jueves, 17 de marzo de 2011

El núcleo perverso del cristianismo

Žižek, Slavoj, El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo, Paidós, Buenos Aires, 2005, 240 pp, 13 x 21 cm (Cauriensia Vol. II (2007) 654-655.).

Como buen ateo, Žižek vuelve al cristianismo como punto de partida y de inspiración para fundamentar una propuesta materialista crítica. Ya lo hizo en El frágil absoluto partiendo del concepto de Dios Padre –el absoluto frágil, ahora se ocupa de Dios Hijo –el núcleo perverso. No anuncia una tercera parte de lo que nos parece una trilogía, en la que es evidente que deberá tratar sobre Dios Espíritu, es decir, de la comunidad de los hijos en el Hijo, pero el tiempo nos dará la razón. En esta aparente segunda parte de la «trilogía trinitaria materialista», el elemento conductor se encuentra enunciado en el extraño título de la obra. La referencia hay que buscarla en la obra de Walter Benjamín, Discursos interrumpidos (Madrid, 1987, 177), en ella se refiere la antigua historia de un muñeco vestido a la turca que era capaz de ganar a cualquier contrincante en el ajedrez. El engaño residía en que no se trataba de un autómata sino que un enano jorobado, maestro en el ajedrez, movía desde su interior al muñeco. Esta imagen la utiliza Benjamin para explicar la relación entre el materialismo histórico y la teología. Si ésta, a modo de enano jorobado, utiliza al materialismo histórico como un autómata, podrá habérselas con cualquiera y vencer. El cristianismo, que posee un núcleo subversivo, y el materialismo histórico, que acumula la fuerza y la capacidad para el trabajo, pueden unirse en una simbiosis positiva para ambas y liberadora para el hombre y la sociedad.

La religión posee una doble función. De un lado una terapéutica que ayuda a los individuos a funcionar mejor en el orden existente; de otro lado una crítica que articula lo malo del orden existente abriendo un espacio a las voces del descontento. Desde esta segunda función, el cristianismo puede ser el núcleo de una crítica que articule la disidencia social. Pero a lo largo de su historia, el cristianismo ha tendido hacia la primera función, por ello necesita del materialismo como máquina que le conduzca por el camino adecuado de la crítica. Žižek sostiene que el núcleo perverso (léase subversivo) del cristianismo «sólo es accesible desde un punto de vista materialista y, viceversa, para ser un auténtico materialista dialéctico, uno debería pasar por la experiencia cristiana» (14). Esta experiencia consiste en la percepción insólita de que la Caída es la redención, «no se trata de que la Redención venga después de la Caída: la Caída es idéntica a la redención, es “en sí misma” ya la Redención» (162). Éste es el motor del cristianismo desde Pablo. Dios quiso que el hombre pudiera elegir caer, esa elección era en sí misma la redención de la situación preadánica de indiferenciación en lo Real. Una vez que el hombre ha caído, comienza la historia y con ella la redención, pero la misma redención es haber caído. La perversidad está inscrita en Dios mismo que puso las condiciones para que el hombre cayera porque quería que lo hiciera, mas por su propia decisión.

Si la Caída es redención, la Ley es amor. El ser caído, sumergido en lo Real que le exige realizarse, se ve perdido en el océano de lo existente, para poder existir necesita los límites precisos de la Ley. En los términos lacanianos utilizados por Žižek, la Ley es el orden simbólico que permite al ser humano insertarse en lo Real sin perecer. Sumergido en lo Real, el ser humano se siente nada, frágil, en una situación de deuda constante, en pecado. El pecado no es consecuencia de la Ley sino de su temerosa relación con lo Real, por su causa, «el sujeto experimenta su relación con la Ley como una relación de sometimiento, por cuya causa la Ley tiene que presentarse al sujeto como una fuerza extraña que lo aplasta» (160). Para liberar al sujeto de esta situación se requiere la intervención del amor que, de un lado es la expresión de la carencia y vulnerabilidad del sujeto, y de otro es la expresión de la superioridad de la carencia. Amamos porque no sabemos todo, pero aunque lo supiéramos el amor sería superior al conocimiento perfecto, como bien sabe Pablo. «El verdadero logro del cristianismo ha sido elevar a un Ser amado (imperfecto) al lugar de Dios, o sea, de la perfección misma. Allí está el núcleo de la experiencia cristiana» (158).

El amor ocupa el lugar de lo imaginario en la triada lacaniana, completada con lo Real (el pecado) y lo simbólico (la Ley). En esta triada, el amor ocupa el lugar de intermediario o demiurgo entre el pecado y la Ley, es el que permite al sujeto superar la angustia ante lo Real sin caer en el sojuzgamiento de la Ley. El amor es la superación de la Ley en su asunción y, por ello mismo, la domesticación de lo Real (el pecado) sin soslayarlo. He aquí donde se hace presente Cristo. Él es la presencia misma de lo Real despojado de su numinosidad; la Cosa misma que se entrega como Pecado para asumirse y entregarse en el cumplimiento perfecto de la Ley: es el Amor perfecto y perfeccionado. En su entrega, muere lo Real como numinoso y lo Simbólico como sojuzgamiento (la Ley), de modo que lo Imaginario se torna Real en lo Simbólico recuperado: el Espíritu Santo o la comunidad. Si hoy el cristianismo no tiene en cuenta el origen de su existencia perderá todo su virtualidad en el mundo, por ello, «para poder salvar su tesoro, debe sacrificarse, como lo hizo Cristo que debió morir para que surgiera el cristianismo» (235).

Esperamos con impaciencia la tercera entrega de esta inacabada trilogía trinitaria materialista en ciernes y auguramos unos resultados fructíferos para el cristianismo del siglo XXI. Como creyente cristiano y como teólogo, confío en la fe de los ateos como fuerza purificadora de la debilidad de los creyentes.

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 4 de marzo de 2011

Recepción y hermenéutica del Concilio Vaticano II

Routhier, Gilles, Il Concilio Vaticano II. Recezione ed ermeneutica,Vita e Pensiero, Milano 2007, 398 pp, 16 x 22 cm (Carthaginensia 25 (2009) 478-480).

No debe extrañar que sean tantas las obras que quieren apropiarse en este tercer milenio el espíritu de aquel valiente evento en la Iglesia católica. Un acontecimiento de aquellas dimensiones no podía ser asimilado en unos pocos años, de ahí que tanto el magisterio como la reflexión teológica hayan intentado asumir las iniciativas que el Concilio segundo del Vaticano puso como en semilla en unos pocos años. Según Pottmeyer, y en esto ha sido seguido por Kasper y Antón, la asunción de las aportaciones del Concilio se ha producido en una estructura dialéctica en tres fases que tienden a una síntesis. Una primera fase de entusiasmo, cargada de una gran fuerza innovadora, es seguida por otra fase de desilusión o reacción, y concluida con una fase de síntesis que aporta coherencia a los datos obtenidos. En la actualidad, nos vemos ante una época de frialdad eclesial ante el Concilio, cuando no de verdadera renuncia a sus postulados más importantes, no sólo en lo litúrgico. Quizás por ello se hace más importante elaborar una obra como la que tenemos ante nosotros del profesor Routhier. En las casi cuatrocientas páginas tenemos un buen balance de los cuarenta años de aplicación del Concilio, su recepción y la hermenéutica que nos permita apropiarnos adecuadamente sus resultados.

La primera de las temáticas tratadas es la de la recepción. Es importante comprender este término, porque recepción no es la mera aplicación de la normativa emanada, ni tampoco una consideración más o menos general de lo que el Concilio quiso decir. No, se trata de la asimilación e interpretación creativa de lo que aporta el Concilio, pero en una Iglesia local, no tanto en el conjunto de la Iglesia, por ello la labor de recepción no puede estar concluida. Recibir es también re-crear, es darle vida aquí y ahora a la vida que se esconde tras las iniciativas conciliares. Es necesario hacer una balance de esta interpretación creativa en todos los ámbitos del ser eclesial. A lo largo de los once capítulos del libro, el autor intenta poner en claro cuáles son los avances y los retrocesos en esa recepción, casi resurrección, del Concilio Vaticano II. El movimiento ecuménico, la liturgia, la eclesiología, la reforma de la curia romana, los laicos, los ministerios, el movimiento mariano y el intento hermenéutico son los desarrollos más importantes a analizar.

En todos estos desarrollos ha habido pequeños avances, pero una ausencia palmaria: la falta de una conciencia de un corpus definido por el Concilio, más que un conjunto de enseñanzas o textos más o menos coherentes. El Concilio, como voluntad de Dios para su Iglesia, puede ser leído como un todo unitario. A esta tarea se han puesto varios autores, principalmente el fallecido Alberigo, Peter Hünermann, Christoph Theobald y el propio Routhier. Entre todos ellos podemos encontrar una enseñanza coherente del Concilio, un verdadero corpus, no un agregado de textos que pudieran ser interpretados de forma separada o inconexa. Desde ahí, Alberigo ha podido presentar el Concilio como un acontecimiento epocal, un momento de revolución en la concepción del catolicismo, no tanto como un desarrollo doctrinal más del magisterio eclesial. El Concilio no fue una época de cambio Es en la Iglesia, sino un cambio de época. En esa misma línea, Hünermann explica que el Concilio se deduce de la lógica de la situación eclesial, de ahí que el tiempo histórico cobre una importancia inusitada, sin él no puede comprenderse cabalmente lo que allí sucedió. Su significado implica la afirmación de Rahner de que el Concilio supone el paso de una Iglesia europea a una Iglesia mundial, diríamos hoy que global.

