martes, 28 de diciembre de 2010

Locura y realidad

Choza, JacintoArechederra, Juan José, Locura y Realidad. Lectura psicoantropológica del Quijote, Thémata, Sevilla, 2007, 204 pp, 15 x 21 cm (Carthaginensia 24 (2008) 227-229).

La risa y la locura han ido de la mano a lo largo de la historia de la literatura. Siempre se asoció a los locos con una cierta incapacidad para mantener la compostura social. Una risa histérica era la muestra de que esa persona había perdido la razón o el seso. Pero lo que Cervantes nos viene a mostrar con su magna obra es precisamente lo contrario: la risa es la única posibilidad de escapar a la locura de lo real; la locura es la única forma de escapar a la cordura de este mundo pervertido. Como nos indica Jacinto Choza en el prólogo, de Don Quijote recibimos “el don de la risa, de una risa que es comprensión y piedad universales” (18). En la obra se produce un trastrueque de la concepción de locura y cordura, realidad y ficción. Cómo va a estar cuerdo alguien que acepta un orden real que implica el sufrimiento de una enorme masa social; cómo va a ser real un orden social en el que la injusticia se extiende hasta límites inimaginables; cómo puede ser identificada como locura la actitud de quien quiere arreglar el mundo desfaciendo los entuertos creados por los hombres. Sólo el don de la risa nos salvará de la locura de creer que este mundo está cuerdo.

Para llevar a cabo esta labor era necesario que se unieran dos especialistas de ramas del saber diferentes. De un lado un catedrático de antropología filosófica y de otro un médico psiquiatra. Entre ambos intentan desentrañar la maldición de Narciso en la que ha quedado aprisionada la modernidad cartesiana. Si Descartes encerró su ego en el solipsismo del cogito negador del otro, Cervantes dejará claro que la mismidad nace de la preocupación por los otros sufrientes, como en aquel famoso capítulo 48 en el que afirma Don Quijote que su conciencia se forma en la atención a los menesterosos. Jacinto Choza y Juan José Arechederra, se reparten el trabajo de aportarnos el hilo de Ariadna que permita salir del moderno laberinto narcisista.

Arechederra, como psiquiatra, afronta la locura de Don Quijote en dos capítulos que conforman la primera parte del trabajo (23-61). En el primer capítulo, dedicado al ámbito médico-psiquiátrico, hace un recorrido por diez autores que han tratado la cuestión de la locura del Quijote. Desde Ramón y Cajal hasta López Ibor, pasando por Castilla del Pino. Después de repasar las opiniones de estos autores, casi todas en la línea de justificar una cierta locura en Cervantes que habría proyectado sobre su personaje, Arechederra defenderá la tesis opuesta: “a don Quijote no puede vérsele ni tratársele como a un enfermo”. A continuación se pregunta: “¿y si loco significara otra cosa en el texto cervantino?”, pregunta que contestará en el segundo y último capítulo de su colaboración, intitulado ámbito filosófico-literario. En él, para empezar, afirma la absoluta desemenjanza entre el mundo cervantino, donde lo humano nace de la preocupación por el otro que está necesitado, y la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental weberiana (51). El Quijote se torna una obra de la más absoluta antimodernidad. Al negarse a aceptar la racionalización de la sociedad moderna, don Quijote, se convierte en adalid de todos los proyectos utópicos que han intentado salir de la cárcel de inhumanidad moderna. Con Unamuno, hemos de aceptar que “está loco el que está solo” y que “una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva” (61). Esta afirmación de Unamuno puede ser leída en cualquiera de sus sentidos y sigue siendo válida.

Por su parte, Choza, elabora la mayor parte de este libro en un estudio llamado Risa y Realidad y dividido en seis capítulos donde desgrana el proceso que va desde el encantamiento del mundo hasta la risa como actitud fundamental: la risa quijotesca. En el primer capítulo de los seis propone la tesis de que el proyecto surrealista que ha desacreditado la realidad en el siglo XX ha desembocado en el nihilismo trágico en que nos encontramos. Este encantamiento de lo real se lleva a cabo por los científicos, conocedores de lo verdadero y lo falso y que demuestran que la realidad sólo son átomos en movimiento y fuerzas mecánicas; también por los intelectuales conocedores del bien y del mal; y los artistas que fabrican monstruos, hadas y guerreros. Todos ellos han desencantado el mundo y vuelto a reencantar a su gusto. No así Cervantes. En su Don Quijote, nos ha mostrado la realidad de los hombres sencillos, capaces de ver el mundo en su diafanidad pura, en su donación absoluta. Tras la catástrofe moderna, el Quijote es el único libro que puede ser leído, decía Malraux, “porque se acerca al corazón del pobre hombre para reconocerlo como entrañable”, porque es “una colección de relatos de pobres hombres”, nos dice Choza (86).

Si la locura nos salva de una realidad deforme, la risa nos salva de la abstracción ideal. La risa rescata al hombre de su alienación en lo ideal, en lo objetivo, en lo representado, cura al hombre de “esa obnubilación que se inicia en Parménides y en Narciso” (134). La risa hace al hombre estar en su propio terreno y no volar hacia regiones ideales construidas heterónomamente. Mediante la risa, el hombre se sumerge en el caos originario del que emerge una realidad verdaderamente humana, una realidad de gozo, comunión, vida abierta y compartida. “Esa es la relación de la risa y la locura con la vida y la sabiduría” (190). El que sabe reírse de sí mismo y de lo que le rodea es más humano y capaz de hacer un mundo humano, como un santo decir sí. La risa y la locura se parecen mucho al gozo del acto creador del universo. Cervantes, en Don Quijote, recupera la locura de la risa ante un mundo que se ha alejado de la realidad lúdica y del gozo de un vivir espontáneo. Aunque suene a tópico, hoy más que nunca se hace necesario releer el Quijote como una obra de humor redentor.

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 10 de diciembre de 2010

En qué Dios creemos

Vide Rodríquez, Vicente, ¿En qué Dios creemos?, PPC, Madrid 2008, 175 pp, 14,5 x 22 cm (Carthaginensia 25 (2009) 214-216).

Cuando alguien se dice creyente debería justificar su posición. No explicitando su fe, sino diciendo cuál es el dios en el que cree, o mejor, cuál es el dios en el que no cree. Es más fácil conocer a alguien mediante la negación. De hecho, el cristiano se identifica por su no fe en los dioses de este mundo, por ello fueron perseguidos los primeros cristianos. Su asebeia les hacía reos de muerte ante el imperio. La falta de piedad con ellos estaba a la altura de su obstinación por seguir a uno que decían asesinado por Roma. Es evidente que se lo merecían, si nos atenemos a las normas imperiales, y que ese merecimiento nos puede iluminar hoy, ante un mundo decrépito y en cierre por demolición.

El profesor Vide ha querido volver a explicar qué Dios es ese en el que creemos los cristianos. Lo ha hecho porque cree que los tiempos vuelven a estar maduros para proponer, de nuevo, la fe como una alternativa creíble en este mundo plural, diverso y multiforme. Si la religión ha vuelto, el cristianismo debe aprovechar la ocasión para hacerse un hueco, pero sólo lo conseguirá si es capaz de convencer de su virtualidad en este nuevo mundo reencantado. Aceptamos la tesis luckmanniana de que la secularización sólo supone el fin de una religión que no acepta el pluralismo ideológico, moral y político, pero también aceptamos su reverso en Berger: los extremos son necesarios para autojustificarse. Hay una nueva religión, la religión del mercado que somete las conciencias con total suavidad, pero que dispara las aversiones más brutales, lanzando a seres humanos como misiles contra el centro de las vivencias del mundo secular occidental. Los hombres-bomba son la respuesta desesperada a los logos-bomba de la publicidad mediática. Es decir, el fundamentalismo está aquí porque la religión verdadera no ha sabido llenar el ansia de sentido del ser humano; es el fruto de una derrota, y debemos reconocerla.

Hace bien Vicente Vide en volver a intentarlo, en volver a exponer los elementos de la fe: la revelación, lo sagrado y lo profano, la esperanza… pero, sobre todo, hace bien en no volver a hacer un manual ni un tratado. De eso ya hay mucho y, a veces, no bueno. El autor propone “una síntesis de lo fundamental de la fe cristiana en pocas páginas” (7), y lo hace bien, muy bien, porque consigue expresar de forma ágil, cosa que en teología siempre se agradece para que no parezca un mastodonte medieval, las cuestiones esenciales de la fe cristiana sin que resulte artificial. Se ha dicho que el teólogo es alguien que da respuestas a preguntas que nadie le ha realizado. No sucede eso con Vide. Sus respuestas son consecuencia necesaria del mundo en que vivimos. Ojear el índice lo puede probar. En los primeros seis epígrafes desarrolla las cuestiones básicas de teología fundamental: lo sagrado y lo profano, la idea de religión, la experiencia religiosa, la revelación cristiana, la fe y el supermercado de creencias, y las características de la fe cristiana. Con lenguaje actual y comprensible presenta unos nuevos preambula fidei del mundo postmoderno. Como él mismo nos dice: “ante el retorno de lo sagrado, no necesitamos ni sacralizaciones, ni profanaciones, ni retornos de cristiandades neoimperialistas y fundamentalistas, ni cruzadas laicistas beligerantes, sino trascendencias en la inmanencia e ‘imaginarios’ religiosos que promuevan la dignidad de las personas” (19). Esto se consigue con una religión simbólica, no con una religión diabólica. La primera da lugar a una cita con lo sagrado, la segunda a un desencuentro con el sentido, execrable y dañino (31).

