martes, 14 de enero de 2014

Ensayo sobre el cuerpo y la Eucaristía

Falque, Emmanuel, Les Noces de l’Agneau. Essai philosophique sur le corps et l’eucharistie, Éditions du Cerf, Paris 2011, 386 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 54 (2012) 494-495).

El Decano de la Facultad de Filosofía del Instituto Católico de París, uno de los más prestigiosos del mundo, viene de publicar la tercera obra de un tríptico teológico-filosófico que no es sino la reconsideración para el mundo de hoy del pensamiento cristiano sobre la Encarnación. Tres temas hay que enuclean el concepto de Encarnación: muerte, vida y cuerpo. El primero fue tratado en la obra Passeur de Gethsémani, el segundo en Métamorphose de la finitud y el tercero, el cuerpo, el que tenemos ante nosotros. Se trata de un tríptico y por tanto en una magna obra que puede ser leída por separado, pero que está concebida para su lectura íntegra y total, de modo que el que es el concepto que diferencia al cristianismo de cualquier otra concepción de la vida, la encarnación de Dios, pueda ser entendido en integridad, profundidad y plenitud. En modo alguno puede reducirse la Encarnación a una acción puntual en un hombre concreto, aunque ahí tenga su máxima expresión y visibilidad, su cumplimiento perfecto y su culminación. No, la vida de los milenios que precedieron a la primera Navidad, y los que le siguen, los eones que el Universo necesitó para configurar un mundo como el que podemos ver, y la constitución metafísica de lo real, todo esto es expresión de la Encarnación de Dios en el mundo y la humanidad.
Falque plantea la reflexión sobre el cuerpo y la Eucaristía como el nuevo “camino escarpado” del cristianismo. Se trata de salir de la caverna, quizás de las múltiples cavernas en las que se ha instalado a lo largo de su bimilenaria historia. Esta salida solo puede hacerse volviendo a la Escritura y a los Santos Padres. Ahí están las fuerzas que nos arrancarán de una filosofía que nos aplasta contra el muro del dualismo y nos amarra a una visión destructiva para la fuerza revolucionaria del cristianismo, que es, en el sentido etimológico del término, un materialismo en toda su extensión. La carne humana ha sido asumida por el Verbo como medio para establecer la presencia de Dios en el mundo. En-car-nar-se no es un acto necesario, el mundo no es proyección del ser divino. Se trata del mayor acto de gratuidad y por tanto de kénosis divina. Dios ha preparado la morada para establecerse entre los hombres, para acostumbrarse a ellos y así hacer accesible su infinitud a la limitación humana. Sin embargo, la carne se expresa en el cuerpo y el cuerpo es el medio de entrega más poderoso para manifestar lo divino: hic est corpus deum, no hay palabras más poderosas que estas.


La salida por el “camino escarpado” tiene tres momentos. El primero de ellos es el Descenso al abismo, el segundo la Estancia del hombre y el tercero Dios incorporado. Asistimos a una kénosis en tres actos. Por el primero, el mundo entero resulta una puesta en escena para que las fuerzas primitivas, el Tohu-Bohu y el Caos, empiecen a tomar forma, a poner límites, a incorporar la vida. El mundo se hace habitable, se vuelve comestible, empieza a tomar el aspecto de cuerpo, de Eucaristía en ciernes. En el segundo momento de la kénosis, el mundo se hace estancia adecuada para el hombre. El animal humano se hace metafísico, supera los estrechos límites de la animalidad puramente material y deviene un animal comunitario, limitado por la naturaleza y por el otro, con distintos niveles de sujeción, pero abierto a la diferenciación y mantenido en el deseo. Pero el deseo no tiene forma aún, la carne se ve empujada por distintas fuerzas que le pueden devolver al Caos originario. La angustia hace mella en el ser, el deseo puede destruir la fragilidad de la corporalidad humana donde Dios puede hacerse hombre, por ello será necesario una metamorfosis radical de la corporalidad en la Eucaristía. Si Dios, con el hombre, desciende al abismo en la primera parte de la obra (Caos, cordero inmolado, cuerpo eucarístico), y si permanece en el hombre (segunda parte: animalidad, cuerpo orgánico, deseo) solo la tercera parte, la incorporación de Dios, llevará a la animalidad a su Pascua, a la transustanciación del mundo en medio de las palabras, esto es mi cuerpo. El yo de esto es mi cuerpo crea el que recibe el cuerpo y el nosotros en que se vive. La incorporación de Dios en la Eucaristía crea la humanidad perfecta del hombre, pero esta humanidad morirá, individual y colectivamente, la muerte es el límite carnal definitivo, de ahí que el último momento de la incorporación es la pérdida del cuerpo. El cuerpo inmolado acaba integrado en la resurrección, último momento del proceso por el que Dios se hace hombre y encuentra una estancia adecuada donde estar con el hombre, pero la paradoja llega al máximo grado en la Pascua perfecta de la Creación. El cuerpo orgánico creado para el encuentro, se trasmuta en el cuerpo eucarístico donde el hombre es con otros, es carne común de los hombres y de Dios. Para llegar a la carne común de la Eucaristía total ha de perderse el cuerpo inmolado. Es la metamorfosis de la Creación, la salida del eros y el encuentro agápico absoluto. La muerte ha perdido su aguijón y el proceso se ha completado: de la Encarnación a la Eucaristía y de la Eucaristía a la Resurrección; el hombre y Dios se han encontrado, como dijo Ireneo: “El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a estar en Dios y acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según el deseo del Padre”. Esta es la fidelidad creadora de Dios, que permanece siempre en el otro sin dejar de ser él mismo. El mundo entero es una gran boda del Cordero inmolado, es la Pascua de la Creación, la fiesta ininterrumpida del Amor, el Ágape de la humanidad.

Bernardo Pérez Andreo

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