Landsberg, Paul Ludwig, L’esperienza
della morte, Edizione italiana a cura di Fabio Olivetti, Piccola Biblioteca
del Margine, Trento 2011, 119 pp, 14 x 21 cm (Carthaginensia 53 (2012) 233-234).
La angustia frente a la muerte es el tema que está en el
aire filosófico, político y hasta social en los años 30 del siglo pasado. La
experiencia de la muerte se vive de forma constante, no solo como experiencia
individual, sino como experiencia colectiva. La muerte física, pero también la
moral: es un mundo entero el que se está derrumbando ante los ojos atentos de
los finos espíritus de la época. Esa finesse
d’esprit que invade a la Europa de entre guerras le permite no sucumbir
metafísicamente, aunque la desolación moral y física se avecina y los
intelectos más sensibles la expresan en obras de una hondura que no ha tenido
parangón en el mundo posterior. Landsberg es uno de estos espíritus; emigrado a
París huyendo de la barbarie nazi, expone sus ideas, vale decir sus
sufrimientos, en esta deliciosa obra y lo hace no con la experiencia
rimbombante de un Heidegger, ni con el patetismo desencarnado del Husserl de la
Crisis de las Ciencias. No, Landsberg
lo hace con serenidad, con demoledora entereza, de ahí que su reflexión esté
cargada de esperanza, que el patetismo y la tragedia huera no puedan con su
pensamiento, firmemente asentado en la tierra.
La experiencia de la muerte es, ante todo, un problema, un problema para el hombre
como único animal, según Voltaire, que tiene conciencia de su propia muerte, no
una conciencia ambigua de la muerte del otro, sino de la suya propia. Este
problema nos enfrenta ante una experiencia específica de la muerte y, por
tanto, ante una forma muy precisa de ser hombre. Ambas cuestiones deben estar
unidas. El empirismo quedó demasiado pegado a lo fisiológico y no supo dar
cuenta cabal de esta realidad, de ahí que la búsqueda fenomenológica retomara
la labor y Scheler propusiera la muerte como el límite de la criatura y, por
tanto, como algo externo a ella. Algo así elaboró Heidegger, pero situando el sein en el centro de la muerte. No,
ahora se trata de romper ambas líneas de confrontación: ni el ser es para la
muerte, ni la muerte es un límite externo, la muerte es lo que individualiza al
ser humano, de la misma manera que la conciencia de pecado crea la
individualidad. Pecado y muerte, en el mundo judío y cristiano, van de la mano,
lo mismo que Gracia y vida.
La experiencia de la muerte se repite en la muerte del
prójimo. Cada vez que alguno muere se produce un aviso de la muerte. La muerte
llama a la conciencia y lo hace como infidelidad. Si el otro ha muerto para mí,
yo he muerto para él. La muerte es la ruptura absoluta de la relación, de ahí
que en la Biblia Dios sea el único fiel, pues no muere. Esta experiencia de la
muerte es el fundamento ontológico
del ser humano. La conciencia de la muerte convierte un ser vivo en una persona.
Pero, siendo el fundamento ontológico de la criatura humana, no es su ser
profundo. El hombre no es el ser para la muerte, su existencia está orientada a
la realización de sí misma en la eternidad. El papel de la conciencia de la
muerte es instrumental, construye la propia conciencia y nos hace humanos, pero
no es final. La finalidad del hombre es la vida definitiva a través de la
muerte, no contra la muerte. Para ello, la muerte debe hacerse propia, para así
poderse liberar de ella. En la asunción de la propia muerte se produce la
superación de la misma. Llegamos así al final del recorrido, el último capítulo
La experiencia cristiana de la muerte.
La experiencia cristiana de la muerte tiene su fundamento en
la muerte de Cristo en la Cruz y en la vida intratrinitaria. Morir, para el
cristiano, no es perder la vida, sino vivir sin Dios. La vida en Dios, promesa
de la fe cristiana, lleva a dejar la muerte en lo instrumental. Importa, por
tanto, cómo morir, y no el morir. Si la vida divina produce en el hombre una inchoatio vitae aeternae, por la fe en
Cristo, el hombre vive ya como si estuviera plenamente con Dios, esto es la
resurrección, pero ha de sellarla con la muerte. Sin muerte no hay resurrección,
sin muerte no hay vida verdadera. El místico es quien ha entendido esto de
forma concreta. El amor por Dios sostiene el amor a la muerte. La muerte
deviene un lugar definitivo del cumplimiento de la noche mística entre Dios y
el alma, como expresa bellamente Eckhart: “Chi non é radicalmente morto non sa
nulla Della santità che Dio ha rivelato sempre ai suoi amici diletti”.
Son poco más 100 páginas, pero su profundidad y finura a la
hora de encarar el problema dan para pensar largo rato. Como en los frascos
pequeños, aquí tenemos la esencia más pura del pensamiento occidental sobre la
conciencia de la muerte y su superación por la esperanza de la supervivencia
personal. Filosofía y Teología, hebraísmo y cristianismo, pensamiento y fe, se
dan la mano para ahormar una reflexión que puede hacer surgir la conciencia
unitaria que el mundo de hoy, como el de los 30, está anhelando. ¿Dónde está el
filósofo comprometido con el mundo de hoy como lo estuvo Landsberg en el de
ayer? Busquemos en los nuevos Auschwitz.
Bernardo Pérez Andreo
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