La religión cristiana es simbólica por esencia y permite el encuentro con el Dios de vida que otorga sentido a la existencia, por eso la revelación cristiana es revelación del sentido, porque se expresa como una palabra que da vida y permite convivir a los hombres. Esta dimensión de la fe cristiana la hace especialmente necesaria en un mundo donde el sentido se etiqueta y embotella para su consumo privado. En un mundo sin esperanza pero lleno de ilusiones se termina expeliendo desengaño y el hombre cae en el sinsentido. La fe cristiana responde a esta cuestión con una palabra que se expresa comunitariamente al hombre de hoy.

Los epígrafes del siete al diez recogen la esencia de la fe cristiana: la fe trinitaria. Qué significa creer en Dios Padre, qué significa creer en Jesucristo, qué significa creer en el Espíritu Santo y, en fin, en qué Dios creemos. Esta es la parte dogmática de la obra. No basta con presentar la fe como plausible y necesaria para el hombre, hay que exponer el contenido formal de nuestra esperanza y hacerlo con los datos bíblicos y sistemáticos que la tradición nos ha legado. El resultado es preciso y claro: el Dios en que creemos es amor entregado en la historia humana por medio de su hijo, un ser humano que sufrió y que nos entregó el don del Espíritu para que la historia se tornara en amor y misericordia. El Dios en que creemos es el Dios de Jesús, un Dios solidario, no solitario, que crea creadores, de vida y no de muerte, fiel, bondadoso y verdadero, un Dios de misericordia que impulsa nuestra donación dándose Él mismo, un Dios Amor.

Estamos, en definitiva, ante un libro útil y necesario, que los cristianos recibirán con provecho y al que los que no se consideren cristianos podrán recurrir para poder conocer el cristianismo tal y como hoy se entiende en la teología y en la mayor parte de la Iglesia. Es un libro magnífico para poder entablar un diálogo fructífero con el mundo secularizado y con las otras religiones.

Bernardo Pérez Andreo

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Fuera de la Iglesia no hay salvación

Sesboüé, Bernard, «Hors de l’Église pas de salut». Histoire d’une formule et problèmes d’interprétation, Desclée de Brouwer, Paris 2004, 396 pp, 15,5 x 23 cm (Carthaginensia 25(2009) 223-225).

Una fórmula magisterial tiene la ventaja de aclarar el terreno en el que los teólogos se mueven en sus reflexiones en bien de la Iglesia, pero en ocasiones las fórmulas se parecen más a las reliquias familiares que hay que preservar que a los aparejos que permiten vivir. El propio cardenal Congar expresaba con cierta ironía la dificultad que reside en un axiomafaussement clair. Pues todo el que lo expresa cree saber con qué intención lo hace, y todo el que lo escucha, mejor o peor, cree entenderlo. Pero, desde hace cinco siglos, justo a partir del momento en que el pétreo axioma se vio enfrentado a su máximo límite, ha ido cayendo de forma paulatina en un limbo dogmático donde duermen el sueño de los justos aquellas realidades teológicas que han perdido el Sitz im leben que las vio nacer y les daba virtualidad operativa.

Decimos cinco siglos, porque fue el descubrimiento de nuevas gentes allende los mares, gentes que nunca habían recibido el Evangelio y que no podían estar condenados por una culpa no cometida, el que provocó la reflexión ante la perplejidad. ¿Sería Dios tan injusto de haber condenado a hijos a los que no se había revelado de forma directa e inmediata? Para resolver este dilema se echó mano de artificios teológicos que permitieran salvar la literalidad del dogma, la bondad y justicia divinas y la tozudez de una realidad que no quería dejarse encerrar en definiciones. Pero el resultado fue nulo y, como siempre sucede en nuestra amada Iglesia, cuando algo no se puede explicar, se lo arrincona en el baúl de los dogmas no impugnables. No es esto lo que quería hacer Sesboüe. Es todo lo contrario: intentar comprender la profundidad de una afirmación que sigue siendo válida para los católicos y para el resto de seres humanos. El problema está en la comprensión del adagio y esta solo puede venir de una reactualización vital del axioma, es decir, hay que encontrar el contexto en el que se puede entender.

Lo primero que hace el autor es delimitar los términos de la cuestión. Nada mejor que analizar las decisiones magisteriales y poner a la vista las mismas contradicciones del magisterio. Mientras el Concilio de Florencia declara la condenación al fuego eterno de todos aquellos que quedan fuera de la Iglesia, el Concilio del Vaticano II, en Lumen Gentium y en Gaudium et Spesdeclara la asociación de todos los pueblos al misterio pascual de una manera sólo conocida por Dios. Todo hombre está llamado a la salvación, los medios que Dios utiliza para conseguir su propósito nos son desconocidos, pero su voluntad salvífica universal prevalece sobre los medios por los que esta pueda o no llegar.

Si comparamos los dos textos magisteriales, vemos una clara contradicción en el dogma. Ambos textos poseen el mismo grado de valor dogmático, y ambos están en contradicción, al menos como están expresados. Aún así, no debemos caer en la fácil tentación de negar la validez del axioma, porque este no es marginal sino que toca los elementos esenciales de la fe cristiana, a saber: la salvación y la Iglesia como instrumento de la misma; la posibilidad de asociar a todos los hombres a la salvación de Cristo; la tarea misionera de la Iglesia; la relación entre la libertad y la Gracia; la unicidad salvífica de Cristo y la relación de la Iglesia con Él. Además de estas cuestiones esenciales de la fe, también encontramos elementos esenciales de la teología, como la hermenéutica de los textos bíblicos, de los textos dogmáticos y de las realidades eclesiales. Las soluciones propuestas han enriquecido el quehacer teológico y abren pistas de reflexión académica y escolar de un gran valor docente y discente. Dicho en palabras de Ratzinger recogidas por Sesboüe: “si la pretensión de exclusividad desaparece, es la Iglesia misma la que parece estar en cuestión” (13).

La obra intenta recuperar el valor de la fórmula a lo largo de once capítulos repartidos en dos grandes bloques. En el primer bloque traza la interpretación histórica de la fórmula, desde el inicio hasta los documentos del Vaticano II. Para hacer este recorrido, comienza por los antecedentes bíblicos en los que aparecen las dos dimensiones de la problemática: la voluntad salvífica universal de Dios, y la necesidad de una mediación reconocida para ello. Será Orígenes quien lo formule con precisión: fuera de la Iglesia, nadie está salvado. Posteriormente, Cipriano, Agustín, Lactancio y Ambrosio irán dando forma y justificación a la fórmula, hasta que Fulgencio de Ruspe la formalice de manera radical, lanzando al fuego eterno a los paganos y a los judíos, es decir, no sólo a los que abandonan la Iglesia, sino también a los que siempre estuvieron fuera. Pero será la Edad Media la encargada de aportar la completa y definitiva carga doctrinal del axioma, determinando la necesidad de pertenencia a la Iglesia católica bajo el romano pontífice. Se trataba de precisar el ámbito de aplicación de la salvación, y este sólo podía definirse de manera jurídica.

Durante los siglos XVI al XVIII, encontramos que la teología se debe enfrentar a la inclusión de las nuevas gentes dentro de su propia formulación doctrinal de la salvación. La solución magisterial residirá en distinguir entre salvación y gracia. Si bien fuera de la Iglesia romana no hay salvación, sí que hay gracia. Todos los hombres reciben la gracia que les impulsa hacia la Iglesia. Pero será la diatriba con el mundo moderno en el siglo XIX, recordemos el Syllabus y el Concilio Vaticano I, la que llevará las posiciones hasta el paroxismo. Su máxima expresión será la formulación popular en los catecismos. La fórmula era inculcada en las conciencias con una dureza extrema, hasta el punto que resultará casi imposible de modificar su férrea materialidad cuando cambien las circunstancias sociales y eclesiales en el siglo XX. Durante este siglo cambiarán las perspectivas desde las que se analizan la cuestión de la salvación. Una visión más existencial e histórica hará variar el punto de partida. No se trata de la salvación jurídica, o de una perspectiva extrínseca, sino de la salvación personal, de las circunstancias de cada cual. Un hito en esta cuestión será el número ocho de Lumen Gentium. Si la Iglesia de Cristo subsistit inla católica, otras realidades eclesiales pueden vehicular la salvación y, por tanto, sí hay salvación fuera de la Iglesia. De la misma manera que los no católicos pueden salvarse, los no cristianos también están asociados al misterio pascual de algún modo. Toda salvación, como dijera de Lubac, viene de la Iglesia, pero ésta no se reduce a la dimensión jurídica.