Siguiendo en la línea de pensamiento de los dos autores previos, Theobald afirma la existencia de un centro que permite unificar los distintos documentos. Pero este centro no está tanto dentro como fuera, en el margen. Se trata que el lector sea capaz de asumir el acontecimiento para hacer una adecuada hermenéutica, pero esto sólo lo puede hacer teniendo presente tres principio. Uno horizontal o fraterno, otro vertical o teológico y el centro donde se encuentra ambos, la Iglesia o eclesiológico. Desde aquí, Routhier ha realizado su propuesta de unidad basada en una lectura transversal del corpus conciliar. Esta tal lectura no se interesa por los elementos que puedan resultar disonantes, sino más bien por aquellos que son constantes a lo largo de los textos conciliares. Estas constantes conciliares suponen el núcleo explicativo, el mínimo necesario que permite la unidad del corpus textual. Las diferencias, cuando las hay, pueden ser reconducidas desde los elementos que funcionan como motores de coherencia.

Como conclusión hemos de plantear si es necesario convocar un nuevo Concilio. La respuesta debe ser ambigua. Si la convocatoria de un Concilio, por ejemplo el Vaticano III, no va acompañada de la profundización de la connatural conciliaridad de la Iglesia, lo que verdaderamente importa quedará sin tratarse, a saber, la confesión de la fe, el anuncio del Evangelio y el testimonio. He aquí la cuestión importante, el Concilio es una expresión de la conciliaridad eclesial, y ésta es la manifestación de la comunión divina. Convocar otro concilio sólo tiene sentido si es exigido por los nuevos tiempos dentro de un ambiente de conciliaridad a todos los niveles: parroquial, diocesano, universal. Si esta es la apuesta que tenemos que hacer, entonces se hace más necesario que nunca recuperar el esfuerzo de imaginación y de creatividad puesto en práctica y exigido por el Concilio Vaticano II.

Bernardo Pérez Andreo

sábado, 12 de febrero de 2011

Libertad religiosa y dignidad humana

Martínez, Julio L., Libertad religiosa y dignidad humana. Claves catolicas de una gran conexión, San Pablo-Comillas, Madrid 2009, 370 pp, 14,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 26 (2010) 460-461).

Decía Luhmann que la religión es una mediación de sentido entre la inmanencia y la trascendencia y en cuanto tal cumple una función social que es difícilmente sustituible. Quizás algunos han pensado que podrían mantener un orden social apropiado sin una religión que ejerza adecuadamente sus funciones y por ello han pretendido que la religión quede sometida en todo a los poderes públicos. Esta realidad, que en España, como siempre y como en todo, se hace más evidente que en el resto de occidente, ha venido denominándose secularización, pero más debería llamarse laicismo. Porque la secularización debe ser entendida como un proceso natural de emancipación de la sociedad civil y la adecuación de la religión a sus funciones, estipuladas por la tradición durkheimiana que expresa Luhmann. Y el laicismo no sería sino una erupción fundamentalista de una mal entendida secularización. Para mediar entre todos estos conceptos: secularización, laicismo, religión y libertad, Julio L. Martínez propone un recorrido por las claves que en la Doctrina Social de la Iglesia unen libertad religiosa y dignidad humana, porque bien parecería que son indisociables y no puede haber aumento de una sin incremento de la otra, y tampoco podría haber merma en una sin poner en peligro la otra. Es evidente que esto lo tiene claro la doctrina católica, hoy, porque ayer más bien veía imposible el poder compaginar la libertad y la dignidad. Véase si no el ominoso Syllabus que entre todos los errores modernos los peores son los relacionados con la libertad. Claro que el autor tiene mucho cuidado en empezar recordando que la Iglesia fue la campeona contra la libertad durante demasiados siglos, pero, en una pirueta de vértigo, se cambió el signo de las percepciones eclesiales y se giró copernicanamente hasta llegar al Concilio Vaticano II, donde Dignitatis humanae sanciona tanto la necesidad de la libertad humana como la dignidad inherente al hombre en su constitución religiosa.

Juan Pablo II, en su largo pontificado, tuvo tiempo de situar en su lugar la Doctrina Social sobre la libertad y la dignidad. Su aporte es una continuación conciliar con varios puntos sobresalientes. En primer lugar, deja claro que el fundamento de la libertad religiosa está en la misma dignidad humana; esa libertad es la condición para el diálogo interreligioso y la paz; la libertad religiosa es un derecho humano fundamental que no puede tener coerción alguna y debe ser promovido por el derecho positivo; en aquellos regímenes donde no se reconoce esta libertad religiosa se atrofia la libertad humana. Dicho esto sin ningún tipo de memoria, que antes bien nos haría avergonzar a los creyentes, claro; pero para qué remover las aguas. No vaya a ser que resulte que las palabras escritas por Lefebvre en misiva sin miramientos al pontífice, resulten ser el reverso del ser de la doctrina promovida oficialmente. Veamos qué decía este obispo resucitado en estos últimos tiempos: que la Santa Sede instiga el indiferentismo religioso, que el ecumenismos es apoyado por Vos (sic), que las reformas posconciliares complacen a herejes, cismáticos y enemigos de la Iglesia y que la liberación de la coacción en materia religiosa arruina la autoridad y la moral. Y después de esto aún siguió ejerciendo y aún hoy siguen haciéndolo. En fin, que los muertos resucitan, pero que no deben resucitar estas ideas ni mantenerse ocultas en la sacristía mientras decimos misa.

Después de hacer este recorrido por la Doctrina Social sobre el tema, el autor dedica el resto de esta impagable obra a tratar de forma sistemática el problema de la dignidad humana y la libertad. Primero desde la perspectiva teológica estricta de la dignidad, después desde la antropología teológica y moral social para fundar la libertad en la dignidad, y para acabar una reflexión sobre la laicidad en medio de una sociedad plural. Para lo primero recurre al concepto netamente cristiano de imago dei que es el que funda la dignidad humana. El hombre, imagen de Dios, no puede ser utilizado como objeto, sino que siempre es sujeto de derechos, entre ellos la libertad religiosa. Si el mal puede afear esta dignidad, recurrimos al Crucificado como respuesta definitiva al mal y a la deriva atea antihumanista. Desde esa obvia posición teológica, la dignidad de la imagen fundamenta la necesidad del respeto a la libertad. Sólo puede ser el hombre un ser responsable si lo es libre. Un ser no libre no puede ser responsabilizado de sus actos y dentro de la libertad hay una serie de elementos que deben ser respetados para que el hombre se haga a sí mismo. Uno de esos elementos es la religión, sin la que el hombre no podría cumplirse de forma absoluta como ser autónomo. Por tanto, la dignidad funda la libertad, pero la libertad exige responsabilidad, ante todo en un mundo global que afecta a todos de forma muy precisa. Se hace necesario elaborar una ética global para un mundo globalizado en donde los seres humanos han de vivir en libertad.

En el último capítulo, el que reflexiona sobre los debates actuales sobre laicismo y laicidad y el diálogo en una sociedad plural, nos encontramos el núcleo último y definitivo de la Doctrina católica sobre la libertad religiosa. Únicamente es posible que la libertad sea vivida de forma humana si se acompaña a esta con un concepto de verdad acorde al hombre. La libertad hunde sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión (Veritatis splendor). Sólo una vida en la verdad puede fundamentar correctamente la libertad y sólo la libertad hace de la vida una verdadera vida humana. Libertad en la verdad y verdad en la libertad permiten una apertura al diálogo con el otro que se torna encuentro con lo otro. El diálogo entre religiones, desde la verdad y en libertad, es otro nombre para la comunión. Dicho así suena muy bien, pero el aire que se respira hoy es muy diferente al que estaba en el ambiente en los días del Concilio. No terminamos de ver en las reflexiones hodiernas el espíritu de antaño; no terminamos de oír el tono de las palabras que el mundo, atónito, escuchó de boca de la Iglesia en el kairós conciliar, aunque es bueno que se nos recuerden de vez en cuando, como hoy ha hecho Julio L. Martínez.

Bernardo Pérez Andreo

martes, 18 de enero de 2011

Un solo bautismo, una sola Iglesia.

Bernardini, Paolo, Un solo battesimo una sola chiesa. Il concilio di Cartagine del settembre 256. Prefazione di Simone Deléani, Il Mulino, Bologna 2009, 524 pp, 15,5 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 467-468).

