miércoles, 24 de noviembre de 2010

Fuera de la Iglesia no hay salvación

Sesboüé, Bernard, «Hors de l’Église pas de salut». Histoire d’une formule et problèmes d’interprétation, Desclée de Brouwer, Paris 2004, 396 pp, 15,5 x 23 cm (Carthaginensia 25(2009) 223-225).

Una fórmula magisterial tiene la ventaja de aclarar el terreno en el que los teólogos se mueven en sus reflexiones en bien de la Iglesia, pero en ocasiones las fórmulas se parecen más a las reliquias familiares que hay que preservar que a los aparejos que permiten vivir. El propio cardenal Congar expresaba con cierta ironía la dificultad que reside en un axiomafaussement clair. Pues todo el que lo expresa cree saber con qué intención lo hace, y todo el que lo escucha, mejor o peor, cree entenderlo. Pero, desde hace cinco siglos, justo a partir del momento en que el pétreo axioma se vio enfrentado a su máximo límite, ha ido cayendo de forma paulatina en un limbo dogmático donde duermen el sueño de los justos aquellas realidades teológicas que han perdido el Sitz im leben que las vio nacer y les daba virtualidad operativa.

Decimos cinco siglos, porque fue el descubrimiento de nuevas gentes allende los mares, gentes que nunca habían recibido el Evangelio y que no podían estar condenados por una culpa no cometida, el que provocó la reflexión ante la perplejidad. ¿Sería Dios tan injusto de haber condenado a hijos a los que no se había revelado de forma directa e inmediata? Para resolver este dilema se echó mano de artificios teológicos que permitieran salvar la literalidad del dogma, la bondad y justicia divinas y la tozudez de una realidad que no quería dejarse encerrar en definiciones. Pero el resultado fue nulo y, como siempre sucede en nuestra amada Iglesia, cuando algo no se puede explicar, se lo arrincona en el baúl de los dogmas no impugnables. No es esto lo que quería hacer Sesboüe. Es todo lo contrario: intentar comprender la profundidad de una afirmación que sigue siendo válida para los católicos y para el resto de seres humanos. El problema está en la comprensión del adagio y esta solo puede venir de una reactualización vital del axioma, es decir, hay que encontrar el contexto en el que se puede entender.

Lo primero que hace el autor es delimitar los términos de la cuestión. Nada mejor que analizar las decisiones magisteriales y poner a la vista las mismas contradicciones del magisterio. Mientras el Concilio de Florencia declara la condenación al fuego eterno de todos aquellos que quedan fuera de la Iglesia, el Concilio del Vaticano II, en Lumen Gentium y en Gaudium et Spesdeclara la asociación de todos los pueblos al misterio pascual de una manera sólo conocida por Dios. Todo hombre está llamado a la salvación, los medios que Dios utiliza para conseguir su propósito nos son desconocidos, pero su voluntad salvífica universal prevalece sobre los medios por los que esta pueda o no llegar.

Si comparamos los dos textos magisteriales, vemos una clara contradicción en el dogma. Ambos textos poseen el mismo grado de valor dogmático, y ambos están en contradicción, al menos como están expresados. Aún así, no debemos caer en la fácil tentación de negar la validez del axioma, porque este no es marginal sino que toca los elementos esenciales de la fe cristiana, a saber: la salvación y la Iglesia como instrumento de la misma; la posibilidad de asociar a todos los hombres a la salvación de Cristo; la tarea misionera de la Iglesia; la relación entre la libertad y la Gracia; la unicidad salvífica de Cristo y la relación de la Iglesia con Él. Además de estas cuestiones esenciales de la fe, también encontramos elementos esenciales de la teología, como la hermenéutica de los textos bíblicos, de los textos dogmáticos y de las realidades eclesiales. Las soluciones propuestas han enriquecido el quehacer teológico y abren pistas de reflexión académica y escolar de un gran valor docente y discente. Dicho en palabras de Ratzinger recogidas por Sesboüe: “si la pretensión de exclusividad desaparece, es la Iglesia misma la que parece estar en cuestión” (13).