El segundo bloque, que abarca los capítulos 9, 10 y 11, intenta una reflexión sistemática entorno a la hermenéutica de textos magisteriales. Es una puesta al día y una asunción de las consecuencias que tiene para la Iglesia el análisis de los textos de la Tradición y su interpretación. Recogiendo los logros de este camino elaborado por Sesboüe, encontramos que el Magisterio tiene un deber ineludible de interpretar los textos que le han sido revelados, ese deber implica también el reconocimiento de una deuda. El magisterio siempre está al servicio de la revelación, no es revelación propiamente dicha. Para cumplir la misión de interpretar los textos, la Iglesia entera ha sido agraciada con la infalibilidad, de modo que, en cuestión de fe, no pueda fallar. Formalmente, el magisterio es el que ejerce esa infalibilidad como servicio a la Palabra y al pueblo creyente. Para cumplir con tal infalibilidad en la interpretación, la Iglesiadebe tener presentes unos principios metodológicos: la Palabra de Dios echa palabra humana debe ser interpretada usando todos los métodos para la interpretación de textos; cualquier método que valga para interpretar la Escritura vale, mutatis mutandis, para la interpretación de los textos magisteriales; toda interpretación magisterial es perfectible, de ahí que tenga necesidad de interpretación y adaptación a las circunstancias históricas, porque una formulación dogmática no ejerce su autoridad de la misma manera sobre los contemporáneos que en su devenir histórico; toda formulación dogmática debe ser interpretada según el conjunto de la tradición y el sentido de la fe, aceptando la jerarquía de verdades y la jerarquía de documentos.

Creemos que la obra aporta una manera de enfrentar los problemas de interpretación que han surgido en los años posteriores a la reforma conciliar. Muchos creyeron que se podía hacer borrón y cuenta nueva e inventar la fe ab novo, pero la fe tiene unos cimientos tan antiguos como la propia historia humana y nada se construye, que sea humano, sin contar con la tradición, mucho menos en la Iglesia. La fidelidad a la tradición es la única vía para construir un futuro verdaderamente humano, pero se necesita que el dogma sea flexible, de lo contrario, como decía Avery Dulles, sería de una extrema fragilidad. La única manera de que una estructura se conserve es que sea flexible, “es la flexibilidad la que permite a una estructura subsistir en un mundo en mutación” (378-379).

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 4 de noviembre de 2010

Henri de Lubac. Biografía I.

Chantraine, Georges, Henri de Lubac, t.I. De la naissance à la démobilisation (1896-1919), Études Lubaciennes VI, Les Éditions du Cerf, Paris 2007, 746 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 477-478).

El presente volumen es el primero de una serie de cuatro que integran una biografía monumental dedicada a Henri de Lubac. Una magna tarea a la altura de la magnitud del personaje y de la época que le tocó vivir. Se trata del complemento necesario al proyecto de edición de sus Obras Completas en cincuenta amplios volúmenes en esta misma editorial, junto con la reciente publicación de Carnets du Concile. El proyecto atiende a un método perfectamente delineado: escribir una biografía total, articulando estrechamente vida y obra, y respetuosa con el carácter específico del hecho religioso. Para ello, este primer volumen, nos regala la posibilidad de seguir paso a paso al futuro jesuita en sus relaciones familiares, sus estudios primarios en Bourg-en-Bresse, después en Lyon, y sus estudios de secundaria en un colegio jesuita. Podemos ver al joven de Lubac en sus relaciones de amistad y tomando ya los primeros modelos vitales. Son los felices años de la Belle Époque, que precedieron a la Gran Guerra, como se conoció entonces a la Primera Guerra Mundial. Son años de crecimiento y búsqueda en un ambiente familiar religioso, profundamente católico, donde aprendió a orar y a poner su propia vida ante el Señor. Estos años van a ser los de la decisión definitiva de la vida, una vez desmovilizado al concluir la guerra. Hasta ahí llega el presente volumen.

La obra está estructurada en nueve capítulos, precedidos por una magnífica introducción a la época y rematados con una precisa conclusión que recoge los datos en un hilo sistemático. En el primer capítulo asistimos a los años que median entre el nacimiento y la obtención del baccalaureatus. Son años de intensa relación familiar y de formación escolar en distintos centros por los que pasa el infante. En estos años se va a encontrar con el deporte y el teatro, con la poesía y con la retórica, también con la filosofía, pero lo decisivo será la llamada de Dios que el joven Henri va a vivir como una abandono a la voluntad divina, como un dejar en manos de Dios su propia vida, es el tiempo de la vocación.

En los siguientes dos capítulos dos vemos ante los años universitarios y de noviciado, son apenas tres porque pronto llegará la guerra, pero son bastante intensos, años de juventud rebosante que De Lubac aprovecha para el aprendizaje que va a suponer la base de lo que en el futuro será fruto. Estudio, lectura, predicación, oración, amistad y las primeras conferencias y artículos en los que se ve la promesa de lo que después encontraremos en el cardenal. Pero la guerra supondrá un corte en todo este proyecto que se prometía feliz. Pronto tendrá que ser movilizado y recibirá una dura instrucción militar, pero es más duro todavía lo que viva en el campo de batalla, especialmente en el molino de sangre que fue Verdun. En el capítulo cuatro se nos narra todas estas experiencias y se continúan en el quinto, especialmente sus marchas al frente, las instrucciones militares y los mementos de reposo. Vemos a un militar preocupado por el curso de la guerra y por la obtención de una paz justa y duradera, pero también vemos al patriota que quiere servir a su país.

En los capítulos sexto y séptimo, nos encontramos con el Henri interior, aquel que ser refugia en su fe y sus lecturas en medio del fragor de la guerra, el que vuelve de permiso a su caso y con sus amigos. Son momentos importantes para él. Su relación familiar resulta decisiva, sus amistades, especialmente con sus hermanos jesuitas y también los momentos de soledad, esa soledad que depura y acrisola. La vida religiosa tendrá un lugar especial en estos tiempos de dificultad. La celebración dominical, las fiestas litúrgicas, la misa cotidiana y los oficios religiosos van a conformar definitivamente al hombre y al religioso. Cuando caiga herido y tenga que permanecer dos meses hospitalizado, se mostrará su enorme vitalidad. Aprovecha todo el tiempo posible. Retoma, hospitalizado, el noviciado e intenta seguir lo más rápidamente posible su recuperación. Tiene unas ganas enormes de continuar con su vida y las heridas sólo lo fortalecen. Del combate saldrá un hombre probado por la violencia del fuego, acostumbrado a las zanjas y hecho a la lentitud de los movimientos del ejército en batalla. Con este bagaje estará dispuesto para la desmovilización (último capítulo), momento en el que habrá sido todavía más un laico que un hombre religioso, pero un laico que ha conocido muy bien como es el frente y la vida del pueblo gracias al ejército. El joven Henri está preparado par su futura vida, una vida que será dura y exigente, pero él lleva sus alforjas bien repletas. Ha aprendido a ver en esta vida, en este mundo, la santidad de Dios por medio de la Iglesia; ha aprendido la necesidad del compromiso que pone en juego la propia vida incluso; ha aprendido a respetar y a valorar, pero también a relativizar. Se opondrá tanto al socialismo como al liberalismo, pero sabrá interesarse por la cuestión social, por los pobres y por el drama humano. Se mantendrá fiel al papa a los obispos, pero sabrá poner los puntos sobre las íes cuando sea necesario.

Esta obra, la primera de la biografía del futuro cardenal, está completado con una serie de anexos, apéndices e índices que aportan una valor extra al volumen, no sólo es una biografía, también un ensayo sobre la vida de uno de los teólogos más importantes del siglo XX, y uno de los personajes más vitales de la historia europea.

Bernardo Pérez Andreo

lunes, 25 de octubre de 2010

Teología Simbólica

Bernard, Charles André, Teología Simbólica, Monte Carmelo, Burgos 2005, 531 pp, 15 x 21 cm (Carthaginensia 23 (2007) 525-527).

Desde que la teología tomara la segura senda del pensamiento metafísico de manos del mundo griego dependiente de Aristóteles, los frutos más valiosos y los resultados más amargos se han alternado constantemente. Lo que se ganaba en claridad, a veces, se perdía en profundidad y se cerraban algunos caminos al Misterio de Dios. De esto fueron muy conscientes los iniciadores de la escuela de Tubinga. Möhler escribió su impagable Simbólica, pero se hace necesario superar el idealismo e ir más atrás en la recuperación de la más viva tradición teológica de corte apofático que bebe en los grandes místicos. Estos descansan en las interpretaciones del Pseudodionisio que a su vez se une a la tradición más esotérica cuya punta de iceberg son las palabras de Platón en las que confesaba acercarse al mito a la par que envejecía. En esta tradición se inserta este hermoso trabajo de Bernard, quien reconoce que la teología ha disfrutado de una rica expresión conceptual desde que tomó el camino expedito de la ciencia, en cambio, la expresión figurada y la práctica ritual han quedado un tanto desasistidas por la ciencia teológica, es hora de subsanar esta carencia para dar plenitud a la vida que se desborda del Espíritu de Amor de Dios.