Lo que el autor persigue con esta obra está escrito en las tres últimas líneas de la misma: “todas estas interpretaciones […] nos dan una imagen diferente del concilio, un retrato poco convencional, pero igualmente importante para su comprensión” (444). Quizás hayan sido las imágenes demasiado convencionales las que nos impedían ver con claridad el aporte del concilio de Cartago del año 256. La imagen “tradicional” insistía en la dureza de la percepción eclesial de Cipriano y su empeño en la exclusividad de la salvación dentro de la Iglesia. Es tristemente famoso su extra ecclesiam nulla salus, que muchos, entre ellos el actual pontífice, han ayudado a comprender mejor, pero que no deja de ser utilizado como martillo de herejes. Y no está mal porque ese y no otro es su contexto interpretativo validado. Si extraemos esas palabras de su contexto histórico y eclesial, perderemos su verdad esencial. Cuando Cirpriano afirma que los que han abandonado la Iglesia y han herido su unidad no pueden conferir lo que no tienen, en este caso el sacramento del bautismo, está haciendo una afirmación profunda sobre el ser eclesial. La pregunta que debían responder en el año 256 versaba sobre el ser de la Iglesia, no sobre una simple cuestión pastoral o canonística. Y en estas es en las que hace falta un profundo rigor histórico, como el que Bernardi abre a nuestro entendimiento con este magnífico ejemplo de investigación histórica y visión eclesiológica latente.

Poner los hechos históricos en su contexto es como poner las cosas en su sitio: nos permite tener una visión real de las mismas. Cuando algo se saca de su contexto, cuando pierde su sitio, cuando es desubicado, entonces más parece un cuadro Pop Art, sin lazos, sin contexto, sin vida, sin nada, que una realidad viva y presente. Bernardi dedica 500 páginas a poner las cosas en su sitio y dejar un sitio para cada cosa. No se le escapa nada a este cazador metódico. Primero hay que preparar la munición, abundante y de diverso calibre, según las piezas a cazar. O lo que es lo mismo, 100 páginas de apéndices, índices, bibliografía y fuentes varias que atestiguan la meticulosidad de la preparación y la abundancia del material disponible. No hay otra manera de convencer a los incrédulos que con carretadas de evidencias. A continuación hay que tomar el mapa y dividir el territorio para hacer la batida. Es importante tener claro el objetivo a cumplir y el camino a seguir. Nada mejor, por tanto, que dedicar 40 páginas a introducir el tema y 20 a concluir la misión: bien está lo que bien acaba. Y no se puede decir que no acabe bien. Cuando uno ha leído la introducción y la conclusión se siente eximido del resto del camino, pero el apetito se ha abierto y ahora necesita ir probando cada bocado, para saborearlo y meditar sus aromas, para consumirlo y asumirlo hasta no poder dudar ya más de la nueva imagen que nos propone el autor.

Tenemos ya los aparejos y el plan de salida, sólo resta salir a batir la pieza, o las piezas, porque son varias. En primer lugar hay que empezar por la cuestión del bautismo en la tradición conciliar y ver el tema desde Tertuliano, el concilio de Agripino, los sínodos de Asia menor y, por fin, el concilio del 255. Todo esto nos permite abatir la primera pieza: en la cuestión del bautismo, Cipriano plantea la cuestión del ser eclesial entero. Los herejes no pueden dar lo que no tienen: la gracia; no basta la fe en Cristo del bautizado, se necesita que esa fe se exprese eclesialmente como fe trinitaria; la Iglesia es la que sufre fielmente en la persecución y persevera hasta el fin, no puede ser iglesia aquella que ha abandonado en la prueba. Esto así dicho puede ser tomado como fundamentalismo, más en los tiempos que corren, pero es posible verlo también como un simple tomarse en serio las cosas, esas mismas cosas que estando bien situadas nos permiten entendernos como seres humano, o en nuestro caso como creyentes. Si la Iglesia permaneció no fue gracias a los que abandonaron en la prueba.

Con nuestra primera pieza al hombre podemos intentar la mayor: el concilio de septiembre del 256. El estudio detenido de los documentos, así como de otros textos, nos permite ver la dificultad que el problema del bautismo de herejes había planteado. La logística necesaria para movilizar más de setenta obispos en el siglo III, no puede ser hoy imaginada, sobre todo teniendo las persecuciones y el malestar del imperio echando el aliento en la nuca de los cristianos. Debía ser un tema importante el que les reunía, y lo era. Se trataba de la unidad de la Iglesia, de la necesidad de tener un sentir común que se tradujera en prácticas eclesiales homologables, diríamos hoy, no uniformes. La mejor manera que tiene la Iglesia de hacer esto, y debería copiar la sociedad, es en un sínodo en el que se evidencia que somos una unidad, pero que cada uno es de su padre y de su madre. Por eso, lo que el concilio buscaba, querido o no, era dar un signo de unidad, saber quiénes son y para qué han sufrido tanto, encontrar una unidad que sólo se alcanza por medio de la pluralidad, ser, en fin, imagen de la Trinidad.

La última pieza a obtener es una pareja escurridiza: las sentencias de los obispos en el concilio y los ecos que provocó durante siglos en África y oriente. Porque hay que decir que no es un concilio menor del que se pueda pasar sin más de él. Las historias de los concilios al uso no recogen la meticulosidad con la que este concilio examina todos los temas debatidos, la pluralidad de posturas, la fuerza de los argumentos y, cómo no, las profundas conclusiones de gran calado eclesial. Una simple lista de los temas tratados puede bastar a cualquier paladar para insalivar con fruición: bautismo, Trinidad, comunión, salvación, gracia, pureza, herejía, unidad, libertad… Estos son algunos de los temas, porque en último término, aquél fue un Concilio, sí con mayúscula. Pero claro, ya se sabe que la historia la escriben los vencedores y aquellos cristianos vencieron con su sufrimiento al imperio, pero sus sucesores no pudieron ni con las tropas musulmanas ni tampoco con la impaciencia romana. Al fin, sólo resta desear buen apetito al lector y buenas futuras cazas al autor.

Bernardo Pérez Andreo

lunes, 3 de enero de 2011

Ángeles y demonios

Bonino, Serge-Thomas, Les anges et les démons. Quatorze leçons de théologie catholique, Parole et Silence, Paris 2007, 351 pp, 15 x 23,5 cm (Carthaginensia 23 (2007) 542-543).

Como el propio autor reconoce en la introducción a esta obra «la enseñanza sobre los ángeles y los demonios no es el corazón de la fe cristiana. Se trata de una doctrina lateral, marginal, de una verdad periférica en la jerarquía de las verdades reveladas». No obstante y siendo esto cierto, no lo es menos que sigue formando parte de esas verdades reveladas, mientras no haya un pronunciamiento explícito en contra por parte del magisterio, como ha sido el caso del famoso limbo en el que permanecerían los niños muertos sin haber recibido el bautismo. Por tanto, para preservar la fe de manera íntegra, será necesario exponer esta parte periférica, lateral y marginal del dogma católico, a eso se ha dispuesto el autor con precisión y extensión: catorce lecciones de teología católica que imparte el autor y que dejan huella en el carácter pedagógico de la obra, destinada a alumnos de teología y con la intención de llenar el hueco que sobre esa materia existe en el panorama teológico internacional. La obra intenta «cubrir una falta y prestar un servicio a la enseñanza de la teología» (12).

En filosofía y en ciencias humanas se ha perdido mucho cuando se utiliza al chimpancé como el punto de referencia para lo humano. Si se compara al hombre con el mono, se tira hacia abajo en su consideración y dignidad, por ello, el ángel es el que debe ser el punto de comparación. Digamos que miramos hacia arriba cuando utilizamos a los ángeles como instrumento o laboratorio de pensamiento que nos permita conocer al hombre metafísicamente. Lo mismo se puede decir en teología. La angelología conduce directamente al teólogo a precisar numerosas nociones centrales en su disciplina, desde el sentido de la creación hasta la naturaleza de la Iglesia, pasando por el designio divinizador de la Trinidad, la universalidad de la providencia y el lugar que ocupa Cristo en la economía salvífica. Por otro lado, el discurso sobre Satanás y lo demoníaco, es la clave del misterio del mal, siendo así inseparable de una teología integral de la Redención como liberación, amén de poner en juego un gran número de temas de la reflexión cristiana sobre el mal. Pero el objeto primario de una angelología es hablar de Dios, es decir, conocer mejor, si eso es posible, a Dios. La única forma posible es a través de su manifestación: la creación o los seres creados, entre ellos los ángeles: seres puramente inteligibles que participan de la sabiduría divina y que pueden revelarnos características de Dios en tanto su creador.

