González Montes, Adolfo, Imagen de Iglesia. Eclesiología en perspectiva ecuménica, BAC, Madrid 2008, LXXX + 679 pp, 14 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 222-225).
Adolfo González Montes se ha destacado en los últimos lustros como experto en la temática ecuménica. Tanto desde su pasada docencia como catedrático en la Pontificia de Salamanca como en su actual labor pastoral en la diócesis de Almería, no deja de impartir un sano y profundo magisterio en torno a las cuestiones eclesiológicas, especialmente en lo que hace a las relaciones con otras iglesias cristianas. No en vano preside la Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales y es representante de los obispos españoles en la Comisión de los Episcopados de la Unión Europea (COMECE). Estas tareas no son ningún impedimento para que González Montes publique regularmente en prestigiosas revistas artículos relacionados con la temática eclesial y ecuménica. Fruto de estas colaboraciones y de una esmerada elaboración final es el libro del que tratamos aquí.
En principio se trata de un libro netamente eclesiológico, pero desde dos perspectivas bien complementarias. Una la ecuménica, la otra la integración de la teología fundamental y la dogmática de modo que se vea la profunda unidad que hoy debe conseguir la teología a la hora de expresarse en un mundo plural, laico y emancipado. De ninguna manera bastaría con la simple exposición sistemática de la doctrina sobre la Iglesia, eso ya nos lo sabemos y no puede servir nada más que para caer en los lugares comunes excesivamente trillados. González Montes va mucho más allá, consiguiendo una fundamentación satisfactoria del dogma en el mundo de hoy sin caer por ello en un irenismo que haría un flaco favor, tanto al mundo como a la teología. Si quisiéramos “caer bien” al mundo, no cumpliríamos nuestra misión en él; mas si no nos propusiéramos con seriedad la tarea de llegar hasta los hombres para llevar el mensaje, traicionaríamos lo más sagrado del ser eclesial. El autor consigue esto mismo y lo hace con un lenguaje preciso y sencillo, lenguaje que no es el menor de los logros de la obra.
La obra está estructurada en cuatro partes bien definidas y orgánicamente unidas: Misterio e imagen de la Iglesia, El ministerio apostólico y los ministerios de la Iglesia, La norma eclesial y “Ecclesia de Eucharistia”. Estas cuatro partes reflejan, de un lado la visión conciliar de la Iglesia como misterio de salvación en Cristo, y de otro la perspectiva posconciliar que tiende a una visión de la Iglesia como comunión. Como se aprecia por los epígrafes, se parte de lo más nuclear, el misterio, se pasa por el servicio, tanto ministerial como dogmático, y se llega a lo que une visiblemente a la comunidad: la eucaristía, centro y culmen de la vida de la Iglesia. Tanto la dimensión mistérica como la societaria están perfectamente integradas en la realidad comunional que se vive en la eucaristía. No puede separarse la realidad invisible, que supuestamente se daría sin ningún tipo de estructura humana, de la realidad visible que es la Iglesia concreta donde se ejerce el ministerio apostólico por medio de los ministros consagrados, y se vive la fe en la celebración del misterio redentor de Cristo. Para el autor, esta unidad entre las dos dimensiones, visible e invisible, es la única garantía de una eclesialidad redentora en donde se puede vivir la salvación en la mediación sacramental.
Toda la obra rezuma un profundo sentimiento ecuménico. Los temas están tratados en la perspectiva de las otras iglesias siempre que ha habido algún tipo de contacto con la Iglesia católica y se tiene presente sus propios puntos de vista, en la comprensión de que lo que nuestros hermanos consideran como propio debe ser de alguna manera importante para la Iglesia de Cristo, aunque aún no podamos llegar a la unidad plena con ellos. Se trata a la vez de reconocer lo que es importante para ambas partes y de mantener las diferencias como modo único y verdadero de establecer un diálogo sincero y útil para la misión de la Iglesia. El verdadero ecumenismo no puede fraguarse en la renuncia a las verdades que han sido tenidas durante siglos como esenciales para la Iglesia. De lo contrario el diálogo degeneraría en una mera charla de colegas que no se toman en serio sus respectivas tradiciones. La Iglesia católica considera que el diálogo es querido por Dios como medio de alcanzar aquella unidad que Cristo mismo pedía para que el mundo crea.