La obra está simbólicamente estructurada: tres partes con tres capítulos cada una. En la primera parte intenta determinarse qué sea la actividad simbólica. Para ello es necesario delimitar los términos con los que trabajamos, de lo contrario no podremos entendernos cabalmente, por tanto hay que definir la actividad simbólica como «aquella actividad del espíritu que, para expresar la vida religiosa y espiritual, se apoya constantemente en la experiencia sensible de la que es la prolongación natural» (14). El capítulo I concreta el campo en el que se mueve lo simbólico entre la metafísica, el mito, el psicoanálisis y la teología. Lo simbólico es un movimiento hacia el espíritu (cap. II). El simbolismo nace para expresar el empuje de la naturaleza hacia los valores o hacia Dios que, en su acción salvífica, mueve por el Espíritu la naturaleza y la historia, haciéndose todo signo, sacramento y símbolo. El símbolo es una búsqueda de Dios (cap. III) en los tiempos vitales, los espacios naturales, en la belleza en suma. Esto implica que hay una simbólica de la búsqueda de Dios (segunda parte). La principal dificultad de esta búsqueda consiste en establecer un orden que respete la realidad del devenir espiritual, marcado por la triada: purificación, iluminación, unión. El autor principal de esta búsqueda que se transforma en divinización del hombre es el Espíritu Santo que opera en nosotros y puede ser considerado el que pone en movimiento, el que acompaña y el mismo ambiente en el que se mueve. Este Espíritu no puede ser teológicamente definido pero sí reconocido en los símbolos bíblicos: es viento, agua, fuego, voz, paloma o soplo. El Espíritu es el que conduce todo el movimiento de búsqueda hacia su plenitud en la consumación, esta puede ser representada simbólicamente mediante la Cruz. «La Cruz se extiende hacia atrás recuperando el pasado; luego se proyecta hacia el avenir; penetra en la tierra y se lanza hacia el cielo» (394), la Cruz es un potente símbolo del movimiento espiritual de búsqueda de Dios que incluye el sufrimiento y la glorificación. Esta búsqueda consumada nos deja ante la tercera y última parte: la transformación simbólica.

El símbolo no sólo tiene la capacidad de expresar la vida espiritual, sino que tiene una función transformante mucho más radical, la trasformación de la conciencia constituye su fin primario, tendiendo a una integración cada vez más estable entre el propio yo, el mundo y Dios. Pero no permanece en una mera transformación de la conciencia personal, su finalidad es la transformación del mundo, referido a la vida de Cristo y la realidad del Reino. Si la Cruz es el símbolo del movimiento espiritual, la Encarnación es el símbolo de la transformación. En la Encarnación somos transformados por el amor misericordioso de Dios a los hombres; somos introducidos en una vida plena para la humanidad que, a modo de escala, vive la Encarnación como la unión de la naturaleza humana y la divina y como camino de divinización. El fin de la Encarnación redentora forma parte del misterio más fundamental que es la efusión del amor de Dios a sus criaturas; Cristo manifiesta que el hombre es el objeto del amor de Dios, que lo ha creado y redimido. La Encarnación es el símbolo de la trasformación que se vive eficazmente en la Liturgia, entendida como vida del símbolo. La Liturgia bautismal y el misterio de la eucaristía, donde los elementos sensibles más sobresalientes de la vida humana son elevados a principios de la vida espiritual transformante, son la expresión más concreta del simbolismo de la Encarnación, porque «desde el momento en que el Verbo de Dios se hace carne y se inserta en la historia de la humanidad para volverse al mismo tiempo centro y polo de atracción, todo el orden del universo se establece en una nueva relación con la Divinidad, que es Espíritu y Vida. El misterio de la Encarnación significa la asunción por parte del Hijo de Dios de una naturaleza humana singular y, a través de ella, la instauración de un lazo concreto con el mundo: por una parte con el universo material, por otra con el mundo de la historia» (513).

Esta hermosa obra de Bernard sí que viene a llenar un vacío extremo en el ámbito de la teología conceptual. Ésta tiende a trabajar desde la categoría de analogía, pero el mundo natural y el mundo social no pueden ser considerados desde esa única, aunque necesaria, visión, sino que hemos de aportar la más rica aún perspectiva simbólica. Ella es capaz de unificar todos los aspectos que la filosofía clásica había separado con merma del resultado. Naturaleza y espíritu, hombre y mundo, historia y sufrimiento, Dios y teología… todos estos elementos pueden ser unificados sin confusión y sin división, en una mezcla vital salvífica que eleva a la humanidad hasta los cielos nuevos y la tierra nueva. Quedamos agradecidos al padre Bernard por el don de esta preciosa efusión del Espíritu en la teología. ¡Qué el Señor nos conceda, en la teología, saber vivir a la vez que pensamos!

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 15 de octubre de 2010

Agustinismo y teología moderna

Cardinal de Lubac, Henri, Augustinisme et théologie moderne. Sous la direction de George Chantraine, sj, avec la collaboration de Mgr Patrick Descourtieux. Présentation de Michael Figura. Œuvres complètes XIII. Les Éditions du Cerf, Paris 2008, XXV + 488 pp, 13,5 x 21 cm (Carthaginensia 26 (2010) 211-212).

En el prefacio que hizo el autor para la edición alemana nos dice cuál es el propósito de esta obra y de la que será la segunda parte, Mystère du surnaturel, intentar rebatir el dualismo en el que los tiempos modernos se han instalado y del que la teología no ve la manera de poder salir. Si la teología había caído en un dualismo de corte platónico y esto le había acarreado innumerables críticas, amén de todos los errores que podía inducir en la propia visión de la fe, el tiempo moderno ha caído en un dualismo de un nuevo género. La psicología, la sociología, la historia y la filosofía, con ciertos teólogos, han caído en la separación radical, llegando al abismo, entre razón y fe. Este dualismo que degenera en un monismo racionalista, vuelve a abrir la fosa entre Dios y el hombre y tiene sus máximos representantes en las tendencias extremas como el ateísmo socialista, el ateísmo inmanentista y la absolutización de un «humanismo positivo» para el que la gracia sería algo así como una alienación.

La obra completa, denominada La libertad de la gracia, en sus dos partes antes citadas, pretende restituir una comprensión compleja de la relación entre Dios y el hombre, la razón y la fe y la naturaleza y la gracia. Sólo una reconsideración de estos elementos puede dar cabal entendimiento al hombre en el mundo y de cara a Dios. Para ello el autor empieza por el agustinismo, como la teoría responsable de un pensamiento sobre la gracia y la naturaleza que ha tenido consecuencias deversas en la teología y que es, para bien o para mal, el origen de esta reflexión, tanto para los teólogos como para los filósofos. Por ello, este primer volumen en su edición original francesa, consta de nueve capítulos donde se aborda tanto el pensamiento de Baio y Jansenio como el del tomismo conservador del siglo XVI y los diversos problemas planteados : estado de naturaleza y deseo natural, el problema de la beatitud y del estado primitivo ; así como los desarrollos que han tenido lugar hasta hoy.

Pero de Lubac también se cuida en la obra de señalar que el Concilio Vaticano II ha preferido omitir la utilización del lenguaje natural-sobrenatural. El Concilio no lo ha usado porque ha creído superada la terminología, no así el problema que subyace, de ahí que se necesite una nueva terminología más en consonancia con la ciencia moderna y con la reflexión del mundo de hoy, sin caer en el dualismo que hemos comentado. Por ello, el cardenal intentará sentar las bases del problema para avanzar hacia nuevas formulaciones de los viejos problemas, algo imprescindible si no se quiere que la teología quede obsoleta e incapaz de dar respuesta. Una cosa es afirmar que Dios quiere la salvación de todos los hombres y que por ello los ha dotado con todos los medios para ello, y otra cosa es decirl en un lenguaje que ya resulta ininteligible sobre fines sobrenaturales que tampoco hacen honor al pensamiento propiamente cristiano y corren un grave riesgo de dejar el pensamiento ante el peor de los peligros : el dualismo y la gnosis subsiguiente.

El volumen es el número XIII de las obras completas del cardenal de Lubac, y como los demás tiene una preciosa factura. Cuenta con una presentación esmerada a cargo de Michael Figura. Se ha añadido una bibliografía muy completa que de Lubac no incluía en las ediciones francesa y alemana y en la que puede cotejarse la ingente cantidad de referencias que manejaba el cardenal. Asimismo, se incluyen cien páginas con las traducciones de los textos latinos que contiene la obra, lo cual puede resultar útil para el lector no preparado en la lengua de Virgilio. Y como culmen de esta magnífica edición dispone de un índice de nombres que permite encontrar rápidamente cualquier autor en el texto, obra de Patrick Descourtieux junto con la bibliografía y las errata.

Como el buen vino, esta obra gana con los años, y adquiere una solera que hará las delicias de aquellos que quieran encontrar fundamentos en su intento por reformular la fe en el contexto actual de pluralismo epistémico en que estamos sumergidos. Las ciencias necesitan ser tomadas en serio por la teología y muchos son ya los servidores de la Palabra que se han puesto manos a la obra, para todos ellos puede ser una iluminación volver a leer un texto que en el siglo XXI suena mejor que en su época, porque hoy no produce estridencias, como así hizo en su momento, y puede resultar, visto lo visto, como profético.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 7 de octubre de 2010

Ortodoxia y herejía

Bauer, Walter, Orthodoxie et hérésie aux débuts du christisnisme, Les Éditions du Cerf, Paris 2009, 348 pp, 14,5 x 23,5 cm (Carthaginensia 26 (2010) 217-218).