La obra intenta recuperar el valor de la fórmula a lo largo de once capítulos repartidos en dos grandes bloques. En el primer bloque traza la interpretación histórica de la fórmula, desde el inicio hasta los documentos del Vaticano II. Para hacer este recorrido, comienza por los antecedentes bíblicos en los que aparecen las dos dimensiones de la problemática: la voluntad salvífica universal de Dios, y la necesidad de una mediación reconocida para ello. Será Orígenes quien lo formule con precisión: fuera de la Iglesia, nadie está salvado. Posteriormente, Cipriano, Agustín, Lactancio y Ambrosio irán dando forma y justificación a la fórmula, hasta que Fulgencio de Ruspe la formalice de manera radical, lanzando al fuego eterno a los paganos y a los judíos, es decir, no sólo a los que abandonan la Iglesia, sino también a los que siempre estuvieron fuera. Pero será la Edad Media la encargada de aportar la completa y definitiva carga doctrinal del axioma, determinando la necesidad de pertenencia a la Iglesia católica bajo el romano pontífice. Se trataba de precisar el ámbito de aplicación de la salvación, y este sólo podía definirse de manera jurídica.

Durante los siglos XVI al XVIII, encontramos que la teología se debe enfrentar a la inclusión de las nuevas gentes dentro de su propia formulación doctrinal de la salvación. La solución magisterial residirá en distinguir entre salvación y gracia. Si bien fuera de la Iglesia romana no hay salvación, sí que hay gracia. Todos los hombres reciben la gracia que les impulsa hacia la Iglesia. Pero será la diatriba con el mundo moderno en el siglo XIX, recordemos el Syllabus y el Concilio Vaticano I, la que llevará las posiciones hasta el paroxismo. Su máxima expresión será la formulación popular en los catecismos. La fórmula era inculcada en las conciencias con una dureza extrema, hasta el punto que resultará casi imposible de modificar su férrea materialidad cuando cambien las circunstancias sociales y eclesiales en el siglo XX. Durante este siglo cambiarán las perspectivas desde las que se analizan la cuestión de la salvación. Una visión más existencial e histórica hará variar el punto de partida. No se trata de la salvación jurídica, o de una perspectiva extrínseca, sino de la salvación personal, de las circunstancias de cada cual. Un hito en esta cuestión será el número ocho de Lumen Gentium. Si la Iglesia de Cristo subsistit inla católica, otras realidades eclesiales pueden vehicular la salvación y, por tanto, sí hay salvación fuera de la Iglesia. De la misma manera que los no católicos pueden salvarse, los no cristianos también están asociados al misterio pascual de algún modo. Toda salvación, como dijera de Lubac, viene de la Iglesia, pero ésta no se reduce a la dimensión jurídica.

El segundo bloque, que abarca los capítulos 9, 10 y 11, intenta una reflexión sistemática entorno a la hermenéutica de textos magisteriales. Es una puesta al día y una asunción de las consecuencias que tiene para la Iglesia el análisis de los textos de la Tradición y su interpretación. Recogiendo los logros de este camino elaborado por Sesboüe, encontramos que el Magisterio tiene un deber ineludible de interpretar los textos que le han sido revelados, ese deber implica también el reconocimiento de una deuda. El magisterio siempre está al servicio de la revelación, no es revelación propiamente dicha. Para cumplir la misión de interpretar los textos, la Iglesia entera ha sido agraciada con la infalibilidad, de modo que, en cuestión de fe, no pueda fallar. Formalmente, el magisterio es el que ejerce esa infalibilidad como servicio a la Palabra y al pueblo creyente. Para cumplir con tal infalibilidad en la interpretación, la Iglesiadebe tener presentes unos principios metodológicos: la Palabra de Dios echa palabra humana debe ser interpretada usando todos los métodos para la interpretación de textos; cualquier método que valga para interpretar la Escritura vale, mutatis mutandis, para la interpretación de los textos magisteriales; toda interpretación magisterial es perfectible, de ahí que tenga necesidad de interpretación y adaptación a las circunstancias históricas, porque una formulación dogmática no ejerce su autoridad de la misma manera sobre los contemporáneos que en su devenir histórico; toda formulación dogmática debe ser interpretada según el conjunto de la tradición y el sentido de la fe, aceptando la jerarquía de verdades y la jerarquía de documentos.

Creemos que la obra aporta una manera de enfrentar los problemas de interpretación que han surgido en los años posteriores a la reforma conciliar. Muchos creyeron que se podía hacer borrón y cuenta nueva e inventar la fe ab novo, pero la fe tiene unos cimientos tan antiguos como la propia historia humana y nada se construye, que sea humano, sin contar con la tradición, mucho menos en la Iglesia. La fidelidad a la tradición es la única vía para construir un futuro verdaderamente humano, pero se necesita que el dogma sea flexible, de lo contrario, como decía Avery Dulles, sería de una extrema fragilidad. La única manera de que una estructura se conserve es que sea flexible, “es la flexibilidad la que permite a una estructura subsistir en un mundo en mutación” (378-379).

Bernardo Pérez Andreo

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