domingo, 26 de septiembre de 2010

Pensar la fe para renovar la Iglesia

Nardello, Massimo (ed.), Pensare la fede per rinnovare la Chiesa. Il valore della riflessione del Concilio Vaticano II per la Chiesa di oggi. Miscellanea in onore dell’80º genetliaco del prof. Mons. Augusto Bergamini, San Paolo, Milano 2005, 421 pp, 14,5 x 21 cm (Carthaginensia 23 (2007) 539-541).

El presente volumen ha nacido del respeto y el cariño que durante muchos años se ha granjeado el profesor en la diócesis de Modena, Augusto Bergamini. Nacido en 1924, su formación le situó en el centro de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, pero más importante para su diócesis ha sido la fundación de la Escuela de Teología para Laicos en 1973, que se transformó en Instituto de Ciencias Religiosas (1986) y en Instituto Superior de Ciencias Religiosas (1995), dirigiendo estas instituciones desde su primera fundación hasta 2001 ininterrumpidamente. No es de extrañar, por tanto, que el actual director de esa institución, Massimo Nardello, sea el encargado de preparar el volumen de homenaje a tan estimada figura. El criterio elegido no podía ser más apropiado y feliz. Teniendo presente que Bergamini jugó un papel importante en la renovación litúrgica y que su magisterio ha girado en torno a la problemática de la teología fundamental, más en concreto, el diálogo interreligioso, la obra se estructura en torno a los cuatro documentos fundamentales del Concilio. En torno a ellos, un nutrido grupo de teólogos, presentan unos trabajos orientados todos ellos a pensar la fe con la intención de renovar la Iglesia. Como se colige fácilmente, ese fue el motor del mismo Concilio en la voluntad del propio Juan XXIII y ese es el corazón de este trabajo, reflejo de la intención misma del homenajeado.

Los textos de los distintos autores se agrupan en cinco grandes Áreas, tras la obligada reseña bio-bliográfica de la figura de Augusto Bergamini, en donde se destaca la categoría fundamental de su teología histórico-salvífica: «en cuanto narración, la fe cristiana encuentra su actuación en la liturgia». Con este principio rector se puede entender la producción teológica de Bergamini. El resto del volumen lo componen las cinco Áreas que reflejan los cuatro principales documentos del Concilio. La primera de ellas está dedicada, como no podía ser de otro modo, a Sacrosanctum Concilium (37-104). Se agrupan tres textos en torno a la vivencia litúrgica de la fe. El primero es una relectura de 1 Cor 11,23; el segundo, un análisis de la Eucaristía como motor de la Iglesia y comunicación del Evangelio; y el tercero, una exposición del leccionario de la Beata Virgen María en la liturgia romana. La segunda Área se dedica a Dei Verbum (105-160), recogiéndose otros tres trabajos, entre ellos una relectura de 1 Pe en Dei Verbum y una reflexión entorno a los nuevos procesos de iniciación cristiana. La tercera de las Áreas está destinada a Lumen Gentium (161-234), donde se reúnen cuatro textos entre ellos el de Nardello sobre Cristianos desunidos de Congar, del que diremos una palabra después. El Área cinco recoge los textos que se relacionan con Gaudium et Spes (235-362), es la más extensa y completa. En ella se encuentran cinco textos, el primero analiza la contribución de Pío XII a la paz, y la recorre a través de Pacem in terris y Gaudium et spes. El segundo, texto de Piero Coda, expone el valor civil del diálogo interreligioso, de él diremos algo más. Los otros tres realizan una aproximación desde tres aspectos del documento conciliar: la ética y la cultura, la Iglesia en el mundo y la familia. En la última de las Áreas, la sexta (363-411), se lleva a cabo la actuación del Concilio en la Iglesia de Modena después del Concilio, cómo se llevó a cabo en el ámbito pastoral. Son cuatro textos que permiten «hacer memoria de todos los que han contribuido, guiados por el Espíritu, para redescubrir la Sagrada Escritura en la Modena del post-concilio» (370), y conocer así una Iglesia particular que supo estar a la escucha del mundo, como quiso el Concilio.