Estamos ante una nueva reedición de la obra fundamental de Bauer en donde propone las tesis de sobra conocidas pero poco aplicadas en la teología, tesis que sí se tienen en cuenta a nivel histórico, pero que el gremio teológico, más preocupado por la dogmática, no ha tenido suficientemente presente. Quizás sería necesario que estas reediciones se instituyeran como norma no escrita para conseguir que los estudiosos no olviden lo que no es novedad editorial. La editorial Cerf ha querido hacer la traducción francesa del original alemán con el fin de hacer también una puesta de la obra en el candelero, porque reconoce que la lengua de Balzac no contaba aún con una traducción, traducción que en tierras de Iberia se pospondrá sine die.

Digamos de entrada la tesis tan afamada de esta obra y que se resume con absoluta facilidad, manteniendo esta tesis la belleza de las cosas sencillas en las que uno cae cuando se las muestran y ya la razón no puede sino asentir: en los orígenes del cristianismo, la ortodoxia y la herejía no mantienen una relación de jerarquía donde la herejía sería siempre de segundo orden, sino que la herejía es la representante original del cristianismo en numerosas regiones. Esta tesis no ha podido ser rebatida en sede histórica, pero la teología no la ha tenido en cuenta por utilizar un criterio más ceñido a la elaboración del canon que al devenir histórico. Si canónicamente es cierto que la herejía es secundaria, históricamente también lo es que no es así.

Bauer parte de las ideas que la propia ortodoxia tenía de sí misma y cuya concepción nace en el siglo segundo. Las principales consideraciones de la Iglesia primitiva respecto a sí misma y a la herejía son básicamente cuatro: Jesús reveló su doctrina de forma perfecta y pura tras su Ascensión a los apóstoles, estos se repartieron el mundo y cada uno anunció el Evangelio en una región diferente, este Evangelio continuó propagándose gracias a la acción de los discípulos de los apóstoles, algunos llevados por ideas erróneas y para herir a la Iglesia, transmiten doctrinas falsas, son los herejes, pero la ortodoxia, esta es la cuarta y última consideración, es invencible por descansar en la verdad del Espíritu, mientras la herejía es obra de Satanás.

Esta ha sido la historia contada por la tradición hasta casi nuestros días, pero la historia efectiva no nos aporta esta visión tan lineal. La historia lo que nos muestra es que “ortodoxia” que los vencedores de la contienda doctrinal otorgaron a su propia concepción del cristianismo. No entramos en si eso debía ser así o no, porque en historia no existe el deber ser sino lo que realmente fue. Otra cuestión es la perspectiva pseudohegeliana que entiende que el vencedor de la historia justifica retrospectivamente todos los hechos y transforma lo real en racional, aunque la historia contradiga casi a cada paso este dictum.

La obra se estructura en diez capítulos en los que se abarca todos los aspectos posibles sobre los inicios del cristianismo. Los dos primeros son espaciales: Edesa y Egipto son las regiones donde el nacimiento de la herejía es más fuerte y los textos reflejan esta realidad. A continuación en los tres capítulos siguientes aborda las cartas de Ignacio de Antioquia, de Policarpo y de Clemente como la configuración de la ortodoxia. Para los capítulos del sexto al noveno queda la controversia entre ambas posiciones, los medios de su combate y los escritos que dan fe de la dura batalla que supuso la obtención de un cristianismo uniforme en el imperio romano. El capítulo décimo supone un resumen de todo lo expuesto y la aplicación concreta del método histórico al estudio de los orígenes del cristianismo tal y como lo conocemos.

Si exponemos de forma sistemática los logros de la obra tenemos que la ortodoxia es la forma normal del cristianismo en Roma y los territorios occidentales, mientras que al este de Hierápolis es la herejía el modo normal del cristianismo. Hacia el año 100 se entabla un combate “a muerte” por Roma para controlar el cristianismo en el orbe conocido. Se extiende su control a Corinto y avanza hacia el este. Para los comienzos del siglo segundo, la Iglesia Católica se identifica con la totalidad cristiana y para fin del siglo, la conciencia romana distingue netamente entre la Iglesia Católica o Gran Iglesia y la massa perditionis de heréticos. Mientras en el lado de la ortodoxia hay unidad, en el de la herejía es imposible, su rasgo esencial es la diversidad. Nadie puede imaginar un frente común de entre marcionitas, montanistas y valentinianos. Esta característica de pluralidad es la que le hace débil frente a la ortodoxia, pero no fue esta la causa decisiva del triunfo de la ortodoxia, ya romana, sino que lo fueron los acontecimientos históricos: las zonas donde la herejía tenía más fuerza, sea en África o en Asia, sucumbieron al avance del Islam y a la simbiosis con otras tradiciones religiosas, con ello perdieron su impronta netamente cristiana y lo cristiano quedó identificado con la ortodoxia romana.

La obra se completa con dos suplementos a cargo de Georg Strecker, el primero sobre la cuestión judeo-cristiana, que en la obra de Bauer quedaba necesitada de actualización, y otro sobre la obra en los distintos autores contemporáneos de Bauer, como Bultmann. Esta última parte de la obra sirve como cierre del círculo, quedando el resultado final perfecto. Por eso decimos que estamos ante una edición magnífica que no sólo actualiza la obra sino que la sitúa con absoluta precisión en su contexto y en el nuestro. Es urgente plantearse una traducción al castellano.

Bernardo Pérez Andreo

domingo, 26 de septiembre de 2010

Pensar la fe para renovar la Iglesia

Nardello, Massimo (ed.), Pensare la fede per rinnovare la Chiesa. Il valore della riflessione del Concilio Vaticano II per la Chiesa di oggi. Miscellanea in onore dell’80º genetliaco del prof. Mons. Augusto Bergamini, San Paolo, Milano 2005, 421 pp, 14,5 x 21 cm (Carthaginensia 23 (2007) 539-541).

El presente volumen ha nacido del respeto y el cariño que durante muchos años se ha granjeado el profesor en la diócesis de Modena, Augusto Bergamini. Nacido en 1924, su formación le situó en el centro de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, pero más importante para su diócesis ha sido la fundación de la Escuela de Teología para Laicos en 1973, que se transformó en Instituto de Ciencias Religiosas (1986) y en Instituto Superior de Ciencias Religiosas (1995), dirigiendo estas instituciones desde su primera fundación hasta 2001 ininterrumpidamente. No es de extrañar, por tanto, que el actual director de esa institución, Massimo Nardello, sea el encargado de preparar el volumen de homenaje a tan estimada figura. El criterio elegido no podía ser más apropiado y feliz. Teniendo presente que Bergamini jugó un papel importante en la renovación litúrgica y que su magisterio ha girado en torno a la problemática de la teología fundamental, más en concreto, el diálogo interreligioso, la obra se estructura en torno a los cuatro documentos fundamentales del Concilio. En torno a ellos, un nutrido grupo de teólogos, presentan unos trabajos orientados todos ellos a pensar la fe con la intención de renovar la Iglesia. Como se colige fácilmente, ese fue el motor del mismo Concilio en la voluntad del propio Juan XXIII y ese es el corazón de este trabajo, reflejo de la intención misma del homenajeado.

Los textos de los distintos autores se agrupan en cinco grandes Áreas, tras la obligada reseña bio-bliográfica de la figura de Augusto Bergamini, en donde se destaca la categoría fundamental de su teología histórico-salvífica: «en cuanto narración, la fe cristiana encuentra su actuación en la liturgia». Con este principio rector se puede entender la producción teológica de Bergamini. El resto del volumen lo componen las cinco Áreas que reflejan los cuatro principales documentos del Concilio. La primera de ellas está dedicada, como no podía ser de otro modo, a Sacrosanctum Concilium (37-104). Se agrupan tres textos en torno a la vivencia litúrgica de la fe. El primero es una relectura de 1 Cor 11,23; el segundo, un análisis de la Eucaristía como motor de la Iglesia y comunicación del Evangelio; y el tercero, una exposición del leccionario de la Beata Virgen María en la liturgia romana. La segunda Área se dedica a Dei Verbum (105-160), recogiéndose otros tres trabajos, entre ellos una relectura de 1 Pe en Dei Verbum y una reflexión entorno a los nuevos procesos de iniciación cristiana. La tercera de las Áreas está destinada a Lumen Gentium (161-234), donde se reúnen cuatro textos entre ellos el de Nardello sobre Cristianos desunidos de Congar, del que diremos una palabra después. El Área cinco recoge los textos que se relacionan con Gaudium et Spes (235-362), es la más extensa y completa. En ella se encuentran cinco textos, el primero analiza la contribución de Pío XII a la paz, y la recorre a través de Pacem in terris y Gaudium et spes. El segundo, texto de Piero Coda, expone el valor civil del diálogo interreligioso, de él diremos algo más. Los otros tres realizan una aproximación desde tres aspectos del documento conciliar: la ética y la cultura, la Iglesia en el mundo y la familia. En la última de las Áreas, la sexta (363-411), se lleva a cabo la actuación del Concilio en la Iglesia de Modena después del Concilio, cómo se llevó a cabo en el ámbito pastoral. Son cuatro textos que permiten «hacer memoria de todos los que han contribuido, guiados por el Espíritu, para redescubrir la Sagrada Escritura en la Modena del post-concilio» (370), y conocer así una Iglesia particular que supo estar a la escucha del mundo, como quiso el Concilio.