Este curso de teología está estructurado en catorce lecciones y estas en cuatro secciones. La primera sección, Los datos tradicionales y su interpretación (15-109) abarca las cinco primeras lecciones y sienta las bases de estudio del curso. Empezando por los datos de la Escritura, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y siguiendo por la reflexión de la Tradición, desde los Santos Padres, especialmente San Agustín, hasta Santo Tomás de Aquino, concluye en la reflexión sobre la actualidad de la propuesta angeleológica, cuya conclusión sería doble, de un lado es un dato revelado y además es útil, pues aporta un conocimiento inteligible sobre el mundo creado. En primer lugar, porque la existencia del mundo angélico engrandece la dimensión social y cósmica de la vida cristiana, y segundo, porque atestigua que el Reino no es una utopía sino que tiene su lugar en ese mundo festivo de la gloria angelical (107-108). La segunda sección, Naturaleza angélica (111-169), está conformada por tres lecciones. En ellas se explica el estatuto metafísico del ángel. Aunque la inteligencia humana no pueda tener ningún conocimiento directo de las substancias inmateriales, sí puede, con la ayuda de la fe, llegar a un cierto conocimiento de las propiedades genéricas de esas substancias, aplicando por analogía a la substancia angélica lo que sí conocemos como propiedades metafísicas generales del ser creado. La propiedad esencial del ser angélico es el conocimiento intuitivo y por tanto libre de error. En la tercera sección nos encontramos con La aventura angélica (175-219), que explica, en dos lecciones, la creación, la vocación y la potencial caída del ángel por la que deviene demonio. No es esta cuestión de poca importancia, porque todo lo creado por Dios es bueno y los ángeles son criaturas divinas llamadas a la beatitud perfecta, por ello cuesta explicar el porqué de su caída, que no es otro problema que el del origen del mal. Si todo mal viene por el pecado, el pecado que cometen los ángeles, según la toda la tradición, es un pecado de orgullo. El ángel ha sentido herido su propio orgullo cuando el hombre ha sido elevado a su dignidad, incluso por encima. El primero de los ángeles en pecar fue el que más alto estaba en el orden angélico, de él se deriva todo el mal posterior (212).

Para concluir, la última sección en cuatro lecciones, aborda la acción de los Ángeles y demonios en la historia de nuestra salvación (227-305). La explicación es sencilla: existe una jerarquía celeste cuya cabeza es Jesucristo, Jefe de los ángeles, que ha sido enviado a los hombres mediante la Encarnación para reformar los efectos de la caída de Adán. En la tierra se disputa una lucha entre la Ciudad del mal y los enviados del cielo que derrotarán a aquella. El problema que nos asalta es aquel mismo que Ricouer imputaba a San Agustín: cuando hemos de luchar fuertemente contra una herejía, corremos el riesgo de caer en ella al utilizar sus mismas armas argumentales. Si Agustín, en su lucha antignóstica, se tornó cuasignóstico, con una exposición de la angeleología que intenta huir del sinsentido de la existencia del mal, podríamos caer en el error opuesto: el sinsentido de nuestra propia fe. Aun así, el esfuerzo se agradece por intentar conservar íntegro el depósito de la fe, sin restar nada al mismo y evitando excrecencias no deseadas.

Bernardo Pérez Andreo

martes, 28 de diciembre de 2010

Locura y realidad

Choza, JacintoArechederra, Juan José, Locura y Realidad. Lectura psicoantropológica del Quijote, Thémata, Sevilla, 2007, 204 pp, 15 x 21 cm (Carthaginensia 24 (2008) 227-229).

La risa y la locura han ido de la mano a lo largo de la historia de la literatura. Siempre se asoció a los locos con una cierta incapacidad para mantener la compostura social. Una risa histérica era la muestra de que esa persona había perdido la razón o el seso. Pero lo que Cervantes nos viene a mostrar con su magna obra es precisamente lo contrario: la risa es la única posibilidad de escapar a la locura de lo real; la locura es la única forma de escapar a la cordura de este mundo pervertido. Como nos indica Jacinto Choza en el prólogo, de Don Quijote recibimos “el don de la risa, de una risa que es comprensión y piedad universales” (18). En la obra se produce un trastrueque de la concepción de locura y cordura, realidad y ficción. Cómo va a estar cuerdo alguien que acepta un orden real que implica el sufrimiento de una enorme masa social; cómo va a ser real un orden social en el que la injusticia se extiende hasta límites inimaginables; cómo puede ser identificada como locura la actitud de quien quiere arreglar el mundo desfaciendo los entuertos creados por los hombres. Sólo el don de la risa nos salvará de la locura de creer que este mundo está cuerdo.

Para llevar a cabo esta labor era necesario que se unieran dos especialistas de ramas del saber diferentes. De un lado un catedrático de antropología filosófica y de otro un médico psiquiatra. Entre ambos intentan desentrañar la maldición de Narciso en la que ha quedado aprisionada la modernidad cartesiana. Si Descartes encerró su ego en el solipsismo del cogito negador del otro, Cervantes dejará claro que la mismidad nace de la preocupación por los otros sufrientes, como en aquel famoso capítulo 48 en el que afirma Don Quijote que su conciencia se forma en la atención a los menesterosos. Jacinto Choza y Juan José Arechederra, se reparten el trabajo de aportarnos el hilo de Ariadna que permita salir del moderno laberinto narcisista.

Arechederra, como psiquiatra, afronta la locura de Don Quijote en dos capítulos que conforman la primera parte del trabajo (23-61). En el primer capítulo, dedicado al ámbito médico-psiquiátrico, hace un recorrido por diez autores que han tratado la cuestión de la locura del Quijote. Desde Ramón y Cajal hasta López Ibor, pasando por Castilla del Pino. Después de repasar las opiniones de estos autores, casi todas en la línea de justificar una cierta locura en Cervantes que habría proyectado sobre su personaje, Arechederra defenderá la tesis opuesta: “a don Quijote no puede vérsele ni tratársele como a un enfermo”. A continuación se pregunta: “¿y si loco significara otra cosa en el texto cervantino?”, pregunta que contestará en el segundo y último capítulo de su colaboración, intitulado ámbito filosófico-literario. En él, para empezar, afirma la absoluta desemenjanza entre el mundo cervantino, donde lo humano nace de la preocupación por el otro que está necesitado, y la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental weberiana (51). El Quijote se torna una obra de la más absoluta antimodernidad. Al negarse a aceptar la racionalización de la sociedad moderna, don Quijote, se convierte en adalid de todos los proyectos utópicos que han intentado salir de la cárcel de inhumanidad moderna. Con Unamuno, hemos de aceptar que “está loco el que está solo” y que “una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva” (61). Esta afirmación de Unamuno puede ser leída en cualquiera de sus sentidos y sigue siendo válida.

Por su parte, Choza, elabora la mayor parte de este libro en un estudio llamado Risa y Realidad y dividido en seis capítulos donde desgrana el proceso que va desde el encantamiento del mundo hasta la risa como actitud fundamental: la risa quijotesca. En el primer capítulo de los seis propone la tesis de que el proyecto surrealista que ha desacreditado la realidad en el siglo XX ha desembocado en el nihilismo trágico en que nos encontramos. Este encantamiento de lo real se lleva a cabo por los científicos, conocedores de lo verdadero y lo falso y que demuestran que la realidad sólo son átomos en movimiento y fuerzas mecánicas; también por los intelectuales conocedores del bien y del mal; y los artistas que fabrican monstruos, hadas y guerreros. Todos ellos han desencantado el mundo y vuelto a reencantar a su gusto. No así Cervantes. En su Don Quijote, nos ha mostrado la realidad de los hombres sencillos, capaces de ver el mundo en su diafanidad pura, en su donación absoluta. Tras la catástrofe moderna, el Quijote es el único libro que puede ser leído, decía Malraux, “porque se acerca al corazón del pobre hombre para reconocerlo como entrañable”, porque es “una colección de relatos de pobres hombres”, nos dice Choza (86).

Si la locura nos salva de una realidad deforme, la risa nos salva de la abstracción ideal. La risa rescata al hombre de su alienación en lo ideal, en lo objetivo, en lo representado, cura al hombre de “esa obnubilación que se inicia en Parménides y en Narciso” (134). La risa hace al hombre estar en su propio terreno y no volar hacia regiones ideales construidas heterónomamente. Mediante la risa, el hombre se sumerge en el caos originario del que emerge una realidad verdaderamente humana, una realidad de gozo, comunión, vida abierta y compartida. “Esa es la relación de la risa y la locura con la vida y la sabiduría” (190). El que sabe reírse de sí mismo y de lo que le rodea es más humano y capaz de hacer un mundo humano, como un santo decir sí. La risa y la locura se parecen mucho al gozo del acto creador del universo. Cervantes, en Don Quijote, recupera la locura de la risa ante un mundo que se ha alejado de la realidad lúdica y del gozo de un vivir espontáneo. Aunque suene a tópico, hoy más que nunca se hace necesario releer el Quijote como una obra de humor redentor.

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 10 de diciembre de 2010

En qué Dios creemos

Vide Rodríquez, Vicente, ¿En qué Dios creemos?, PPC, Madrid 2008, 175 pp, 14,5 x 22 cm (Carthaginensia 25 (2009) 214-216).