Hemos dejado para el final dos textos que nos parecen de un gran valor en los tiempos que corren, y centrales en la obra de la que tratamos. Pensar la fe para renovar la Iglesia pasa hoy por el diálogo ecuménico, en primer lugar, y el interreligioso, seguido del diálogo con la cultura. En este sentido van encaminados los dos artículos que queremos resaltar. El primero de ellos es el trabajo del editor del volumen, Unidad de la Iglesia y perspectiva ecuménica en Cristianos desunidos de Y. Congar (1937) (187-208). La elección de Congar para pensar la unidad de la Iglesia no es casual, porque ha aportado conclusiones innovadoras en el momento histórico que ha vivido, por ejemplo, la perspectiva, recogida por el Concilio, de que los cristianos de otras iglesias pueden salvarse sin prescindir de su confesión. Esta afirmación permitió abrir nuevas vías de comunicación con los hermanos separados que estaban cerradas desde el encastillamiento católico. Hoy podemos aprender del joven Congar aquella distinción entre la dimensión mistérica y la visible de la única Iglesia de Cristo. Todos los cristianos formamos parte de la dimensión mistérica de la Iglesia, algunos también de la visible, de esta manera «ecumenismo y reforma non son sino dos caras de la misma moneda» (208).

El otro texto es el de Piero Coda, El valor civil del diálogo interreligioso (273-286). Si el anterior miraba hacia atrás para coger impulso ecuménico, este mira al mundo actual para asentar una posición fuerte en el mundo y en la Iglesia: el diálogo entre las religiones puede aportar al mundo paz, armonía y prosperidad. Ante la situación mundial de desafío lanzado por el proceso globalizador, las religiones tienen la obligación de «deponer las armas de la recíproca intolerancia» (273) para dar al mundo un ejemplo de fraternidad, porque, los viejos peligros no han desaparecido, antes bien, se han multiplicado a la velocidad que corren los datos en la sociedad de la información.

Creemos que, en su conjunto, es una obra digna del homenajeado y digna del título con el que se pretendía mostrar el respeto y el cariño a un profesor que se jubila, es decir, que se alegra por haber tenido tantos amigos que quieran participar. No podían haber escogido mejor excusa, el Concilio Vaticano II, ni mejor título, pensar la fe para renovar la Iglesia, para un propósito tan loable.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 9 de septiembre de 2010

La mujer y el sacerdocio

Piola, Alberto, Donna e sacerdozio. Indagine storico-teologica degli aspetti antropologici dell’ordinazionde delle donne, Effata’ Editrice, Torino 2006, 720 pp, 17 x 24 cm (Cathaginensia 25 (2009) 485-486).

“Que la Iglesia no tiene de ningún modo la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta sentencia debe ser tenida de modo definitivo por todos los fieles de la Iglesia”, con estas palabras, Juan Pablo II cerraba definitivamente las puertas a la ordenación de las mujeres en la Iglesia. Pero, paradojas de la vida, se abría un enorme debate en el interior y fuera de la Iglesia. Los anglicanos han aceptado la ordenación de mujeres para el sacerdocio y también para el episcopado, lo que ha cerrado el camino hacia una futura unión de las dos tradiciones. En el mundo secular se entiende bastante mal esta prohibición, al calor de toda la ideología del género y de un supuesto derecho a la igualdad. En fin, que tras las palabras del magisterio, se hace más necesario aún repensar esta norma que la Iglesia ha cumplido siempre y que hoy es tan mal comprendida. A esto se ha puesto Albero Piola en este ingente volumen que recoge casi todo lo que era necesario para hacerse una idea de cuales son los motivos por los que la Iglesia se muestra remisa a la ordenación sacerdotal femenina.

720 páginas, 86 páginas de bibliografía y 1340 notas a pie de página, dan cuenta del ingente trabajo realizado por el autor con el fin de plantear el status quaestionis de la ordenación de la mujer en la Iglesia en su tesis doctoral, dirigida con maestría por Luis F. Ladaria sj., actual secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Una obra bien trabada y construida en torno a dos principios, uno histórico-teológico y el otro sistemático-dogmático. La primera sección (11-106) pone encima de la mesa la postura del magisterio desde el punto de vista sistemático-dogmático. La posición del magisterio es clara y tiene tres puntos de apoyo: 1. la propia concepción del sacramento del orden; 2. la relación entre Escritura y Tradición; 3. un argumento antropológico de igualdad, pero un recurso a cierta conveniencia para no ordenar mujeres. La cuestión queda así cerrada desde el punto de vista del magisterio y, además, está totalmente justificada desde el punto de vista sistemático. Pero es necesario analizar el aspecto histórico y teológico.