Hemos dejado para el final dos textos que nos parecen de un gran valor en los tiempos que corren, y centrales en la obra de la que tratamos. Pensar la fe para renovar la Iglesia pasa hoy por el diálogo ecuménico, en primer lugar, y el interreligioso, seguido del diálogo con la cultura. En este sentido van encaminados los dos artículos que queremos resaltar. El primero de ellos es el trabajo del editor del volumen, Unidad de la Iglesia y perspectiva ecuménica en Cristianos desunidos de Y. Congar (1937) (187-208). La elección de Congar para pensar la unidad de la Iglesia no es casual, porque ha aportado conclusiones innovadoras en el momento histórico que ha vivido, por ejemplo, la perspectiva, recogida por el Concilio, de que los cristianos de otras iglesias pueden salvarse sin prescindir de su confesión. Esta afirmación permitió abrir nuevas vías de comunicación con los hermanos separados que estaban cerradas desde el encastillamiento católico. Hoy podemos aprender del joven Congar aquella distinción entre la dimensión mistérica y la visible de la única Iglesia de Cristo. Todos los cristianos formamos parte de la dimensión mistérica de la Iglesia, algunos también de la visible, de esta manera «ecumenismo y reforma non son sino dos caras de la misma moneda» (208).

El otro texto es el de Piero Coda, El valor civil del diálogo interreligioso (273-286). Si el anterior miraba hacia atrás para coger impulso ecuménico, este mira al mundo actual para asentar una posición fuerte en el mundo y en la Iglesia: el diálogo entre las religiones puede aportar al mundo paz, armonía y prosperidad. Ante la situación mundial de desafío lanzado por el proceso globalizador, las religiones tienen la obligación de «deponer las armas de la recíproca intolerancia» (273) para dar al mundo un ejemplo de fraternidad, porque, los viejos peligros no han desaparecido, antes bien, se han multiplicado a la velocidad que corren los datos en la sociedad de la información.

Creemos que, en su conjunto, es una obra digna del homenajeado y digna del título con el que se pretendía mostrar el respeto y el cariño a un profesor que se jubila, es decir, que se alegra por haber tenido tantos amigos que quieran participar. No podían haber escogido mejor excusa, el Concilio Vaticano II, ni mejor título, pensar la fe para renovar la Iglesia, para un propósito tan loable.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 9 de septiembre de 2010

La mujer y el sacerdocio

Piola, Alberto, Donna e sacerdozio. Indagine storico-teologica degli aspetti antropologici dell’ordinazionde delle donne, Effata’ Editrice, Torino 2006, 720 pp, 17 x 24 cm (Cathaginensia 25 (2009) 485-486).

“Que la Iglesia no tiene de ningún modo la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta sentencia debe ser tenida de modo definitivo por todos los fieles de la Iglesia”, con estas palabras, Juan Pablo II cerraba definitivamente las puertas a la ordenación de las mujeres en la Iglesia. Pero, paradojas de la vida, se abría un enorme debate en el interior y fuera de la Iglesia. Los anglicanos han aceptado la ordenación de mujeres para el sacerdocio y también para el episcopado, lo que ha cerrado el camino hacia una futura unión de las dos tradiciones. En el mundo secular se entiende bastante mal esta prohibición, al calor de toda la ideología del género y de un supuesto derecho a la igualdad. En fin, que tras las palabras del magisterio, se hace más necesario aún repensar esta norma que la Iglesia ha cumplido siempre y que hoy es tan mal comprendida. A esto se ha puesto Albero Piola en este ingente volumen que recoge casi todo lo que era necesario para hacerse una idea de cuales son los motivos por los que la Iglesia se muestra remisa a la ordenación sacerdotal femenina.

720 páginas, 86 páginas de bibliografía y 1340 notas a pie de página, dan cuenta del ingente trabajo realizado por el autor con el fin de plantear el status quaestionis de la ordenación de la mujer en la Iglesia en su tesis doctoral, dirigida con maestría por Luis F. Ladaria sj., actual secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Una obra bien trabada y construida en torno a dos principios, uno histórico-teológico y el otro sistemático-dogmático. La primera sección (11-106) pone encima de la mesa la postura del magisterio desde el punto de vista sistemático-dogmático. La posición del magisterio es clara y tiene tres puntos de apoyo: 1. la propia concepción del sacramento del orden; 2. la relación entre Escritura y Tradición; 3. un argumento antropológico de igualdad, pero un recurso a cierta conveniencia para no ordenar mujeres. La cuestión queda así cerrada desde el punto de vista del magisterio y, además, está totalmente justificada desde el punto de vista sistemático. Pero es necesario analizar el aspecto histórico y teológico.

La segunda sección (107-568) es una indagación de la teología católica, haciendo un alto en los momentos clave de la problemática: época antigua, medieval, surgimiento de la cuestión y el debate del Concilio Vaticano II. El problema de la ordenación de mujeres, es un problema exclusivo del siglo XX. Hasta esa época fue aceptado por la Iglesia y enseñado, al menos implícitamente, por el magisterio que la ordenación sacerdotal está reservada a los varones. En la época antigua, no se encuentran apoyos suficientes para afirmar que la mujer tuviera algún tipo de cargo directivo e instituido en la Iglesia, exceptuado el caso de las diaconisas en tiempos muy primitivos y el caso de la herejía montanista, donde la mujer cobró bastante importancia. No se encuentra apoyo en la Iglesia primitiva para poder afirmar la ordenación de mujeres. Esta falta de apoyo no sólo se mantendrá en la época medieval, sino que aumentará hasta el punto de nacer una teología casi antifemenina. Sobre todo se va construir toda una argumentación más antropológica que bíblica o teológica, según la cual, la mujer es inferior al hombre tanto por cuestión meramente biológica, en dependencia de las tesis aristotélicas, como por disposición divina en el orden de la creación. Cierta lectura del libro del Génesis, unida a una cuestión factual: las mujeres no ocupan cargos en el mundo, acabarán ahormando una argumentación en contra de la ordenación femenina, más implícita que explícita. Será el derecho canónico en estos siglos el que reglamente lo que era ley de vida entre los cristianos.

Con el alborear de la modernidad, cambian poco las cosas en esta cuestión. Como muestra un botón. Dos de los grandes autores de la época, Domingo Soto y Gabriel Vásquez, aportan argumentaciones que profundizan en la doctrina medieval. El primero afirma la incapacidad para recibir el orden por defectos de razón, de libertad, de edad, de cuerpo y de alma. El segundo por la naturaleza misma de la mujer y del sacramento. Como se ve, argumentos más antropológicos que otra cosa. Hasta la llegada del Concilio Vaticano II van a cambiar poco los argumentos, tanto en el lado católico como en el protestante. Será ya a las puertas del Concilio cuando se abra la posibilidad de una nueva perspectiva, más favorable a la mujer, aunque sin permitir la ordenación. Será el jesuita Rondet, haciéndose eco de las intervenciones de Pío XII, el que afirme que la mujer no es inferior al hombre, sino diversa. En virtud de esta diferencia, corresponde al hombre el sacramento y no a la mujer, pues la mujer está hecha para ser madre, incluyendo la maternidad espiritual, por lo que no hay que restringirla al ámbito doméstico.

A partir del Concilio se inicia un tiempo que nos lleva hasta hoy, marcado por la apertura al mundo laico, las posiciones adoptadas por otras tradiciones eclesiales y la propia controversia intracatólica. Es un tiempo de debate y de profunda argumentación, en el que se sucederán posiciones extremas hasta la excomunión de algún obispo. El final ya es conocido, porque es el inicio de esta obra: la Iglesia católica no se siente legitimada para ordenar mujeres.

La conclusión (569-600) nos propone una serie de avances para una mejor inteligencia de la postura del magisterio. Lo primero de todo, la revalorización de papel de la mujer en la Iglesia, lo que no impide que algunos roles no le sean permitidos. También hay que expresar la necesidad, querida por el magisterio, de afirmar una visión de la mujer evangélica, a la altura de los tiempos en que vivimos. Además, hay que afirmar la “reciprocidad complementaria” entre el hombre y la mujer, como enseña Juan Pablo II, complementariedad que implica de un lado distinción de funciones, y de otro igualdad de derechos. De esta manera evitaremos repetir los errores pasados de una antropología poco cristiana y demasiado de este mundo.

Bernardo Pérez Andreo

lunes, 23 de agosto de 2010

Notas del Concilio Vaticano II

Cardinal De Lubac, Henri, Carnets du concile I-II. Introduit et annoté par Loïc Figoureux. Avant-propos de François-Xavier Dumortier, s.j., et Jacques Prévotat. Préface de Jacques Prévotat, Les Éditions du Cerf, Paris 2007, 566 + 567 pp, 14,5 x 23,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 220-222).