Cuando alguien se dice creyente debería justificar su posición. No explicitando su fe, sino diciendo cuál es el dios en el que cree, o mejor, cuál es el dios en el que no cree. Es más fácil conocer a alguien mediante la negación. De hecho, el cristiano se identifica por su no fe en los dioses de este mundo, por ello fueron perseguidos los primeros cristianos. Su asebeia les hacía reos de muerte ante el imperio. La falta de piedad con ellos estaba a la altura de su obstinación por seguir a uno que decían asesinado por Roma. Es evidente que se lo merecían, si nos atenemos a las normas imperiales, y que ese merecimiento nos puede iluminar hoy, ante un mundo decrépito y en cierre por demolición.

El profesor Vide ha querido volver a explicar qué Dios es ese en el que creemos los cristianos. Lo ha hecho porque cree que los tiempos vuelven a estar maduros para proponer, de nuevo, la fe como una alternativa creíble en este mundo plural, diverso y multiforme. Si la religión ha vuelto, el cristianismo debe aprovechar la ocasión para hacerse un hueco, pero sólo lo conseguirá si es capaz de convencer de su virtualidad en este nuevo mundo reencantado. Aceptamos la tesis luckmanniana de que la secularización sólo supone el fin de una religión que no acepta el pluralismo ideológico, moral y político, pero también aceptamos su reverso en Berger: los extremos son necesarios para autojustificarse. Hay una nueva religión, la religión del mercado que somete las conciencias con total suavidad, pero que dispara las aversiones más brutales, lanzando a seres humanos como misiles contra el centro de las vivencias del mundo secular occidental. Los hombres-bomba son la respuesta desesperada a los logos-bomba de la publicidad mediática. Es decir, el fundamentalismo está aquí porque la religión verdadera no ha sabido llenar el ansia de sentido del ser humano; es el fruto de una derrota, y debemos reconocerla.

Hace bien Vicente Vide en volver a intentarlo, en volver a exponer los elementos de la fe: la revelación, lo sagrado y lo profano, la esperanza… pero, sobre todo, hace bien en no volver a hacer un manual ni un tratado. De eso ya hay mucho y, a veces, no bueno. El autor propone “una síntesis de lo fundamental de la fe cristiana en pocas páginas” (7), y lo hace bien, muy bien, porque consigue expresar de forma ágil, cosa que en teología siempre se agradece para que no parezca un mastodonte medieval, las cuestiones esenciales de la fe cristiana sin que resulte artificial. Se ha dicho que el teólogo es alguien que da respuestas a preguntas que nadie le ha realizado. No sucede eso con Vide. Sus respuestas son consecuencia necesaria del mundo en que vivimos. Ojear el índice lo puede probar. En los primeros seis epígrafes desarrolla las cuestiones básicas de teología fundamental: lo sagrado y lo profano, la idea de religión, la experiencia religiosa, la revelación cristiana, la fe y el supermercado de creencias, y las características de la fe cristiana. Con lenguaje actual y comprensible presenta unos nuevos preambula fidei del mundo postmoderno. Como él mismo nos dice: “ante el retorno de lo sagrado, no necesitamos ni sacralizaciones, ni profanaciones, ni retornos de cristiandades neoimperialistas y fundamentalistas, ni cruzadas laicistas beligerantes, sino trascendencias en la inmanencia e ‘imaginarios’ religiosos que promuevan la dignidad de las personas” (19). Esto se consigue con una religión simbólica, no con una religión diabólica. La primera da lugar a una cita con lo sagrado, la segunda a un desencuentro con el sentido, execrable y dañino (31).

La religión cristiana es simbólica por esencia y permite el encuentro con el Dios de vida que otorga sentido a la existencia, por eso la revelación cristiana es revelación del sentido, porque se expresa como una palabra que da vida y permite convivir a los hombres. Esta dimensión de la fe cristiana la hace especialmente necesaria en un mundo donde el sentido se etiqueta y embotella para su consumo privado. En un mundo sin esperanza pero lleno de ilusiones se termina expeliendo desengaño y el hombre cae en el sinsentido. La fe cristiana responde a esta cuestión con una palabra que se expresa comunitariamente al hombre de hoy.

Los epígrafes del siete al diez recogen la esencia de la fe cristiana: la fe trinitaria. Qué significa creer en Dios Padre, qué significa creer en Jesucristo, qué significa creer en el Espíritu Santo y, en fin, en qué Dios creemos. Esta es la parte dogmática de la obra. No basta con presentar la fe como plausible y necesaria para el hombre, hay que exponer el contenido formal de nuestra esperanza y hacerlo con los datos bíblicos y sistemáticos que la tradición nos ha legado. El resultado es preciso y claro: el Dios en que creemos es amor entregado en la historia humana por medio de su hijo, un ser humano que sufrió y que nos entregó el don del Espíritu para que la historia se tornara en amor y misericordia. El Dios en que creemos es el Dios de Jesús, un Dios solidario, no solitario, que crea creadores, de vida y no de muerte, fiel, bondadoso y verdadero, un Dios de misericordia que impulsa nuestra donación dándose Él mismo, un Dios Amor.

Estamos, en definitiva, ante un libro útil y necesario, que los cristianos recibirán con provecho y al que los que no se consideren cristianos podrán recurrir para poder conocer el cristianismo tal y como hoy se entiende en la teología y en la mayor parte de la Iglesia. Es un libro magnífico para poder entablar un diálogo fructífero con el mundo secularizado y con las otras religiones.

Bernardo Pérez Andreo

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Fuera de la Iglesia no hay salvación

Sesboüé, Bernard, «Hors de l’Église pas de salut». Histoire d’une formule et problèmes d’interprétation, Desclée de Brouwer, Paris 2004, 396 pp, 15,5 x 23 cm (Carthaginensia 25(2009) 223-225).

Una fórmula magisterial tiene la ventaja de aclarar el terreno en el que los teólogos se mueven en sus reflexiones en bien de la Iglesia, pero en ocasiones las fórmulas se parecen más a las reliquias familiares que hay que preservar que a los aparejos que permiten vivir. El propio cardenal Congar expresaba con cierta ironía la dificultad que reside en un axiomafaussement clair. Pues todo el que lo expresa cree saber con qué intención lo hace, y todo el que lo escucha, mejor o peor, cree entenderlo. Pero, desde hace cinco siglos, justo a partir del momento en que el pétreo axioma se vio enfrentado a su máximo límite, ha ido cayendo de forma paulatina en un limbo dogmático donde duermen el sueño de los justos aquellas realidades teológicas que han perdido el Sitz im leben que las vio nacer y les daba virtualidad operativa.

Decimos cinco siglos, porque fue el descubrimiento de nuevas gentes allende los mares, gentes que nunca habían recibido el Evangelio y que no podían estar condenados por una culpa no cometida, el que provocó la reflexión ante la perplejidad. ¿Sería Dios tan injusto de haber condenado a hijos a los que no se había revelado de forma directa e inmediata? Para resolver este dilema se echó mano de artificios teológicos que permitieran salvar la literalidad del dogma, la bondad y justicia divinas y la tozudez de una realidad que no quería dejarse encerrar en definiciones. Pero el resultado fue nulo y, como siempre sucede en nuestra amada Iglesia, cuando algo no se puede explicar, se lo arrincona en el baúl de los dogmas no impugnables. No es esto lo que quería hacer Sesboüe. Es todo lo contrario: intentar comprender la profundidad de una afirmación que sigue siendo válida para los católicos y para el resto de seres humanos. El problema está en la comprensión del adagio y esta solo puede venir de una reactualización vital del axioma, es decir, hay que encontrar el contexto en el que se puede entender.

Lo primero que hace el autor es delimitar los términos de la cuestión. Nada mejor que analizar las decisiones magisteriales y poner a la vista las mismas contradicciones del magisterio. Mientras el Concilio de Florencia declara la condenación al fuego eterno de todos aquellos que quedan fuera de la Iglesia, el Concilio del Vaticano II, en Lumen Gentium y en Gaudium et Spesdeclara la asociación de todos los pueblos al misterio pascual de una manera sólo conocida por Dios. Todo hombre está llamado a la salvación, los medios que Dios utiliza para conseguir su propósito nos son desconocidos, pero su voluntad salvífica universal prevalece sobre los medios por los que esta pueda o no llegar.

Si comparamos los dos textos magisteriales, vemos una clara contradicción en el dogma. Ambos textos poseen el mismo grado de valor dogmático, y ambos están en contradicción, al menos como están expresados. Aún así, no debemos caer en la fácil tentación de negar la validez del axioma, porque este no es marginal sino que toca los elementos esenciales de la fe cristiana, a saber: la salvación y la Iglesia como instrumento de la misma; la posibilidad de asociar a todos los hombres a la salvación de Cristo; la tarea misionera de la Iglesia; la relación entre la libertad y la Gracia; la unicidad salvífica de Cristo y la relación de la Iglesia con Él. Además de estas cuestiones esenciales de la fe, también encontramos elementos esenciales de la teología, como la hermenéutica de los textos bíblicos, de los textos dogmáticos y de las realidades eclesiales. Las soluciones propuestas han enriquecido el quehacer teológico y abren pistas de reflexión académica y escolar de un gran valor docente y discente. Dicho en palabras de Ratzinger recogidas por Sesboüe: “si la pretensión de exclusividad desaparece, es la Iglesia misma la que parece estar en cuestión” (13).

