Falque, Emmanuel, Les Noces
de l’Agneau. Essai philosophique sur le corps et l’eucharistie, Éditions du
Cerf, Paris 2011, 386 pp, 13,5 x 21,5 cm ( Carthaginensia 54 (2012) 494-495) .
El Decano de la Facultad de Filosofía del Instituto Católico
de París, uno de los más prestigiosos del mundo, viene de publicar la tercera
obra de un tríptico teológico-filosófico que no es sino la reconsideración para
el mundo de hoy del pensamiento cristiano sobre la Encarnación. Tres temas hay
que enuclean el concepto de Encarnación: muerte, vida y cuerpo. El primero fue
tratado en la obra Passeur de Gethsémani,
el segundo en Métamorphose de la finitud
y el tercero, el cuerpo, el que tenemos ante nosotros. Se trata de un tríptico
y por tanto en una magna obra que puede ser leída por separado, pero que está
concebida para su lectura íntegra y total, de modo que el que es el concepto
que diferencia al cristianismo de cualquier otra concepción de la vida, la
encarnación de Dios, pueda ser entendido en integridad, profundidad y plenitud.
En modo alguno puede reducirse la Encarnación a una acción puntual en un hombre
concreto, aunque ahí tenga su máxima expresión y visibilidad, su cumplimiento
perfecto y su culminación. No, la vida de los milenios que precedieron a la
primera Navidad, y los que le siguen, los eones que el Universo necesitó para
configurar un mundo como el que podemos ver, y la constitución metafísica de lo
real, todo esto es expresión de la Encarnación de Dios en el mundo y la
humanidad.
Falque plantea la reflexión sobre el cuerpo y la Eucaristía
como el nuevo “camino escarpado” del cristianismo. Se trata de salir de la
caverna, quizás de las múltiples cavernas en las que se ha instalado a lo largo
de su bimilenaria historia. Esta salida solo puede hacerse volviendo a la
Escritura y a los Santos Padres. Ahí están las fuerzas que nos arrancarán de
una filosofía que nos aplasta contra el muro del dualismo y nos amarra a una
visión destructiva para la fuerza revolucionaria del cristianismo, que es, en
el sentido etimológico del término, un materialismo en toda su extensión. La
carne humana ha sido asumida por el Verbo como medio para establecer la
presencia de Dios en el mundo. En-car-nar-se
no es un acto necesario, el mundo no
es proyección del ser divino. Se trata del mayor acto de gratuidad y por tanto
de kénosis divina. Dios ha preparado la morada para establecerse entre los
hombres, para acostumbrarse a ellos y así hacer accesible su infinitud a la
limitación humana. Sin embargo, la carne se expresa en el cuerpo y el cuerpo es
el medio de entrega más poderoso para manifestar lo divino: hic est corpus deum, no hay palabras más
poderosas que estas.
La salida por el “camino escarpado” tiene tres momentos. El
primero de ellos es el Descenso al abismo,
el segundo la Estancia del hombre y
el tercero Dios incorporado.
Asistimos a una kénosis en tres actos. Por el primero, el mundo entero resulta
una puesta en escena para que las fuerzas primitivas, el Tohu-Bohu y el Caos, empiecen a tomar forma, a poner límites, a incorporar la vida. El mundo se hace
habitable, se vuelve comestible, empieza a tomar el aspecto de cuerpo, de
Eucaristía en ciernes. En el segundo momento de la kénosis, el mundo se hace
estancia adecuada para el hombre. El animal humano se hace metafísico, supera
los estrechos límites de la animalidad puramente material y deviene un animal
comunitario, limitado por la naturaleza y por el otro, con distintos niveles de
sujeción, pero abierto a la diferenciación y mantenido en el deseo. Pero el
deseo no tiene forma aún, la carne se ve empujada por distintas fuerzas que le
pueden devolver al Caos originario.
La angustia hace mella en el ser, el deseo puede destruir la fragilidad de la
corporalidad humana donde Dios puede hacerse hombre, por ello será necesario
una metamorfosis radical de la corporalidad en la Eucaristía. Si Dios, con el
hombre, desciende al abismo en la primera parte de la obra (Caos, cordero
inmolado, cuerpo eucarístico), y si permanece en el hombre (segunda parte:
animalidad, cuerpo orgánico, deseo) solo la tercera parte, la incorporación de
Dios, llevará a la animalidad a su Pascua, a la transustanciación del mundo en
medio de las palabras, esto es mi cuerpo.
El yo de esto es mi cuerpo crea el tú
que recibe el cuerpo y el nosotros en
que se vive. La incorporación de Dios en la Eucaristía crea la humanidad
perfecta del hombre, pero esta humanidad morirá, individual y colectivamente,
la muerte es el límite carnal definitivo, de ahí que el último momento de la
incorporación es la pérdida del cuerpo. El cuerpo inmolado acaba integrado en
la resurrección, último momento del proceso por el que Dios se hace hombre y
encuentra una estancia adecuada donde estar con el hombre, pero la paradoja
llega al máximo grado en la Pascua perfecta de la Creación. El cuerpo orgánico
creado para el encuentro, se trasmuta en el cuerpo eucarístico donde el hombre
es con otros, es carne común de los hombres y de Dios. Para llegar a la carne
común de la Eucaristía total ha de perderse el cuerpo inmolado. Es la
metamorfosis de la Creación, la salida del eros y el encuentro agápico
absoluto. La muerte ha perdido su aguijón y el proceso se ha completado: de la
Encarnación a la Eucaristía y de la Eucaristía a la Resurrección; el hombre y
Dios se han encontrado, como dijo Ireneo: “El Verbo de Dios ha habitado en el
hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a estar en Dios
y acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según el deseo del Padre”. Esta es
la fidelidad creadora de Dios, que permanece siempre en el otro sin dejar de
ser él mismo. El mundo entero es una gran boda del Cordero inmolado, es la
Pascua de la Creación, la fiesta ininterrumpida del Amor, el Ágape de la
humanidad.
Bernardo Pérez Andreo
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