Aparece otra obra sobre el Concilio Vaticano II, pero no es una más. Se trata de los Carnets du concil, es decir, de las anotaciones casi diarias que el, a posteriori cardenal, tomara antes y durante la realización de aquel gran evento de la Iglesia. Hay que notar que no hace mucho apareció una obra de semejantes características de otro que también llegara a ser cardenal, Yves Congar. No sucede esto por algún capricho del azar histórico, al contrario, es muy de agradecer que estas dos obras ya estén al alcance de los hijos de la Iglesia con el fin de poder asistir, como en directo, al acontecimiento eclesial cumbre del siglo pasado. Uniendo las dos obras contamos con casi 2.400 páginas para reconstruir nuestra propia historia y, de paso, retomar el pulso a los gozos y las esperanzas del mundo de hoy. Nada hay mejor para cumplir este propósito que sumergirnos en testimonios de protagonistas que vivieron con pasión aquellas circunstancias tan especiales para la Iglesia y el mundo. En especial estos carnets mantienen la frescura del momento, están como recién escritos, nos transportan a la situación vivida con premura pero también con lucidez.

Los dos volúmenes que tenemos de carnets en esta magnífica edición de Figoureux, ven la luz con ocasión de la edición de las Obras completas de Henri de Lubac en cincuenta volúmenes y de una bibliografía en cuatro volúmenes, todas ellas publicadas con buen criterio editorial por Éditions du Cerf. Cuando concluya la edición contaremos con un impagable material para el estudio y la profundización en uno de los autores más influyentes del siglo XX en la Iglesia católica. Es de desear que pronto se inicie la traducción a la lengua de Cervantes, con el fin de que un mayor número de creyentes puedan acceder a este pozo de saber y la teología gane en conocimiento de un pasado que, se antoja, parece excesivamente lejano.

Esta edición de los Carnets no se basa en la manuscrita que, desgraciadamente, se ha perdido. Se trata de la fotocopia de los seis cuadernos originales realizada a título de documentación por Ph. Levillain con el consentimiento del P. de Lubac para la realización de su tesis La Mécanique politique du Vatican II: la majorité et l’unanimité dans un concile. Gracias a esto podemos acceder a un texto que, de otra forma, habríamos perdido irremediablemente. Es muy posible que su pérdida fuese querida por el propio autor. En una nota manuscrita consta lo siguiente: “estas páginas no deben ser publicadas. Son recuerdos personales, simples anotaciones para mi uso, notas diarias para el trabajo propio” (XXV). Aún así, el texto es absolutamente fiable y conserva los errores propios de la urgencia. Ciertos nombres son erróneos, fechas y acontecimientos no están precisados con corrección, pero eso, lejos de restar valor lo aumenta. La excelente edición crítica subsana lo que la premura erró. Pero es eso mismo lo que da lozanía y vigor al texto y nos pone como observadores privilegiados de los acontecimientos. Casi tenemos una fusión de narradores extraordinaria. El relato suele hacerse en tercera o primera persona, pero a veces toma la piel del otro y nos describe sentimientos y reflexiones. La mayor parte de la redacción mantiene un estilo casi periodístico, como levantando acta del acontecimiento.

El texto en sí consta de seis cuadernos, que comienzan en datación del 25 de julio de 1960 y concluyen el miércoles 8 de diciembre de 1965. El volumen primero de esta obra recoge hasta el 2 de septiembre de 1963. Salvo la fecha, nada hay que interrumpa la lectura, por demás ágil y amena. El 25 de julio recibe la nouvelle étonnante que dará comienzo a todo, el 6 de agosto la confirmación de Ottaviani. El 11 de noviembre llega a Roma y de aquí hasta el 11 de octubre de 1963, inauguración oficial del Concilio, nos relata el laborioso trabajo de organización de las comisiones y la labor subterránea de unos y otros para conseguir situar a sus hombres en los lugares más propicios de salida antes del comienzo del Concilio. Como ejemplo de esto, nos relata el asunto del padre Shökel, al que se intentó minimizar, pero una oportuna llamada telefónica del papa dejó las cosas en su sitio (25-29). Se trataba de una pequeña lucha entre los que pretendían que el Concilio recogiera los resultados de las investigaciones bíblicas, patrísticas y litúrgicas y los que venían de un “pequeño sistema escolar, ultra-intelectualista sin gran intelectualidad” (34), como la que refleja el pasaje del 9 de marzo de 1962 en el que se produjo en sesión preparatoria sobre el documento De matrimonio et familia christiana la siguiente situación. Terminadas las intervenciones, el viejo arzobispo de Agrigento tomó la palabra para realizar una “intervención ridícula y patética” en la que manifestaba su asombro y escándalo ante “cosas indignas de la fe cristiana y contrarias al Evangelio”. Una vez sentado, el P. Tromp tomó la palabra y dijo: “ todo eso que recuerda el Excellentisimus Dominus, nosotros lo hemos dicho. Y se pasó a otra cosa” (77). Estas disputas tienen una gran fuerza pedagógica para la Iglesia de todos los tiempos, a veces hay que dejar en el camino a quien no quiere caminar.

Este proceso preparatorio concluye el 11 de octubre de 1962, fecha de apertura del Concilio. Las palabras del P. de Lubac son un perfecto resumen de lo que había sido el pasado y lo que se esperaba para el tiempo nuevo: “esta mañana llueve; pero el sol volverá pronto… Ceremonia imponente. Tristeza, pese a todo, viendo el contraste con la situación real de la Iglesia en el mundo” (104-105). Situación que algunos se empeñaban en profundizar, caso de Lefebvre, cuyas intervenciones son sistemáticamente intransigentes. No están dispuestos a dar su brazo a torcer, todo lo contrario que la mayoría, siempre dispuesta a transigir, como en la reunión del 18 de noviembre de 1962. Allí reunidos había diez obispos y ocho teólogos, entre ellos Joseph Ratzinger. El motivo era intentar salir del impasse en torno a tres cuestiones: el ámbito del término “pastoral”, aplicado a la labor del Concilio, la Escolástica y el giro ecuménico. Después de intervenciones importantes, Ratzinger tomó la palabra para hacer una propuesta muy sensata: que en el interior de la Comisión hubiera peritos de tendencias diversas como única manera de que el trabajo sea “verdadero y sincero” (328).

Si el primer volumen llega hasta el fin de la primera sesión, el segundo volumen de estos Carnets contiene las restantes sesiones del Concilio. Su lectura nos incita a buscar la acción del Espíritu en este gran evento de la Iglesia. Sin miramientos ni delicadezas, de Lubac va desgranando la más pura intervención divina en la más crasa acción humana. se trata de un esfuerzo por comprender la realidad humana y divina de la Iglesia de Cristo, santa y pecadora, casta meretrix, Jerusalem y Babilonia. Se trata, al fin de una obra imprescindible desde el punto de vista teológico, pero también histórico y literario. Su valor aumentará con el tiempo y, la completa edición, rematada con los anexos, índices y glosarios aportará un precioso material al estudio del Concilio vaticano II.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 12 de agosto de 2010

La fenomenalidad de Dios

Lacoste, Jean-Yves, La phénoménalité de Dieu. Neuf études, Les Éditions du Cerf, Paris 2008, 230 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 25 (2009) 216-217).

La obra consta de nueve estudios publicados en los últimos tres años en diferentes revistas especializadas y obras colectivas. A pesar de la diversidad de origen y motivos, la unidad interna de la obra está asegurada por un hilo que recorre el conjunto: pensar la manifestación de Dios en la percepción del hombre. Se trata de retomar cierta fenomenología en su sentido más originario para poder captar aquello que no se deja atrapar y de lo que es más fácil, según Santo Tomás, saber lo que no es. Para ello se pretende avanzar desde la tensión dialéctica entre filosofía y teología, sin caer en una fácil filosofía teológica que integre irenísticamente ambas ramas del saber en su punto de unión: la preocupación por lo divino. No, hay que mantener la tensión y la distancia. Si fusionamos sus horizontes, la teología perderá su búsqueda más esencial del ser amable de Dios; y la filosofía dejaría de ser un saber racional que nos proporciona las condiciones de posibilidad de cualquier discurso, también el teológico. La distancia es el seguro contra todo fideísmo ingenuo y cualquier racionalismo reduccionista.

La obra se abre con un primer capítulo que sitúa la perspectiva del pensamiento sobre Dios en los márgenes de la filosofía y la teología (La frontera ausente). El estudio parte de Migajas filosóficas de Kierkegaard, texto antihegeliano donde los haya, pero que nos pone sobre la pista adecuada para afrontar la manifestación de Dios en la realidad humana. La única percepción posible se da en los márgenes del pensamiento, sea filosófico o teológico. Así delimitado el terreno de juego, podemos comenzar por tratar el segundo problema: percepción, trascendencia, conocimiento de Dios (33-54). Si Kierkegaard delimita la acción, Husserl demarca la percepción, porque la naturaleza misma de las cosas resulta imposible a la percepción humana, esta llega al hombre en una “percepción sintética”. Hacemos una síntesis propia y completamos lo que falta a la realidad percibida de las cosas. La cosa “dios” debe ser percibido en su fenomenalidad, pero Dios trasciende su propia fenomenalidad, es en la parusía que trasciende la presencia. Pero la presencia es la única manera de vivir el amor, amor que es el Dios cristiano. He aquí el problema central de todo conocimiento de Dios: su futura presencia, su parusía, es su fenomenalidad.