La obra intenta recuperar el valor de la fórmula a lo largo de once capítulos repartidos en dos grandes bloques. En el primer bloque traza la interpretación histórica de la fórmula, desde el inicio hasta los documentos del Vaticano II. Para hacer este recorrido, comienza por los antecedentes bíblicos en los que aparecen las dos dimensiones de la problemática: la voluntad salvífica universal de Dios, y la necesidad de una mediación reconocida para ello. Será Orígenes quien lo formule con precisión: fuera de la Iglesia, nadie está salvado. Posteriormente, Cipriano, Agustín, Lactancio y Ambrosio irán dando forma y justificación a la fórmula, hasta que Fulgencio de Ruspe la formalice de manera radical, lanzando al fuego eterno a los paganos y a los judíos, es decir, no sólo a los que abandonan la Iglesia, sino también a los que siempre estuvieron fuera. Pero será la Edad Media la encargada de aportar la completa y definitiva carga doctrinal del axioma, determinando la necesidad de pertenencia a la Iglesia católica bajo el romano pontífice. Se trataba de precisar el ámbito de aplicación de la salvación, y este sólo podía definirse de manera jurídica.

Durante los siglos XVI al XVIII, encontramos que la teología se debe enfrentar a la inclusión de las nuevas gentes dentro de su propia formulación doctrinal de la salvación. La solución magisterial residirá en distinguir entre salvación y gracia. Si bien fuera de la Iglesia romana no hay salvación, sí que hay gracia. Todos los hombres reciben la gracia que les impulsa hacia la Iglesia. Pero será la diatriba con el mundo moderno en el siglo XIX, recordemos el Syllabus y el Concilio Vaticano I, la que llevará las posiciones hasta el paroxismo. Su máxima expresión será la formulación popular en los catecismos. La fórmula era inculcada en las conciencias con una dureza extrema, hasta el punto que resultará casi imposible de modificar su férrea materialidad cuando cambien las circunstancias sociales y eclesiales en el siglo XX. Durante este siglo cambiarán las perspectivas desde las que se analizan la cuestión de la salvación. Una visión más existencial e histórica hará variar el punto de partida. No se trata de la salvación jurídica, o de una perspectiva extrínseca, sino de la salvación personal, de las circunstancias de cada cual. Un hito en esta cuestión será el número ocho de Lumen Gentium. Si la Iglesia de Cristo subsistit inla católica, otras realidades eclesiales pueden vehicular la salvación y, por tanto, sí hay salvación fuera de la Iglesia. De la misma manera que los no católicos pueden salvarse, los no cristianos también están asociados al misterio pascual de algún modo. Toda salvación, como dijera de Lubac, viene de la Iglesia, pero ésta no se reduce a la dimensión jurídica.

El segundo bloque, que abarca los capítulos 9, 10 y 11, intenta una reflexión sistemática entorno a la hermenéutica de textos magisteriales. Es una puesta al día y una asunción de las consecuencias que tiene para la Iglesia el análisis de los textos de la Tradición y su interpretación. Recogiendo los logros de este camino elaborado por Sesboüe, encontramos que el Magisterio tiene un deber ineludible de interpretar los textos que le han sido revelados, ese deber implica también el reconocimiento de una deuda. El magisterio siempre está al servicio de la revelación, no es revelación propiamente dicha. Para cumplir la misión de interpretar los textos, la Iglesia entera ha sido agraciada con la infalibilidad, de modo que, en cuestión de fe, no pueda fallar. Formalmente, el magisterio es el que ejerce esa infalibilidad como servicio a la Palabra y al pueblo creyente. Para cumplir con tal infalibilidad en la interpretación, la Iglesiadebe tener presentes unos principios metodológicos: la Palabra de Dios echa palabra humana debe ser interpretada usando todos los métodos para la interpretación de textos; cualquier método que valga para interpretar la Escritura vale, mutatis mutandis, para la interpretación de los textos magisteriales; toda interpretación magisterial es perfectible, de ahí que tenga necesidad de interpretación y adaptación a las circunstancias históricas, porque una formulación dogmática no ejerce su autoridad de la misma manera sobre los contemporáneos que en su devenir histórico; toda formulación dogmática debe ser interpretada según el conjunto de la tradición y el sentido de la fe, aceptando la jerarquía de verdades y la jerarquía de documentos.

Creemos que la obra aporta una manera de enfrentar los problemas de interpretación que han surgido en los años posteriores a la reforma conciliar. Muchos creyeron que se podía hacer borrón y cuenta nueva e inventar la fe ab novo, pero la fe tiene unos cimientos tan antiguos como la propia historia humana y nada se construye, que sea humano, sin contar con la tradición, mucho menos en la Iglesia. La fidelidad a la tradición es la única vía para construir un futuro verdaderamente humano, pero se necesita que el dogma sea flexible, de lo contrario, como decía Avery Dulles, sería de una extrema fragilidad. La única manera de que una estructura se conserve es que sea flexible, “es la flexibilidad la que permite a una estructura subsistir en un mundo en mutación” (378-379).

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 4 de noviembre de 2010

Henri de Lubac. Biografía I.

Chantraine, Georges, Henri de Lubac, t.I. De la naissance à la démobilisation (1896-1919), Études Lubaciennes VI, Les Éditions du Cerf, Paris 2007, 746 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 477-478).

El presente volumen es el primero de una serie de cuatro que integran una biografía monumental dedicada a Henri de Lubac. Una magna tarea a la altura de la magnitud del personaje y de la época que le tocó vivir. Se trata del complemento necesario al proyecto de edición de sus Obras Completas en cincuenta amplios volúmenes en esta misma editorial, junto con la reciente publicación de Carnets du Concile. El proyecto atiende a un método perfectamente delineado: escribir una biografía total, articulando estrechamente vida y obra, y respetuosa con el carácter específico del hecho religioso. Para ello, este primer volumen, nos regala la posibilidad de seguir paso a paso al futuro jesuita en sus relaciones familiares, sus estudios primarios en Bourg-en-Bresse, después en Lyon, y sus estudios de secundaria en un colegio jesuita. Podemos ver al joven de Lubac en sus relaciones de amistad y tomando ya los primeros modelos vitales. Son los felices años de la Belle Époque, que precedieron a la Gran Guerra, como se conoció entonces a la Primera Guerra Mundial. Son años de crecimiento y búsqueda en un ambiente familiar religioso, profundamente católico, donde aprendió a orar y a poner su propia vida ante el Señor. Estos años van a ser los de la decisión definitiva de la vida, una vez desmovilizado al concluir la guerra. Hasta ahí llega el presente volumen.

La obra está estructurada en nueve capítulos, precedidos por una magnífica introducción a la época y rematados con una precisa conclusión que recoge los datos en un hilo sistemático. En el primer capítulo asistimos a los años que median entre el nacimiento y la obtención del baccalaureatus. Son años de intensa relación familiar y de formación escolar en distintos centros por los que pasa el infante. En estos años se va a encontrar con el deporte y el teatro, con la poesía y con la retórica, también con la filosofía, pero lo decisivo será la llamada de Dios que el joven Henri va a vivir como una abandono a la voluntad divina, como un dejar en manos de Dios su propia vida, es el tiempo de la vocación.

En los siguientes dos capítulos dos vemos ante los años universitarios y de noviciado, son apenas tres porque pronto llegará la guerra, pero son bastante intensos, años de juventud rebosante que De Lubac aprovecha para el aprendizaje que va a suponer la base de lo que en el futuro será fruto. Estudio, lectura, predicación, oración, amistad y las primeras conferencias y artículos en los que se ve la promesa de lo que después encontraremos en el cardenal. Pero la guerra supondrá un corte en todo este proyecto que se prometía feliz. Pronto tendrá que ser movilizado y recibirá una dura instrucción militar, pero es más duro todavía lo que viva en el campo de batalla, especialmente en el molino de sangre que fue Verdun. En el capítulo cuatro se nos narra todas estas experiencias y se continúan en el quinto, especialmente sus marchas al frente, las instrucciones militares y los mementos de reposo. Vemos a un militar preocupado por el curso de la guerra y por la obtención de una paz justa y duradera, pero también vemos al patriota que quiere servir a su país.