La primera parte la constituyen ocho capítulos donde se empieza por la realidad que da sentido y es fuente de la Iglesia: la presencia de Jesucristo desde su propia fundación y la permanencia de su salvación a través del misterio pascual. Desde aquí, la Iglesia es sacramento de salvación, por tanto, una realidad visible que vehicula la presencia invisible de Cristo. Tres son las imágenes que sirven para expresar esta realidad doble: pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu. Estas tres imágenes proporcionan la estructura y propiedades de la Iglesia: unidad, santidad, apostolicidad y catolicidad. Estas propiedades, lejos de dividir a las iglesias sirven para identificarlas como tales y abrir el debate sobre los modelos de Iglesia, tan fructífero y todavía no suficientemente explotado. Estos modelos de iglesia dejan, según el autor, tres cuestiones abiertas para la Iglesia de este tercer milenio. La primera es la tensión entre la gran Iglesia como instancia de sentido principal y las distintas comunidades eclesiales que postulan cierto grado de privatización de la fe. Esta tensión se expresa como segunda cuestión abierta, también a nivel social en la amenaza que supone a la laicidad del Estado la pretensión de algunos grupos creyentes de aumentar la confesionalidad de la fe. Y la última cuestión abierta estaría en la tensión a la que algunos grupos de creyentes someten a la Iglesia universal al cuestionar su pretensión de ser la interpretación auténtica de la fe. Estas tres cuestiones se resumen en el debate que los entonces cardenales Kasper y Ratzinger mantuvieron y que el autor resuelve a favor de este último, resolución que a nosotros no nos parece tan obvia, entre otras cosas porque la precedencia de la Iglesia universal sobre las locales no estriba en lo visible sino en lo invisible. Se trata de una prioridad espiritual y no política o social, menos aún ontológica, dado que el ser de la Iglesia es su misión, y su misión es encarnarse en las condiciones concretas de lo humano en cada lugar y tiempo, de ahí que la prioridad resida en la encarnación concreta y no en la abstracta existencia de un ser eclesial no encarnado, lo que no sería sino una contradicción, a menos que se entienda que la Iglesia universal sí está encarnada en un lugar y tiempo concretos, lo cual no haría sino complicar las cosas en lugar de explicarlas.
La segunda parte, El ministerio apostólico y los ministerios de la Iglesia, aborda el problema central que divide a las iglesias. Sabemos que el ser de la Iglesia no es un problema a la hora de la verdad, el misterio de la Iglesia está claro para todos los que somos seguidores de Cristo, el problema real está en el ejercicio de ese misterio, en cómo se vive y se expresa en la vida social de cada iglesia, es decir, en el ministerio. La compresión del ministerio y los ministros, del carisma y de los carismas, es el tema central, el verdadero nudo gordiano del ecumenismo. Lo que sucede es que, como todo nudo gordiano sólo puede ser cortado, no hay forma de soltarlo, pero no hay quién se atreva a tomar la espada y deshacer el problema. Aquí la espada es la Palabra y la Misión y el nudo es la forma de ejercer el ministerio. Si somos conscientes de que el ministerio, sea el petrino, el episcopal, el sacerdotal o el laical, es un servicio en la Iglesia para llevar a cabo la misión en vistas a la salvación, entonces el ministerio se relativiza y se torna menos problemático. Todos compartimos que el primado papal está al servicio de la comunión eclesial y que el episcopado comparte esta misión en sus respectivas diócesis, lo mismo cabría decir del presbiterado y también del laicado. Todos somos servidores de todos y el servicio legitima la acción, acción que está encaminada a la unidad y, en último término, a la paz. He aquí cómo se puede justificar la existencia del ministerio en la Iglesia para el mundo. Hoy, como siempre, el mundo está necesitado de paz y esa paz, pax Christi, puede ser el mejor don que la unidad de los cristianos podría aportar a la humanidad.
