Marín,
Higinio, La invención de lo humano.
La génesis sociohistórica del individuo, Encuentro, Madrid, 2007, 330 pp, 15
x 23 cm (Carthaginensia 24 (2008) 225-227) .
“Un montón de escombros”, así define Marín la historia. Este
mismo libro que nos presenta no sería otra cosa que un intento de poner orden
en esos escombros del tiempo, poner sus escombros en orden y “encontrar un
cierto orden que me hiciera habitable la historia de mi mundo, el de un europeo
del siglo XX/XXI” (32). Es de agradecer que un autor exponga de entrada sus
propios prejuicios, porque los
escombros también tienen prejuicios. No es lo mismo un escombro fruto de un
Tomahawk, que el escombro producido por el paso del Katrina, o el escombro humano
de Abu Ghraib. De la misma manera habría que diferenciar entre los escombros de
un tsunami marino y uno financiero, que de todo hemos visto. Tampoco resulta
igual el que deja un suicida en un vagón de metro que el producido por las
decisiones del FMI. Escombros son todos, pero los prejuicios determinan su valoración por nuestra parte. En lo que
atañe a nosotros, tenemos un claro pre-juicio:
el de la cruz, y desde ahí valoramos los escombros
de la historia. No como el Ángel de la historia de Klee, pasmado ante el horror
de la historia, huye despavorido, arrastrado por los vientos del paraíso. Una
tal postura deja sin redención posible todo el sufrimiento y mal que hemos
visto a lo largo de los siglos, esos siglos que median entre el paso a la
creación de las sociedades agrarias simples, donde los bienes se repartían
equitativamente, y el actual Imperio Global Postmoderno, donde doscientos
millones de seres humanos que perecen anualmente por inanición son los escombros sobre los que se construye la
mayor miseria de la historia humana.
Este “ensayo de hermenéutica social e histórica” (39), además
de prejuicios tiene unas sólidas
bases. Aristóteles en el fondo de la reflexión; Vico, Hegel y Rousseau en la línea
de defensa de las tesis expuestas; en la línea de ataque Max Weber y Norbert
Elias. Con todos estos mimbres se construye una ontosociología donde se defiende que el hombre se hace en el orden
sociocultural, teniendo esta realización una potencia ontológica. Ser hombre es
hacerse hombre en los grupos humanos que leen la historia y encuentran un
sentido donde no lo había, es decir, “humanizar es dar sentido” (301), poner
los mojones que delimitan el ser civilizado del no-ser bárbaro. Barbarie y
civilización se oponen como dos enemigos irreconciliables. La historia de la
humaidad puede ser leída al calor de esta distinción y así podríamos hallar
unas “formas epocales del humanismo” (33), entendiendo por “época” un momento natalicio de la humanidad.
Cuatro son estos momentos natalicios
según Marín, y cuatro son los capítulos que conforman el grueso del trabajo,
pudiendo ser calificados como “hermenéutica e historia de la cultura o de los
sistemas culturales” (36), o dicho de otra manera: retablos del proceso en el
que el hombre ha devenido humanidad, por no decir el espíritu que se encuentra
a sí mismo, o la manifestación más absoluta del ser en su propio devenir,
uniendo a Hegel las dos haches que faltaban para completar la trinidad
logocéntrica occidental: Husserl y Heidegger. Como manifestación económica de
esta trinidad inmanente se muestra el humanismo
en cuatro episodios como “una forma de gestionar la propia humanidad que no
puede desprenderse de una idea acerca de lo que resulta ser humano y de lo que
no; todavía más, que lo produce”, también, “cultura o sistema socio-cultural en
tanto que produce y suministra los contenidos de la autoconciencia y la
realización del hombre” (35).
Los cuatro retablos se muestran como cuatro modelos de
realización de lo humano. El primero es el humanismo
aristocrático (41-102), su característica principal reside en su aversión
al trabajo, poiesis crematística lo
llama Aristóteles (68). El tiempo dedicado a la satisfacción de necesidades es
un tiempo perdido, de ahí que sea imprescindible una enorme masa de esclavos
para que algunos pocos puedan ejercitar su ser. Su objetivo no era
primordialmente económico, es decir, aumentar la cantidad de bienes a
disposición de unos pocos, sino metafísico: “abrir la posibilidad de una vida
humana en sentido estricto, esto es, dejar libres las manos de los dueños para
que éstos pudieran con ellas realizar acciones que no se midieran por su
producto” (59). Este primer modelo se desarrolla en Grecia, con el concepto de ciudadano, y en Roma, con su aportación
de persona en sentido legal. La
conclusión, grosso modo, es que ser
hombre es no tener que trabajar.