En los capítulos sexto y séptimo, nos encontramos con el Henri interior, aquel que ser refugia en su fe y sus lecturas en medio del fragor de la guerra, el que vuelve de permiso a su caso y con sus amigos. Son momentos importantes para él. Su relación familiar resulta decisiva, sus amistades, especialmente con sus hermanos jesuitas y también los momentos de soledad, esa soledad que depura y acrisola. La vida religiosa tendrá un lugar especial en estos tiempos de dificultad. La celebración dominical, las fiestas litúrgicas, la misa cotidiana y los oficios religiosos van a conformar definitivamente al hombre y al religioso. Cuando caiga herido y tenga que permanecer dos meses hospitalizado, se mostrará su enorme vitalidad. Aprovecha todo el tiempo posible. Retoma, hospitalizado, el noviciado e intenta seguir lo más rápidamente posible su recuperación. Tiene unas ganas enormes de continuar con su vida y las heridas sólo lo fortalecen. Del combate saldrá un hombre probado por la violencia del fuego, acostumbrado a las zanjas y hecho a la lentitud de los movimientos del ejército en batalla. Con este bagaje estará dispuesto para la desmovilización (último capítulo), momento en el que habrá sido todavía más un laico que un hombre religioso, pero un laico que ha conocido muy bien como es el frente y la vida del pueblo gracias al ejército. El joven Henri está preparado par su futura vida, una vida que será dura y exigente, pero él lleva sus alforjas bien repletas. Ha aprendido a ver en esta vida, en este mundo, la santidad de Dios por medio de la Iglesia; ha aprendido la necesidad del compromiso que pone en juego la propia vida incluso; ha aprendido a respetar y a valorar, pero también a relativizar. Se opondrá tanto al socialismo como al liberalismo, pero sabrá interesarse por la cuestión social, por los pobres y por el drama humano. Se mantendrá fiel al papa a los obispos, pero sabrá poner los puntos sobre las íes cuando sea necesario.

Esta obra, la primera de la biografía del futuro cardenal, está completado con una serie de anexos, apéndices e índices que aportan una valor extra al volumen, no sólo es una biografía, también un ensayo sobre la vida de uno de los teólogos más importantes del siglo XX, y uno de los personajes más vitales de la historia europea.

Bernardo Pérez Andreo

lunes, 25 de octubre de 2010

Teología Simbólica

Bernard, Charles André, Teología Simbólica, Monte Carmelo, Burgos 2005, 531 pp, 15 x 21 cm (Carthaginensia 23 (2007) 525-527).

Desde que la teología tomara la segura senda del pensamiento metafísico de manos del mundo griego dependiente de Aristóteles, los frutos más valiosos y los resultados más amargos se han alternado constantemente. Lo que se ganaba en claridad, a veces, se perdía en profundidad y se cerraban algunos caminos al Misterio de Dios. De esto fueron muy conscientes los iniciadores de la escuela de Tubinga. Möhler escribió su impagable Simbólica, pero se hace necesario superar el idealismo e ir más atrás en la recuperación de la más viva tradición teológica de corte apofático que bebe en los grandes místicos. Estos descansan en las interpretaciones del Pseudodionisio que a su vez se une a la tradición más esotérica cuya punta de iceberg son las palabras de Platón en las que confesaba acercarse al mito a la par que envejecía. En esta tradición se inserta este hermoso trabajo de Bernard, quien reconoce que la teología ha disfrutado de una rica expresión conceptual desde que tomó el camino expedito de la ciencia, en cambio, la expresión figurada y la práctica ritual han quedado un tanto desasistidas por la ciencia teológica, es hora de subsanar esta carencia para dar plenitud a la vida que se desborda del Espíritu de Amor de Dios.

La obra está simbólicamente estructurada: tres partes con tres capítulos cada una. En la primera parte intenta determinarse qué sea la actividad simbólica. Para ello es necesario delimitar los términos con los que trabajamos, de lo contrario no podremos entendernos cabalmente, por tanto hay que definir la actividad simbólica como «aquella actividad del espíritu que, para expresar la vida religiosa y espiritual, se apoya constantemente en la experiencia sensible de la que es la prolongación natural» (14). El capítulo I concreta el campo en el que se mueve lo simbólico entre la metafísica, el mito, el psicoanálisis y la teología. Lo simbólico es un movimiento hacia el espíritu (cap. II). El simbolismo nace para expresar el empuje de la naturaleza hacia los valores o hacia Dios que, en su acción salvífica, mueve por el Espíritu la naturaleza y la historia, haciéndose todo signo, sacramento y símbolo. El símbolo es una búsqueda de Dios (cap. III) en los tiempos vitales, los espacios naturales, en la belleza en suma. Esto implica que hay una simbólica de la búsqueda de Dios (segunda parte). La principal dificultad de esta búsqueda consiste en establecer un orden que respete la realidad del devenir espiritual, marcado por la triada: purificación, iluminación, unión. El autor principal de esta búsqueda que se transforma en divinización del hombre es el Espíritu Santo que opera en nosotros y puede ser considerado el que pone en movimiento, el que acompaña y el mismo ambiente en el que se mueve. Este Espíritu no puede ser teológicamente definido pero sí reconocido en los símbolos bíblicos: es viento, agua, fuego, voz, paloma o soplo. El Espíritu es el que conduce todo el movimiento de búsqueda hacia su plenitud en la consumación, esta puede ser representada simbólicamente mediante la Cruz. «La Cruz se extiende hacia atrás recuperando el pasado; luego se proyecta hacia el avenir; penetra en la tierra y se lanza hacia el cielo» (394), la Cruz es un potente símbolo del movimiento espiritual de búsqueda de Dios que incluye el sufrimiento y la glorificación. Esta búsqueda consumada nos deja ante la tercera y última parte: la transformación simbólica.

El símbolo no sólo tiene la capacidad de expresar la vida espiritual, sino que tiene una función transformante mucho más radical, la trasformación de la conciencia constituye su fin primario, tendiendo a una integración cada vez más estable entre el propio yo, el mundo y Dios. Pero no permanece en una mera transformación de la conciencia personal, su finalidad es la transformación del mundo, referido a la vida de Cristo y la realidad del Reino. Si la Cruz es el símbolo del movimiento espiritual, la Encarnación es el símbolo de la transformación. En la Encarnación somos transformados por el amor misericordioso de Dios a los hombres; somos introducidos en una vida plena para la humanidad que, a modo de escala, vive la Encarnación como la unión de la naturaleza humana y la divina y como camino de divinización. El fin de la Encarnación redentora forma parte del misterio más fundamental que es la efusión del amor de Dios a sus criaturas; Cristo manifiesta que el hombre es el objeto del amor de Dios, que lo ha creado y redimido. La Encarnación es el símbolo de la trasformación que se vive eficazmente en la Liturgia, entendida como vida del símbolo. La Liturgia bautismal y el misterio de la eucaristía, donde los elementos sensibles más sobresalientes de la vida humana son elevados a principios de la vida espiritual transformante, son la expresión más concreta del simbolismo de la Encarnación, porque «desde el momento en que el Verbo de Dios se hace carne y se inserta en la historia de la humanidad para volverse al mismo tiempo centro y polo de atracción, todo el orden del universo se establece en una nueva relación con la Divinidad, que es Espíritu y Vida. El misterio de la Encarnación significa la asunción por parte del Hijo de Dios de una naturaleza humana singular y, a través de ella, la instauración de un lazo concreto con el mundo: por una parte con el universo material, por otra con el mundo de la historia» (513).

Esta hermosa obra de Bernard sí que viene a llenar un vacío extremo en el ámbito de la teología conceptual. Ésta tiende a trabajar desde la categoría de analogía, pero el mundo natural y el mundo social no pueden ser considerados desde esa única, aunque necesaria, visión, sino que hemos de aportar la más rica aún perspectiva simbólica. Ella es capaz de unificar todos los aspectos que la filosofía clásica había separado con merma del resultado. Naturaleza y espíritu, hombre y mundo, historia y sufrimiento, Dios y teología… todos estos elementos pueden ser unificados sin confusión y sin división, en una mezcla vital salvífica que eleva a la humanidad hasta los cielos nuevos y la tierra nueva. Quedamos agradecidos al padre Bernard por el don de esta preciosa efusión del Espíritu en la teología. ¡Qué el Señor nos conceda, en la teología, saber vivir a la vez que pensamos!

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 15 de octubre de 2010

Agustinismo y teología moderna

Cardinal de Lubac, Henri, Augustinisme et théologie moderne. Sous la direction de George Chantraine, sj, avec la collaboration de Mgr Patrick Descourtieux. Présentation de Michael Figura. Œuvres complètes XIII. Les Éditions du Cerf, Paris 2008, XXV + 488 pp, 13,5 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 211-212).

En el prefacio que hizo el autor para la edición alemana nos dice cuál es el propósito de esta obra y de la que será la segunda parte, Mystère du surnaturel, intentar rebatir el dualismo en el que los tiempos modernos se han instalado y del que la teología no ve la manera de poder salir. Si la teología había caído en un dualismo de corte platónico y esto le había acarreado innumerables críticas, amén de todos los errores que podía inducir en la propia visión de la fe, el tiempo moderno ha caído en un dualismo de un nuevo género. La psicología, la sociología, la historia y la filosofía, con ciertos teólogos, han caído en la separación radical, llegando al abismo, entre razón y fe. Este dualismo que degenera en un monismo racionalista, vuelve a abrir la fosa entre Dios y el hombre y tiene sus máximos representantes en las tendencias extremas como el ateísmo socialista, el ateísmo inmanentista y la absolutización de un «humanismo positivo» para el que la gracia sería algo así como una alienación.

