Cada día, en este vertiginoso siglo que corre desbocado hacia ninguna parte, resulta más necesario afirmar la tesis de corte hegeliano que postula la realización o autorrealización de Dios en la historia de los hombres y en el mundo; pero, a la vez, esta tesis se torna problemática ante las pavorosas imágenes que nos bombardean a diario los media. ¿Cómo es posible que Dios se esté realizando en esta historia que padecemos a diario, donde millones de seres humanos sufren las calamidades más aterradoras y a la vez gratuitas?, nos preguntamos atónitos sin hallar respuestas satisfactorias a nuestra requisitoria. Es necesario que la teología haga de nuevo el esfuerzo por pensar la relación entre Dios y la historia de los hombres con el fin de hacer ver la relación estrecha entre uno y otra y justificar su pertinencia. Como lo hicieron los primeros discípulos para comprender la cruz de Jesús, así lo hicieron los cristianos que lucharon contra la ideología imperial romana y los teólogos ante el reto de la modernidad, especialmente Pannenberg. Hoy, en esta obra que abordamos, se trata de releer las tesis de Pannenberg para poder comprender mejor, en este mundo en tránsito fuera de la modernidad, la susodicha relación otra vez. La tesis primera de Pannenberg se cifraba en la Revelación como historia, el punto de partida estaba fijado en el Dios que se revela y lo hace históricamente para los hombres. A continuación hubo de hacer una fundamentación cristológica de esa misma revelación, porque Jesús de Nazaret es la revelación misma de Dios para los hombres en un momento concreto de su historia. Esta segunda tesis concluía con una tercera en la Teología sistemática, dominada por la problemática trinitaria. Como se ve, el proceso de la obra de Pannenberg es claramente inductivo: parte de la experiencia concreta de los hombres y llega a Dios mismo utilizando la escala que es Cristo, manifestación de Dios y expresión máxima del hombre. Podemos decir que se abrazan dos procesos diferentes y complementarios para expresar la relación entre Dios y el mundo. Uno es «por abajo», intuyendo quién es Dios desde la historia; otro es «descendente», percibiendo el mundo como creación de Dios y la historia como una realidad cuyo sujeto es Dios. Los dos procesos requieren, para su comprensión, de la fe y razón, ambas, en su estructura proléptica, comunican, expresan y explican el mundo como revelación de Dios y Dios como sujeto de la historia. De esta manera, aumentado su valor, la reflexión pannenbergiana es un instrumento utilísimo para el diálogo con el mundo moderno y el diálogo ecuménico e interreligioso porque, con una admirable coherencia, defiende los derechos de la teología, de la filosofía y de las ciencias.
La tesis que defiende Riaudel, emanando de la de Pannenberg, empieza directamente por afirmar sintéticamente que el mundo es la historia de Dios. Se trata de desplazar el acento hacia el Dios Trino, el Dios que se hace en su manifestación histórica, y no centrarlo en la propia manifestación. La revelación no deja de ser un medio para manifestar su intimidad más profunda, pero ésta se muestra como historia de los hombres, es decir, el mundo. Par defender su tesis, Riaudel, desarrolla cuatro capítulos con una estructura netamente inductiva y paralela a las tesis de Pannenberg. En el primero, La Revelación como autorrevelación indirecta (17-100), deslinda el terreno de juego de forma muy precisa: de un lado, acepta la crítica ilustrada a la religión que hacen Kant, Fichte o Lessing, admitiendo la necesidad de un concepto de revelación que pueda ser aceptable racionalmente, por ello, «la tarea de la teología moderna no es ni oponerse a la crítica de la Ilustración, ni ignorarla, sino recibirla positivamente» (25). Esto permite redefinir una teología de la Revelación en un sentido que rompe la definición barthiana de la Revelación como oposición entre el conocimiento revelado y el conocimiento natural. Paradójicamente, la aceptación de la crítica ilustrada supone una vuelta a las cristalinas fuentes bíblicas. La Palabra de Dios no es un conjunto de verdades sobrenaturales que deben ser creídas, no es, por tanto, una revelación directa de Dios, sino una revelación indirecta. La Biblia, en tanto que «totalidad de su decir y su hacer, la historia producida por Dios, muestra indirectamente que él es» (26). Dios se muestra indirectamente en la historia como revelación de Dios, sobre todo en los acontecimientos relacionados con Cristo. En ellos, la revelación no es la transmisión de una doctrina, sino la Palabra que expresa a Dios como Totalmente Otro.