Los tres siguientes estudios abordan esta problemática de la fenomenalidad divina en la paradójica “necesidad de que el Dios del que hablamos sea el Dios al que hablamos” (85). Por eso el amor a Dios hace posible el conocimiento de Dios, no hay conocimiento de Él sin amarlo. Esta integración en el horizonte de la percepción sintética, abarca lo intelectual y lo sensitivo, deviniendo lo más conocible posible. La paradoja llega a su extremo: Dios se da a conocer en la relación de ratio et caritas (110). De esta manera, la Existencia y el amor de Dios (111-132) es la relación más nítida entre el hombre y el conocimiento de Dios. No Husserl, sino Heidegger, nos da la fundamental relación. Filosofía y mundo se reenvían mutuamente. La filosofía como empresa imposible de pensar a Dios; el mundo como la ausencia de Dios. Filosofía y mundo quedan vacíos a la espera del sentido y la existencia del hombre es a-tea. Pero el amor que Dios nos solicita, su parusía prometida, es la salida a este nihilismo filosófico. Dios resulta, simplemente, necesario para el hombre. Esto es lo que se analiza en el sexto estudio La fenomenalidad de la anticipación. El hombre, el mundo, son realidades dadas por anticipado. El ser es sido antes de llegar a ser lo que es actualmente. El hombre en el mundo vive a causa de la anticipación, de la previsión, de las tentativas de ser. Esta fenomenología de la anticipación concluye con la anticipación absoluta, la escatología. Nuestro ser es un ser dado, es donación. Esta donación sólo puede producirse como fruto de una anticipación del amor futuro, es decir, la donación como promesa, tema del séptimo capítulo. Allí se ve que la donación y la promesa se entienden en relación mutua, no hay una sin otra. Cuando prometo algo a alguien, lo hago bajo el signo de un don, de un don que es promesa. Cuando doy algo a alguien estoy dando a la vez la promesa de una continuidad en el don. Don y promesa también se reenvían. Pero el máximo don es el don de sí mismo a un sí mismo.

Los dos últimos capítulos, De sí a sí y Resurrectio carnis concluyen este proceso de descifrado de la fenomenalidad de Dios. En último término, la fenomenalidad de Dios se juega en la existencia del hombre. El sí mismo se encuentra como un don de sí mismo en apariencia, pero su mismidad queda investida previamente por la promesa escatológica. La propia carnalidad está en equilibrio sutil entre la consistencia del ahora y la inconsútil ausencia del futuro. La única forma de asegurar la presencia de la carne es la apuesta por la resurrección de la carne como don ofrecido en el futuro, pero como prenda presente de un compromiso real, mas la carne está destinada a morir para que la fe se manifieste en toda su pureza (219). El punto focal de fusión entre la promesa y el don, entre el futuro y el presente, entre la vida y la muerte, entre el hombre y Dios, entre la filosofía y la teología al fin es la liturgia; la liturgia entendida como los ritos en los que los hombres celebran la vida o la muerte o santifican el tiempo ante Dios. Esta liturgia es síntesis y propedéutica de la vida, es el lugar donde Dios se manifiesta de la única forma que es posible a su realidad y a los hombres: como parusía, como ausencia de la presencia. El Dios incognoscible se “siente” y se “vive” en la liturgia “como resurrección anticipada de la carne” (227). He aquí la paradoja extrema que propone Lacoste, que Dios se fenomenaliza en la resurrección de la carne.

Bernardo Pérez Andreo

jueves, 5 de agosto de 2010

Causalidad y Creación

Decossas, Jérôme, Causalité et création. Réflexion libre sur quelques difficultés du thomisme, Les Éditions du Cerf, Paris 2006, 359 pp, 13,5 x 21,5 cm (Carthaginensia 24 (2008) 207-208).

El intento de integrar en el hilemorfismo el concepto neoplatónico de reflexión ontológica está marcado por la necesidad de salir de la Gnosis y eso únicamente es posible si se toma como partners en la reflexión a los dos máximos epígonos de uno y otro. De un lado Santo Tomás y del otro Hegel, deberán responder ante una realidad que es mucho más simple que la creía éste y más compleja que la presentaba aquel. La Gnosis fue el primer intento por superar a Aristóteles desde Platón, o viceversa, pero fue un intento fallido al no tener presente al ser creado en su constitución real, antes bien, creó un molde para pensar el mundo e introdujo en él al hombre, privado por tanto de dignidad ontológica. Hegel quiso salir de la aporía afirmando lo máximo posible del ser humano: el Espíritu que se ha encontrado a sí mismo, pero en el Estado, con lo que el ser creado individual queda degradado a un momento evanescente o a un instrumento de esa Razón absoluta que quiere hacerse historia.

Decossas nos plantea un tema apasionante y difícil. Apasionante porque la cuestión va con el hombre en sí, con la constitución ontológica del creari. Este es el tema por excelencia de toda la aventura filosófica humana y su razón de ser; pero difícil porque nada más complicado que hablar del ser de las cosas que son siendo, es decir, cuyo ser no puede ser discernido del acto mismo por el que las cosas son lo que son: vivere enim est esse viventis (19). En fin, el hombre no está capacitado para responder a la pregunta por sí mismo, pero tiene una necesidad metafísica de hacerlo: en esa tarea le va su ser mismo. Esta necesidad metafísica de la que hablamos nació siendo una expresión metafórica de la realidad y de su mismo ser, pero la metáfora pronto cristalizó en metafísica y los mismos conceptos que podían tener múltiples usos devinieron pétreas formas de expresión contenidas en formidables edificios conceptuales. Cuando Platón, primero, y Aristóteles después, construyeron sus mastodontes filosóficos, el pensamiento humano ganó tanto como perdió. Ganó la posibilidad de crear una estructura estable de reflexión; perdió la candidez del primer encuentro con lo real que había caracterizado a los pre-platónicos (Nietzsche dixit). El miedo a la oscuridad de la metáfora ha sometido también a Decossas. Él también quiere una reflexión pura y cristalina que refleje el ser de las cosas como son, sin mediaciones. Para ello empieza analizando las dificultades del tomismo en la primera parte de la obra: El “creari” como lo absoluto de la causalidad (13-157).

Para empezar, se plantea la problemática, a saber, que Tomás no resuelve filosóficamente el problema de la causalidad (12). Si el acto de creación comunica aquello que se crea porque se posee en sobreabundancia, la cuestión es bien sencilla: ¿qué es exactamente Dios?, porque el hombre, por generación, engendra otro hombre, pero Dios ¿qué crea? El problema central de Tomás es que la causalidad, aunque se aplique cualquiera de los tipos de la analogía, no puede dar cuenta ni de Dios creador ni del creari. Esta aporía es el hueco por donde han entrado todos los gnosticismos, recurriendo al neoplatonismo. También Decossas recurre a una gnosis para salir de la aporía y recurre a Hegel y al idealismo absoluto. La única manera de que el ser sea poseído es que se llegue a ello. La identidad sólo se alcanza por el proceso reflexivo de negación y posterior negación de la negación. De esta manera se llega a la identidad a través de la nada (72). Todo queda integrado en el proceso, nada se pierde y Ser coincide con Pensar. Este proceso es el mismo proceso por el que el Absoluto alcanza su ser Absoluto. Un proceso de alienación originaria que es generosidad sobre-efusiva (157). El Absoluto se libera en el acto de liberarse o darse a sí mismo.

Según lo visto, el proceso por el que Dios deviene Absoluto tiene como momento intrínseco la Creación, porque de otra manera no podría encontrarse tras la negación que supone su propia búsqueda. No está Hegel muy lejos de aquí, por ello entramos en la segunda parte: Esbozo del proceso de Hegel (159-197). Para empezar afirma la tautología hegeliana: Ser=Pensar. La realidad coincide con el pensamiento porque el pensamiento es la verdad de la realidad. Esto es así porque el causante de uno y otro coinciden, ergo Dios es Pensamiento que deviene Ser. Consciente Decossas de que esto roza la Gnosis, propone una lectura probablemente no hegeliana (190) de esta empresa: Hegel sin gnosis (190-194). Sale airoso de esta empresa y arranca la tercera y última parte: Complementos y perspectivas (199-350). Esta última es una parte práctica, se intenta llevar al terreno de la teología moral las consecuencias de haber introducido un concepto neoplatónico, reflexión ontológica, en el centro de una reflexión hilemórfica. El problema estriba, en palabras del propio autor, en “cómo creer o abrirse a lo sobrenatural sin hacerse jansenista” (199). Bien conoce el peligro de su apuesta, pero lo afronta con valentía. La solución está en comprender la causalidad, que es donde empezó el libro, como causalidad in fieri, es decir, que es el ejercicio que la criatura lleva a cabo cuando da su ser a otra criatura sin ser ella misma creadora (350). Salvamos así la distinción entre Creador y criatura, pero explicamos el ejercicio de la causalidad.

La dignidad le adviene a la criatura por su autonomía, si su ser es prestado no lo posee, por tanto no-es. Para ser hay que poseer el ser, de ahí se infiere la necesidad de toda esta reflexión, difícil, intensa, profunda y ardua, pero imprescindible para situar a la criatura a la medida del Creador sin menoscabar en nada al Creador. Acabamos con las hermosas palabras del autor sobre el ser: “el secreto del ser en tanto que ser reside en la eleuterología y en la estaurología” (352), autrement dit, el ser es la libre aceptación de su condición mortal y sufriente, “le reste n’est que conséquence”.

Bernardo Pérez Andreo

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