La segunda sección (107-568) es una indagación de la teología católica, haciendo un alto en los momentos clave de la problemática: época antigua, medieval, surgimiento de la cuestión y el debate del Concilio Vaticano II. El problema de la ordenación de mujeres, es un problema exclusivo del siglo XX. Hasta esa época fue aceptado por la Iglesia y enseñado, al menos implícitamente, por el magisterio que la ordenación sacerdotal está reservada a los varones. En la época antigua, no se encuentran apoyos suficientes para afirmar que la mujer tuviera algún tipo de cargo directivo e instituido en la Iglesia, exceptuado el caso de las diaconisas en tiempos muy primitivos y el caso de la herejía montanista, donde la mujer cobró bastante importancia. No se encuentra apoyo en la Iglesia primitiva para poder afirmar la ordenación de mujeres. Esta falta de apoyo no sólo se mantendrá en la época medieval, sino que aumentará hasta el punto de nacer una teología casi antifemenina. Sobre todo se va construir toda una argumentación más antropológica que bíblica o teológica, según la cual, la mujer es inferior al hombre tanto por cuestión meramente biológica, en dependencia de las tesis aristotélicas, como por disposición divina en el orden de la creación. Cierta lectura del libro del Génesis, unida a una cuestión factual: las mujeres no ocupan cargos en el mundo, acabarán ahormando una argumentación en contra de la ordenación femenina, más implícita que explícita. Será el derecho canónico en estos siglos el que reglamente lo que era ley de vida entre los cristianos.

Con el alborear de la modernidad, cambian poco las cosas en esta cuestión. Como muestra un botón. Dos de los grandes autores de la época, Domingo Soto y Gabriel Vásquez, aportan argumentaciones que profundizan en la doctrina medieval. El primero afirma la incapacidad para recibir el orden por defectos de razón, de libertad, de edad, de cuerpo y de alma. El segundo por la naturaleza misma de la mujer y del sacramento. Como se ve, argumentos más antropológicos que otra cosa. Hasta la llegada del Concilio Vaticano II van a cambiar poco los argumentos, tanto en el lado católico como en el protestante. Será ya a las puertas del Concilio cuando se abra la posibilidad de una nueva perspectiva, más favorable a la mujer, aunque sin permitir la ordenación. Será el jesuita Rondet, haciéndose eco de las intervenciones de Pío XII, el que afirme que la mujer no es inferior al hombre, sino diversa. En virtud de esta diferencia, corresponde al hombre el sacramento y no a la mujer, pues la mujer está hecha para ser madre, incluyendo la maternidad espiritual, por lo que no hay que restringirla al ámbito doméstico.

A partir del Concilio se inicia un tiempo que nos lleva hasta hoy, marcado por la apertura al mundo laico, las posiciones adoptadas por otras tradiciones eclesiales y la propia controversia intracatólica. Es un tiempo de debate y de profunda argumentación, en el que se sucederán posiciones extremas hasta la excomunión de algún obispo. El final ya es conocido, porque es el inicio de esta obra: la Iglesia católica no se siente legitimada para ordenar mujeres.

La conclusión (569-600) nos propone una serie de avances para una mejor inteligencia de la postura del magisterio. Lo primero de todo, la revalorización de papel de la mujer en la Iglesia, lo que no impide que algunos roles no le sean permitidos. También hay que expresar la necesidad, querida por el magisterio, de afirmar una visión de la mujer evangélica, a la altura de los tiempos en que vivimos. Además, hay que afirmar la “reciprocidad complementaria” entre el hombre y la mujer, como enseña Juan Pablo II, complementariedad que implica de un lado distinción de funciones, y de otro igualdad de derechos. De esta manera evitaremos repetir los errores pasados de una antropología poco cristiana y demasiado de este mundo.

Bernardo Pérez Andreo

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