La obra completa, denominada La libertad de la gracia, en sus dos partes antes citadas, pretende restituir una comprensión compleja de la relación entre Dios y el hombre, la razón y la fe y la naturaleza y la gracia. Sólo una reconsideración de estos elementos puede dar cabal entendimiento al hombre en el mundo y de cara a Dios. Para ello el autor empieza por el agustinismo, como la teoría responsable de un pensamiento sobre la gracia y la naturaleza que ha tenido consecuencias deversas en la teología y que es, para bien o para mal, el origen de esta reflexión, tanto para los teólogos como para los filósofos. Por ello, este primer volumen en su edición original francesa, consta de nueve capítulos donde se aborda tanto el pensamiento de Baio y Jansenio como el del tomismo conservador del siglo XVI y los diversos problemas planteados : estado de naturaleza y deseo natural, el problema de la beatitud y del estado primitivo ; así como los desarrollos que han tenido lugar hasta hoy.

Pero de Lubac también se cuida en la obra de señalar que el Concilio Vaticano II ha preferido omitir la utilización del lenguaje natural-sobrenatural. El Concilio no lo ha usado porque ha creído superada la terminología, no así el problema que subyace, de ahí que se necesite una nueva terminología más en consonancia con la ciencia moderna y con la reflexión del mundo de hoy, sin caer en el dualismo que hemos comentado. Por ello, el cardenal intentará sentar las bases del problema para avanzar hacia nuevas formulaciones de los viejos problemas, algo imprescindible si no se quiere que la teología quede obsoleta e incapaz de dar respuesta. Una cosa es afirmar que Dios quiere la salvación de todos los hombres y que por ello los ha dotado con todos los medios para ello, y otra cosa es decirl en un lenguaje que ya resulta ininteligible sobre fines sobrenaturales que tampoco hacen honor al pensamiento propiamente cristiano y corren un grave riesgo de dejar el pensamiento ante el peor de los peligros : el dualismo y la gnosis subsiguiente.

El volumen es el número XIII de las obras completas del cardenal de Lubac, y como los demás tiene una preciosa factura. Cuenta con una presentación esmerada a cargo de Michael Figura. Se ha añadido una bibliografía muy completa que de Lubac no incluía en las ediciones francesa y alemana y en la que puede cotejarse la ingente cantidad de referencias que manejaba el cardenal. Asimismo, se incluyen cien páginas con las traducciones de los textos latinos que contiene la obra, lo cual puede resultar útil para el lector no preparado en la lengua de Virgilio. Y como culmen de esta magnífica edición dispone de un índice de nombres que permite encontrar rápidamente cualquier autor en el texto, obra de Patrick Descourtieux junto con la bibliografía y las errata.

Como el buen vino, esta obra gana con los años, y adquiere una solera que hará las delicias de aquellos que quieran encontrar fundamentos en su intento por reformular la fe en el contexto actual de pluralismo epistémico en que estamos sumergidos. Las ciencias necesitan ser tomadas en serio por la teología y muchos son ya los servidores de la Palabra que se han puesto manos a la obra, para todos ellos puede ser una iluminación volver a leer un texto que en el siglo XXI suena mejor que en su época, porque hoy no produce estridencias, como así hizo en su momento, y puede resultar, visto lo visto, como profético.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 7 de octubre de 2010

Ortodoxia y herejía

Bauer, Walter, Orthodoxie et hérésie aux débuts du christisnisme, Les Éditions du Cerf, Paris 2009, 348 pp, 14,5 x 23,5 cm (Carthaginensia 26 (2010) 217-218).

Estamos ante una nueva reedición de la obra fundamental de Bauer en donde propone las tesis de sobra conocidas pero poco aplicadas en la teología, tesis que sí se tienen en cuenta a nivel histórico, pero que el gremio teológico, más preocupado por la dogmática, no ha tenido suficientemente presente. Quizás sería necesario que estas reediciones se instituyeran como norma no escrita para conseguir que los estudiosos no olviden lo que no es novedad editorial. La editorial Cerf ha querido hacer la traducción francesa del original alemán con el fin de hacer también una puesta de la obra en el candelero, porque reconoce que la lengua de Balzac no contaba aún con una traducción, traducción que en tierras de Iberia se pospondrá sine die.

Digamos de entrada la tesis tan afamada de esta obra y que se resume con absoluta facilidad, manteniendo esta tesis la belleza de las cosas sencillas en las que uno cae cuando se las muestran y ya la razón no puede sino asentir: en los orígenes del cristianismo, la ortodoxia y la herejía no mantienen una relación de jerarquía donde la herejía sería siempre de segundo orden, sino que la herejía es la representante original del cristianismo en numerosas regiones. Esta tesis no ha podido ser rebatida en sede histórica, pero la teología no la ha tenido en cuenta por utilizar un criterio más ceñido a la elaboración del canon que al devenir histórico. Si canónicamente es cierto que la herejía es secundaria, históricamente también lo es que no es así.

Bauer parte de las ideas que la propia ortodoxia tenía de sí misma y cuya concepción nace en el siglo segundo. Las principales consideraciones de la Iglesia primitiva respecto a sí misma y a la herejía son básicamente cuatro: Jesús reveló su doctrina de forma perfecta y pura tras su Ascensión a los apóstoles, estos se repartieron el mundo y cada uno anunció el Evangelio en una región diferente, este Evangelio continuó propagándose gracias a la acción de los discípulos de los apóstoles, algunos llevados por ideas erróneas y para herir a la Iglesia, transmiten doctrinas falsas, son los herejes, pero la ortodoxia, esta es la cuarta y última consideración, es invencible por descansar en la verdad del Espíritu, mientras la herejía es obra de Satanás.

Esta ha sido la historia contada por la tradición hasta casi nuestros días, pero la historia efectiva no nos aporta esta visión tan lineal. La historia lo que nos muestra es que “ortodoxia” que los vencedores de la contienda doctrinal otorgaron a su propia concepción del cristianismo. No entramos en si eso debía ser así o no, porque en historia no existe el deber ser sino lo que realmente fue. Otra cuestión es la perspectiva pseudohegeliana que entiende que el vencedor de la historia justifica retrospectivamente todos los hechos y transforma lo real en racional, aunque la historia contradiga casi a cada paso este dictum.

La obra se estructura en diez capítulos en los que se abarca todos los aspectos posibles sobre los inicios del cristianismo. Los dos primeros son espaciales: Edesa y Egipto son las regiones donde el nacimiento de la herejía es más fuerte y los textos reflejan esta realidad. A continuación en los tres capítulos siguientes aborda las cartas de Ignacio de Antioquia, de Policarpo y de Clemente como la configuración de la ortodoxia. Para los capítulos del sexto al noveno queda la controversia entre ambas posiciones, los medios de su combate y los escritos que dan fe de la dura batalla que supuso la obtención de un cristianismo uniforme en el imperio romano. El capítulo décimo supone un resumen de todo lo expuesto y la aplicación concreta del método histórico al estudio de los orígenes del cristianismo tal y como lo conocemos.

Si exponemos de forma sistemática los logros de la obra tenemos que la ortodoxia es la forma normal del cristianismo en Roma y los territorios occidentales, mientras que al este de Hierápolis es la herejía el modo normal del cristianismo. Hacia el año 100 se entabla un combate “a muerte” por Roma para controlar el cristianismo en el orbe conocido. Se extiende su control a Corinto y avanza hacia el este. Para los comienzos del siglo segundo, la Iglesia Católica se identifica con la totalidad cristiana y para fin del siglo, la conciencia romana distingue netamente entre la Iglesia Católica o Gran Iglesia y la massa perditionis de heréticos. Mientras en el lado de la ortodoxia hay unidad, en el de la herejía es imposible, su rasgo esencial es la diversidad. Nadie puede imaginar un frente común de entre marcionitas, montanistas y valentinianos. Esta característica de pluralidad es la que le hace débil frente a la ortodoxia, pero no fue esta la causa decisiva del triunfo de la ortodoxia, ya romana, sino que lo fueron los acontecimientos históricos: las zonas donde la herejía tenía más fuerza, sea en África o en Asia, sucumbieron al avance del Islam y a la simbiosis con otras tradiciones religiosas, con ello perdieron su impronta netamente cristiana y lo cristiano quedó identificado con la ortodoxia romana.

La obra se completa con dos suplementos a cargo de Georg Strecker, el primero sobre la cuestión judeo-cristiana, que en la obra de Bauer quedaba necesitada de actualización, y otro sobre la obra en los distintos autores contemporáneos de Bauer, como Bultmann. Esta última parte de la obra sirve como cierre del círculo, quedando el resultado final perfecto. Por eso decimos que estamos ante una edición magnífica que no sólo actualiza la obra sino que la sitúa con absoluta precisión en su contexto y en el nuestro. Es urgente plantearse una traducción al castellano.

Bernardo Pérez Andreo

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