Geffré, Claude, De
Babel à Pentecôte. Essais de théologie interreligieuse, Les Éditions du Cerf, Paris 2006, 364 pp, 13,5
x 21,5 cm ( Carthaginensia 47 (2007) 246-248) .
El antiguo director de la prestigiosa colección Cogitatio Fidei lleva muchos años
pensando y escribiendo sobre la problemática de la hermenéutica del
cristianismo en el contexto difícil y exigente del diálogo con las otras
religiones dentro del mundo moderno o postmoderno. Desde que publicara El cristianismo ante el riesgo de la
interpretación (1983), no ha dejado de pensar y repensar un cristianismo
para los nuevos tiempos. En esta última obra nos ofrece un conjunto de
artículos, en concreto dieciocho, escritos a lo largo de los últimos doce años
y aparecidos en las más prestigiosas revistas de teología. En ellos aborda la
problemática del diálogo interreligioso en el contexto del desafío que la postmodernidad,
entendida como «el paso del saber absoluto a una hermenéutica del testimonio»
(8) y su contexto religioso plural, ha lanzado al cristianismo. Para ello
persigue tres objetivos: en primer lugar, comprender el sentido teológico de la
evolución de la teología de las religiones a partir de la publicación de Nostra aetate del Concilio Vaticano II;
en segundo lugar, dar razón teológica del pluralismo religioso para asentar un
fundamento teológico al diálogo interreligioso; por último, aprovechar el
diálogo interreligioso para una mejor inteligencia de la singularidad del
cristianismo como religión del Evangelio.
Estos tres objetivos se cumplen en la obra en las tres
partes en que se agrupan los artículos. En la primera parte, No hay
otro nombre (15-130), que envía al texto de Hch 4, 12, trata de
mostrar la paradoja misma de la encarnación: la presencia del Absoluto de Dios
en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret que nos conduce a no
absolutizar el cristianismo como una vía de salvación excluyente de las otras.
Para ello se coloca en el frontispicio del diálogo interreligioso las
condiciones que harán que sea un verdadero diálogo: 1. el respeto al otro en su
diferencia; 2. ser fiel a sí mismo, es decir, a la tradición propia; y 3.
buscar un terreno común, la unidad en la diversidad. Caso de no darse estos
tres principios a la vez, corremos el riesgo de falsear el diálogo, como ha
recordado la Dominus Jesus, es decir,
«que bajo pretexto de favorecer el diálogo interreligioso, ponen en cuestión el
carácter único de la mediación de Cristo y están tentados de relativizar la
revelación cristiana como revelación completa y definitiva» (47). Salvado este
riesgo, el pluralismo religioso debe ser valorado como «un misterioso Designio
de Dios» (63), como un principio teológico que debe poner en guardia al
pensamiento cristiano. Éste Designio
exige nuevos modelos interpretativos en el campo de la teología, por ello, el
autor acuña el término revelación
diferenciada (65) para coordinar la unicidad de Cristo para la salvación
humana y el principio del pluralismo religioso. De esta manera, «la Revelación
en Jesucristo no excluye otras “palabras de Dios” de las que otras tradiciones
religiosas puedan ser portadoras» (67). La apuesta decidida de Geffré es por un
pluralismo religioso inclusivo (113) que
tiene su base en la dimensión kenótica
del cristianismo. Inclusivo porque reconoce el valor de las otras
religiones alrededor de la Revelación plena y definitiva que aporta el
cristianismo; pero inclusivo también porque la unicidad del cristianismo es de
relación y no de exclusión: la kénosis de Cristo, su muerte y el hueco vacío de
la tumba, han constituido al cristianismo como una Ausencia originaria (77), su ser está en relación, de ahí que la
unicidad de la revelación cristiana deba ser relacional; de un lado definitiva
e insuperable, de otro, histórica y limitada (130).
