamiento de lo real se lleva a cabo por los científicos, conocedores de lo verdadero y lo falso y que demuestran que la realidad sólo son átomos en movimiento y fuerzas mecánicas; también por los intelectuales conocedores del bien y del mal; y los artistas que fabrican monstruos, hadas y guerreros. Todos ellos han desencantado el mundo y vuelto a reencantar a su gusto. No así Cervantes. En su Don Quijote, nos ha mostrado la realidad de los hombres sencillos, capaces de ver el mundo en su diafanidad pura, en su donación absoluta. Tras la catástrofe moderna, el Quijote es el único libro que puede ser leído, decía Malraux, “porque se acerca al corazón del pobre hombre para reconocerlo como entrañable”, porque es “una colección de relatos de pobres hombres”, nos dice Choza (86).
Si la locura nos salva de una realidad deforme, la risa nos salva de la abstracción ideal. La risa rescata al hombre de su alienación en lo ideal, en lo objetivo, en lo representado, cura al hombre de “esa obnubilación que se inicia en Parménides y en Narciso” (134). La risa hace al hombre estar en su propio terreno y no volar hacia regiones ideales construidas heterónomamente. Mediante la risa, el hombre se sumerge en el caos originario del que emerge una realidad verdaderamente humana, una realidad de gozo, comunión, vida abierta y compartida. “Esa es la relación de la risa y la locura con la vida y la sabiduría” (190). El que sabe reírse de sí mismo y de lo que le rodea es más humano y capaz de hacer un mundo humano, como un santo decir sí. La risa y la locura se parecen mucho al gozo del acto creador del universo. Cervantes, en Don Quijote, recupera la locura de la risa ante un mundo que se ha alejado de la realidad lúdica y del gozo de un vivir espontáneo. Aunque suene a tópico, hoy más que nunca se hace necesario releer el Quijote como una obra de humor redentor.
Bernardo Pérez Andreo
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