El segundo modelo es el humanismo
estamental (103-168), desarrollado principalmente en la
Edad Media cristiana. Ahora la humanitas se desintegra y se vuelve a
construir sobre las bases del cristianismo. Lo que antes era el ciudadano o la
persona con derechos, ahora serán los monjes y, por tanto, los monasterios
serán la réplica de la república romana, de la polis o la urbe (126),
los lugares donde viven los seres humanos,
por contraposición a los lugares, los feudos, donde viven los que han de
trabajar. De un lado están los que pueden dedicarse al otium y de otro los que deben dedicarse al neg-otium, al no-ocio. La sociedad entera se organiza como un orden
de estados o estamentos, de la misma manera que las especies biológicas se
organizan estamentalmente. La estamentación es una reproducción de la “estaticidad
e inamovilidad de las identidades biológicas naturales” (135). Este modelo es
un tránsito hacia la creación del individuo moderno, pero un tránsito que
modifica la humanitas por la christianitas. El modelo de hombre es el
que se libera de este mundo y no vive
ocupado por los quehaceres de aquí, sino que la limosna es su medio de vida, es
decir, no trabajar: los oratores.
El humanismo pericial
(169-228), constituye el tercer modelo de lo humano, el de la emergencia del
individuo. Esta emergencia se ejerce en las producciones del mismo,
producciones que están despegadas de todo esfuerzo laboral. El modelo de hombre
es el literato, aquel que consigue mostrar lo más excelso de la humanidad: la
cultura, es decir, el cultivo y cuidado de lo propiamente humano, sin necesidad
de preocuparse por las necesidades biológicas o corporales. Ahora son las
“destrezas periciales” (205) las que dan la medida de la perfección de lo
humano. El saber hacer algo, principalmente relacionado con la cultura, es lo
que hace humano al hombre. Este humanismo pericial sólo puede comprenderse en
una civilización urbana (224), son las ciudades, no la cristiandad o el Imperio
“la objetivación del nuevo sistema sociocultural” (225). Otra vez, ser hombre
es vivir sin necesidad de preocuparse del sustento, vivir de otros que deben
trabajar para que algunos sean verdaderamente hombres.
El humanismo comercial
(229-300) es el último de los modelos o estados en que se muestra la humanidad.
El último como fin de todos los demás, no un telos mas sí un término al que han
llegado. El último modelo de hombre verdadero tampoco está relacionado con el
trabajo sino con la posesión de aquello que permite vivir sin trabajar: el
dinero en una sociedad comercial. De lo que se trata ahora es de modificar el
sentido de las cosas y llamar trabajo a la obtención del dinero, lo otro, el
tener que trabajar para no vivir no es llamado trabajo. El que trabaja es el
empresario, el liberal o el autónomo, ellos son los únicos que han mantenido
viva la llama de la humanitas. Ya no
es tiempo de que surja otra figura epocal de hombre, ésta es la última que nos
ha sido dada, según el autor, y es la última a la que debemos resignarnos
porque “del tiempo del Uno hemos venido a vivir al de lo múltiple según la
organización mínima pero posible que son los mercados y las redes mundiales de
telecomunicaciones” (300). En fin, que el modelo de hombre que se nos propone
como posible en estos tiempos
postmodernos es el broker, aquel que vive en el centro mismo del mercado y la
telaraña global de internet.
Si bien es cierto que no hay realización del hombre sin
cultura (302), también lo es que la cultura es un inmenso mausoleo donde se han
sacrificado millones de víctimas al dios del progreso de la historia. O, en
palabras de Hegel, la historia es un altar donde se ha sacrificado la virtud de
los pueblos. El ara de la historia sólo puede ser redimida por lo humano que
Dios nos ha dado en su Hijo Jesucristo, aquel capaz de entregar su vida por los
demás al no retener para sí su divinidad. No se puede servir a dos amos y ser
hombre es serlo con otros y desde otros, por ello no es compatible ser
verdaderamente hombre con el modelo que nos propone el humanismo comercial: el
de ser un “contexto posible de comunicación de una objetividad fragmentada”
(330). En un sentido propedéutico, la obra es insustituible, nos puede permitir
tender hacia una génesis sociohistórica del
ser-hermano.
Bernardo Pérez Andreo
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