En el segundo capítulo, dedicado a La teología como ciencia de Dios (101-190), se obtiene la primera consecuencia del capítulo precedente. Si a Dios se le conoce mediante una revelación indirecta, es decir, en las acciones históricas de Dios, estas forman parte de una ciencia: la teología como ciencia misma de Dios. Ahora bien, hay que decir que la teología es ciencia, por ser un conocimiento sometido a discusión racional, versa sobre la autorrevelación indirecta de Dios en la historia y, por ello, se encuentra entre el grupo de las ciencias humanas, más concretamente, se acerca a la antropología. No se trata de dar la razón a Feuerbach (la teología no es sino antropología), sino de construir un saber humano sobre Dios a partir de los datos mismos de la Revelación como historia. Según Pannenberg, hay dos fuentes de verdad, y por tanto de cientificidad, en occidente. Uno es el griego, verdad como patencia (alètheia), el otro hebreo, verdad como confianza (‘èmèt). Los dos, integrados, permiten comprender el carácter propio de la teología como ciencia donde fe y razón se dan la mano y se someten a los criterios de científicos y epistemológicos contemporáneos. Pero el interés de la teología está marcado por el acto de amor de Dios al hombre, por ello se inscribe como una ciencia del espíritu o ciencia humana, centrándose en la antropología. Pero «no se trata de una transformación antropológica de la teología, sino de una transformación teológica de la antropología» (177), porque el pensamiento teológico ha de afrontar cómo Dios determina la realidad creada por él, asimilando los resultados que los saberes humanos le proporcionan.
En el tercer capítulo aborda las relaciones entre teología y filosofía (191-286). Una y otra mantienen una relación privilegiada, sobre todo en una de las disciplinas fundamentales del conocimiento filosófico: la metafísica. Para poder llevar a cabo el proyecto anteriormente analizado, se hace necesario tener unos presupuestos metafísicos. El hecho mismo de hablar de Dios presupone un concepto del mundo que sólo puede ser determinado metafísicamente. Hablar del Dios que se revela en la historia, implica poseer un concepto de mundo y de hombre, además de la posibilidad de su conocimiento y comunicación, sin estos presupuesto metafísico el lenguaje sobre Dios, la teología, se torna imposible, ni como ciencia ni como nada que pueda considerarse humano, por ello «si la teología es ciencia de Dios, debe confrontarse con la filosofía» (192) y hacerlo sub ratione Dei. De esta manera, la teología se enfrenta cara a cara con todos los problemas humanos en el terreno propio de la disputa científica.
El último capítulo está dedicado a la Trinidad e historia (287-411), y supone la llegada, en este recorrido inductivo, al último peldaño: Dios mismo, su ser como historia. La historia no es algo alejado y distinto de Dios, ni siquiera la intermediación necesaria para el conocimiento de Dios debido a la finitud de nuestro conocimiento. La historia es la «mediación, constitutiva de su identidad, por la que Dios se nos hace presente» (287). Por tanto, la teología trinitaria se desarrolla a partir de una teología de la revelación, y esta tiene su punto de inflexión en los acontecimientos de la vida de Jesús de Nazaret como la revelación concreta, en la historia humana, de Dios mismo hecho historia personal. El Dios trinitario sólo es accesible a partir del Dios de Jesús, y este sólo es abordable desde el hombre Jesús. La encarnación, la vida, la predicación, la muerte y la resurrección, son acontecimientos históricos que nos permiten un acceso privilegiado al Dios Trinidad. A través del acto concreto de la historia, Dios Padre se hace, desde toda la eternidad, como Padre único del Hijo que se da en la Cruz. De esta manera, la historia fáctica no es algo accesorio para la divinidad del Dios Trino, sino que el Dios Trino se hace en la historia de los hombres mediante su propia revelación.
La lectura de este texto resulta sugerente, sus tesis son conocidas desde hace tiempo, pero el tono con el que se tratan les confiere un vigor renovado que las hace más atractivas, sobre todo en estos tiempos globalizados donde no termina de verse la relación de Dios con la historia. Mientras unos afirman que Dios les ordena sus masacres, otros lo utilizan para justificar sus guerras. Nosotros seguimos necesitando alguna aclaración en torno al problema de la injusticia y el mal, porque, repetimos, si Dios se hace en la historia unde mala? El recurso a la escatología no puede justificar el sufrimiento inocente de millones de seres humanos para los que la historia no es lugar de revelación ni de encuentro con Dios. Aún así, este trabajo de Riaudel, permite abrir nuevas vías de diálogo en el campo de la filosofía, la ciencia humana y el encuentro entre las religiones.
Bernardo Pérez Andreo
Esta si que es una labor útil que, algunos como yo, te agradecerán. Tu recensión puede que me haga comprar este libro. Revelación, Trinidad, historia, son temas que me interesan mucho. Desde luego hoy toda reflexión teológica sobre la Trinidad tiene que partir de la cruz de Cristo. Todo un acierdo esta sección de tu página. Gracias.
ResponderEliminarComo bien sabes, querido Martín, la sección de "recensiones" es la más leída de cualquier revista. Todos nos lanzamos rápidamente allá porque nos da referencias que se nos perderían. A mí me ha hecho mucho bien la labor que me han encomendado en CARTHAGINENSIA y ahora que dispongo de algo más de tiempo he pensado en ir subiendo las que ya tengo realizadas y las que realice de ahora en adelante.
ResponderEliminarUn abrazo