De
Lubac, Henri, Pequeña catequesis
sobre naturaleza y gracia, Fundación Maior, Madrid 2014, 214 pp, 14 x 21
cm.
“La idea de una sobrenaturaleza añadida a la naturaleza es
occidental: es fruto de esa enfermedad de análisis y separación que es la
enfermedad de Occidente”, con estas palabras que el Cardenal De Lubac toma del
Padre Congar, podemos comprender lo mal entendidas que han sido las dos
instancias que centran este pequeño libro, pequeña
catequesis le llama el autor: por un lado la naturaleza y por el otro lo
sobrenatural, la gracia. En ningún lugar de la Escritura o de los Santos Padres
encontraremos una referencia a la sobrenaturaleza como algo que se añade
extrínsecamente a la naturaleza y que sería de una realidad totalmente
distinta. Esta visión dualista es más propia del pensamiento occidental
marcado por el neoplatonismo gnostizante y por el
positivismo materialista que no es capaz de alcanzar más allá de donde dan los
datos. La visión cristiana de la naturaleza y de la gracia tiene una dimensión
de profundidad que De Lubac quiere recuperar para el pensamiento teológico, a
propuesta del secretario de la Comisión Teológica Internacional, que es el
motivo de haber escrito este opúsculo sobre tan interesante tema.
La gracia, siguiendo a Santo Tomás, es creada en el alma, no
es una naturaleza exterior o superior, superpuesta a la naturaleza humana, como
un revestimiento, sino que es una cualidad infundida en el alma que la adapta,
en cuanto alma, a vivir la vida de Dios. Blondel dirá que lo sobrenatural es
una adopción, una asimilación, una transformación que asegura los dos elementos
en el hombre, lo humano y lo divino, sin mezclarlos, pero sin separarlos. Por
eso, Teilhard de Chardin lo expresa como un fermento que llega a transformar la
naturaleza. Se ve con toda claridad que el Cardenal De Lubac no entiende ni la
naturaleza ni la gracia al modo que se ha extendido entre el vulgo cristiano y
entre los científicos y filósofos modernos. Naturaleza y gracia aseguran la
perfecta realidad del hombre. En la naturaleza resplandece la libertad y la
cultura, en la gracia el espíritu y la plenitud de lo humano. Ambas realidades
se necesitan para completar la verdad última del hombre, pero se necesitan como
‘naturalmente’. Esto elimina los resabios gnósticos que aún quedan infectando
el cristianismo y que se mantienen operativos en las sociedades modernas.
Esta distinción entre naturaleza y sobrenatural conlleva una
serie de consecuencias en el hombre. La primera es la humildad, que no es una virtud
moral en el cristiano, sino una disposición radical al saberse criatura y, por
tanto, necesitada del don del otro, del don divino, del don radical del ser.
Tras la humildad viene el respeto al misterio ante el intento de encapsularlo
en fórmulas o en esquemas humanos. La tercera consecuencia es la transformación
del hombre. Lo sobrenatural no solo eleva, transforma al hombre, lo
metamorfosea, lo transfigura, sin perder su ser natural, lo lleva a una
plenitud que no tendría sin lo sobrenatural, que no es una sobrenaturaleza con
sustancia y consistencia propias que vendría a superponerse a la naturaleza, o
bien a desalojarla. Ni la desdeña ni la destruye; le da forma, la rehace, según
la necesidad. La transfigura y la transforma en todas sus actividades, esta es
la transcendencia verdadera, que va al núcleo de lo humano para elevarlo, no lo
destruye. La gracia presupone siempre la naturaleza. Es el corolario de la
Encarnación. Si Dios se ha hecho hombre, la naturaleza humana es asumida por la
divina y elevada.
La gracia, insiste De Lubac, no se opone a la naturaleza,
como tanto se ha hecho creer, se opone al pecado. Es el pecado, una realidad no
querida por Dios, fruto del uso de la libertad, lo que se opone a lo que
verdaderamente el hombre puede ser, de ahí que la gracia, lo sobrenatural, sea
necesario para curar la herida del pecado en la naturaleza. La unión de la
naturaleza y de la gracia queda consumada por el misterio de la Redención.
Desde la Encarnación hasta la Redención, el hombre es llevado a la vida divina.
El hombre entero, no una parte de él, el alma, o una parte de los hombres. El
pecado es una realidad personal que infecta al cuerpo social y al individuo
concreto, por eso es personal el pecado, porque como la salvación, también es
relacional. De ahí la necesidad de salvar las condiciones sociales mediante una
transformación radical del hombre y de los hombres.
El volumen se cierra con una serie de apéndices que aumentan
el valor de la obra. Se trata de pequeños trabajos sobre el Concilio Vaticano
II, la Iglesia en el mundo y un pequeño texto precioso de desagravio a Pablo
VI, papa que sufrió mucho en sus últimos años y que intentó aplicar las
intenciones del Concilio sin provocar un cisma en la Iglesia. El Cardenal De
Lubac se siente muy cerca de él cuando reproduce aquellas palabras suyas: “El
humanismo laico y profano se ha mostrado al fin es sus aterradoras dimensiones
y, en cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha
hecho hombre ha chocado con la religión –porque de una religión se trata- del
hombre que se hace Dios”. Son palabras que De Lubac subraya como propias de un
análisis profético de los efectos de confundir los términos y no comprender qué
significa naturaleza y qué significa gracia. El hombre, para ser tal, necesita
de ambos para entenderse a sí mismo. Naturaleza y gracia: Dios que viene al
hombre y el hombre que va a Dios. Esta es la esencia del cristianismo.
Bernardo Pérez Andreo
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