La tercera parte se centra en el análisis de la norma eclesial como contenido objetivo y concreto de la misión de la Iglesia. El ministerio está al servicio del misterio y la norma al servicio de la fe apostólica, de modo que la fe se vehicula en la norma y el misterio en el ministerio. La Tradición, la Escritura y el Magisterio son las tres instancias que pueden asegurar la apostolicidad de la fe y la seguridad de la doctrina. Ahora bien, de estas tres el Magisterio es aquella instancia que puede ejercer de forma presente aquella actualización que permita asegurar la constancia en la Tradición y la fidelidad a la Escritura. El Magisterio actúa de instancia visible y patente de un devenir constante de la misma doctrina. Pero el Magisterio no puede ejercerse sin la ayuda del magisterio teológico y la atención constante al sensus fidelium. La teología tiene una tarea importante de servicio en la mejor comprensión de la doctrina, mientras que la comunidad de fe actúa de criterio regulador de la doctrina. Pero la instancia última y definitiva es la verdad revelada, a la que sirve el magisterio eclesial al completo, llegándose a un “consensus fidelium” que, en definitiva, cristaliza en el depósito de la fe. De esta manera y sólo de esta, se puede asegurar el contenido verdadero del Evangelio. Como se ve, la norma eclesial servida por el Magisterio como atención a la verdad revelada, es el único seguro de la fe de la Iglesia.
La última parte, como colofón y resumen concreto de todo lo expuesto, analiza el ser de la Iglesia en la Eucaristía. La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia. Pero hacer la Eucaristía implica hacer la Iglesia, dos realidades inseparables y que convergen en el dies domini/dies ecclesiae. En la misa dominical se concentra en la unidad de la fe ministerios y carismas; se activa y expresa la verdad profunda de la familia cristiana como ecclesia domestica; es el lugar de convergencia de los distintos grupos que dan unidad a la parroquia; se une en la misma mesa la Palabra, la Vida, y las distintas necesidades de los fieles; y por último, en la misa dominical se actualiza para los bautizados el mandato misional y el compromiso testimonial de su fe. Un catolicismo que negara la práctica de la misa dominical, se vería seriamente empobrecido en su fe, en la comunión y en la práctica del ser eclesial.
En la línea ecuménica la eclesiología eucarística parece presentar alguna dificultad, pues nuestros hermanos separados no parecen dar la misma importancia que la aquí expresada, pero sería un buen punto de partida la eclesiología bautismal, bien aceptada por todos en los distintos diálogos establecidos. Esa eclesiología bautismal, que entiende la incorporación del hombre a la obra redentora de Cristo en la Iglesia, debe estar en relación con una eclesiología eucarística que ve el aspecto dinámico y vital de esa acción redentora, no puede darse lo uno sin lo otro. Una eclesiología eucarística tiene la tarea de explicitar en qué sentido la unidad de la Iglesia incluye un centro que viene exigido por la identidad católica de la Iglesia, y no meramente por una cuestión funcional o administrativa. En la adecuada explicitación de este punto se centra el programa ecuménico que propone este trabajo.
La obra se antoja imprescindible para cualquier intento de exponer la fe eclesial en el mundo de hoy, en contextos plurales y difíciles; no sólo por causa de la claridad expositiva y de su evidente pastoralidad, sino también por la exhaustiva elaboración del material y el ingente esfuerzo en desarrollar los documentos más importantes en referencia al ecumenismo en la actualidad. Un trabajo que se agradece y del que se esperan feraces frutos para bien de la investigación ecuménica y del ser de la Iglesia.
Bernardo Pérez Andreo