En la segunda parte, Para
una teología interreligiosa (131-262), se trata de establecer la
fecundación mutua de las tradiciones religiosas en el contexto postmoderno,
pero sin confundir una teología interreligiosa con una historia comparada de
las religiones. Son tres los ejes principales que articulan esta segunda parte
de la obra: el diálogo doctrinal con el Islam, la responsabilidad histórica de
los monoteísmos, la configuración de una comunidad mundial. En primer lugar se
considera que todas las religiones están unidas por una voluntad común de salvación-liberación (144). Además de esta
exigencia salvífica general, los tres monoteísmo se unen por la afirmación de
que Dios se ha manifestado y ha manifestado su voluntad a los hombres. Esta
manifestación ha quedado por escrito y una comunidad está a cargo de su
interpretación y difusión. El problema, por tanto, es hermenéutico. La Palabra
de Dios, con mayúscula, queda consignada y constreñida por las palabras humanas
que la expresan, «se hace necesario pasar por un texto fijado gráficamente para
acceder a una palabra originaria» (163), entra así de lleno el problema de la traducción, en sentido literal: traducir
un texto desde otro idioma, y en sentido existencial: traer el texto a unos
hombres concretos. En este traer y llevar se juega la importancia de la
comunidad que, en último término, recrea los textos en cada contexto. En este
sentido, el diálogo actual entre el Islam y el cristianismo, puede aportar
nuevos horizontes en el diálogo interreligioso y en el ámbito político de
formación de una comunidad mundial humana. Si en el plano doctrinal el diálogo
es difícil, dado que cada uno reafirma su unicidad absoluta, en el plano
político puede prestar un sercicio a la edificación de una comunidad humana más
justa (184). Teniendo en cuenta que la modernidad misma se constituyó como un
gran desafío para ambas religiones, las dos deben hacer un frente común por un
compromiso histórico a favor de los hombres y contra las injusticias «del
imperialismo de la ley del mercado que es el más frecuente motor del fenómeno
de la mundialización» (202). En la situación actual del mundo y de las
religiones, el cristianismo puede aportar una salvación que es, a la vez, una
solidaridad humana y una solidaridad entre Dios y el hombre (249).
La tercera parte, Misión
e inculturación (263-342) nos muestra cómo el diálogo no suprime la
urgencia de la misión de la Iglesia, pero modifica su estilo. El cristianismo
debe ser capaz de ir hasta Asia para llevar su mensaje: «más allá de las aguas
del Jordán y del Tíber, es también necesario arriesgarse sobre las aguas del
Ganges» (11). Como es reconocido por los grandes documentos del magisterio, la
Iglesia es misionera por naturaleza, forma parte de su ser, es una necesidad
interna. Ha recibido la misión de manifestar a todos los hombres el amor de
Dios revelado en Cristo, si no hiciera esto no sería la iglesia de Cristo. Pero
el diálogo forma parte intrínseca de la misión. No puede considerarse la misión
como una imposición sino como una exposición sincera y humana de la verdad de
Cristo. Para ello, la Iglesia debe ser consciente de la distancia que separa al
Reino de Dios de ella misma, distancia que permite y posibilita el pluralismo
religioso de principio (292). Además, debe mantenerse la distancia entre
evangelización e inculturación, para no confundir un ser eclesial, el europeo por ejemplo, con el ser eclesial. Sólo se cumplirá la misión si se tiene suficiente
distancia con las figuras históricas que el cristianismo ha privilegiado hasta
hoy, más aún en el proceso de globalización ante el que la Iglesia debe
«ejercer un rol contra-cultural, en relación a una cierta deshumanización del
hombre» (296). Nos encontramos ante el riesgo cierto de una nueva Babel que
rompa la globalización unívoca, por ello la Iglesia debe aportar la vivencia de
Pentecostés, es decir, vivir las
maravillas de Dios en la diversidad de las culturas.
Para concluir, el epílogo nos regala una reflexión que hará
mucho bien en la teología actual: la laicidad como un factor de tolerancia
entre las religiones (353), esta idea ya fue expresada por Hume en el siglo
XVIII y hoy es más necesaria que nunca, necesitamos pasar de una laicidad de incompetencia a una laicidad de inteligencia.
La laicidad bien comprendida puede ser un medio de diálogo interreligioso y la
Iglesia, fiel a su vocación, debe ofrecer un paradigma para la familia humana.
Más allá de una «cultura monolítica o de la confusión de Babel, la Iglesia de
Pentecostés podría ser el modelo de esta humanidad del mañana» (356).
Bernardo Pérez Andreo
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