martes, 28 de diciembre de 2010

Locura y realidad

Choza, JacintoArechederra, Juan José, Locura y Realidad. Lectura psicoantropológica del Quijote, Thémata, Sevilla, 2007, 204 pp, 15 x 21 cm (Carthaginensia 24 (2008) 227-229).

La risa y la locura han ido de la mano a lo largo de la historia de la literatura. Siempre se asoció a los locos con una cierta incapacidad para mantener la compostura social. Una risa histérica era la muestra de que esa persona había perdido la razón o el seso. Pero lo que Cervantes nos viene a mostrar con su magna obra es precisamente lo contrario: la risa es la única posibilidad de escapar a la locura de lo real; la locura es la única forma de escapar a la cordura de este mundo pervertido. Como nos indica Jacinto Choza en el prólogo, de Don Quijote recibimos “el don de la risa, de una risa que es comprensión y piedad universales” (18). En la obra se produce un trastrueque de la concepción de locura y cordura, realidad y ficción. Cómo va a estar cuerdo alguien que acepta un orden real que implica el sufrimiento de una enorme masa social; cómo va a ser real un orden social en el que la injusticia se extiende hasta límites inimaginables; cómo puede ser identificada como locura la actitud de quien quiere arreglar el mundo desfaciendo los entuertos creados por los hombres. Sólo el don de la risa nos salvará de la locura de creer que este mundo está cuerdo.

Para llevar a cabo esta labor era necesario que se unieran dos especialistas de ramas del saber diferentes. De un lado un catedrático de antropología filosófica y de otro un médico psiquiatra. Entre ambos intentan desentrañar la maldición de Narciso en la que ha quedado aprisionada la modernidad cartesiana. Si Descartes encerró su ego en el solipsismo del cogito negador del otro, Cervantes dejará claro que la mismidad nace de la preocupación por los otros sufrientes, como en aquel famoso capítulo 48 en el que afirma Don Quijote que su conciencia se forma en la atención a los menesterosos. Jacinto Choza y Juan José Arechederra, se reparten el trabajo de aportarnos el hilo de Ariadna que permita salir del moderno laberinto narcisista.

Arechederra, como psiquiatra, afronta la locura de Don Quijote en dos capítulos que conforman la primera parte del trabajo (23-61). En el primer capítulo, dedicado al ámbito médico-psiquiátrico, hace un recorrido por diez autores que han tratado la cuestión de la locura del Quijote. Desde Ramón y Cajal hasta López Ibor, pasando por Castilla del Pino. Después de repasar las opiniones de estos autores, casi todas en la línea de justificar una cierta locura en Cervantes que habría proyectado sobre su personaje, Arechederra defenderá la tesis opuesta: “a don Quijote no puede vérsele ni tratársele como a un enfermo”. A continuación se pregunta: “¿y si loco significara otra cosa en el texto cervantino?”, pregunta que contestará en el segundo y último capítulo de su colaboración, intitulado ámbito filosófico-literario. En él, para empezar, afirma la absoluta desemenjanza entre el mundo cervantino, donde lo humano nace de la preocupación por el otro que está necesitado, y la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental weberiana (51). El Quijote se torna una obra de la más absoluta antimodernidad. Al negarse a aceptar la racionalización de la sociedad moderna, don Quijote, se convierte en adalid de todos los proyectos utópicos que han intentado salir de la cárcel de inhumanidad moderna. Con Unamuno, hemos de aceptar que “está loco el que está solo” y que “una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva” (61). Esta afirmación de Unamuno puede ser leída en cualquiera de sus sentidos y sigue siendo válida.

Por su parte, Choza, elabora la mayor parte de este libro en un estudio llamado Risa y Realidad y dividido en seis capítulos donde desgrana el proceso que va desde el encantamiento del mundo hasta la risa como actitud fundamental: la risa quijotesca. En el primer capítulo de los seis propone la tesis de que el proyecto surrealista que ha desacreditado la realidad en el siglo XX ha desembocado en el nihilismo trágico en que nos encontramos. Este encantamiento de lo real se lleva a cabo por los científicos, conocedores de lo verdadero y lo falso y que demuestran que la realidad sólo son átomos en movimiento y fuerzas mecánicas; también por los intelectuales conocedores del bien y del mal; y los artistas que fabrican monstruos, hadas y guerreros. Todos ellos han desencantado el mundo y vuelto a reencantar a su gusto. No así Cervantes. En su Don Quijote, nos ha mostrado la realidad de los hombres sencillos, capaces de ver el mundo en su diafanidad pura, en su donación absoluta. Tras la catástrofe moderna, el Quijote es el único libro que puede ser leído, decía Malraux, “porque se acerca al corazón del pobre hombre para reconocerlo como entrañable”, porque es “una colección de relatos de pobres hombres”, nos dice Choza (86).

Si la locura nos salva de una realidad deforme, la risa nos salva de la abstracción ideal. La risa rescata al hombre de su alienación en lo ideal, en lo objetivo, en lo representado, cura al hombre de “esa obnubilación que se inicia en Parménides y en Narciso” (134). La risa hace al hombre estar en su propio terreno y no volar hacia regiones ideales construidas heterónomamente. Mediante la risa, el hombre se sumerge en el caos originario del que emerge una realidad verdaderamente humana, una realidad de gozo, comunión, vida abierta y compartida. “Esa es la relación de la risa y la locura con la vida y la sabiduría” (190). El que sabe reírse de sí mismo y de lo que le rodea es más humano y capaz de hacer un mundo humano, como un santo decir sí. La risa y la locura se parecen mucho al gozo del acto creador del universo. Cervantes, en Don Quijote, recupera la locura de la risa ante un mundo que se ha alejado de la realidad lúdica y del gozo de un vivir espontáneo. Aunque suene a tópico, hoy más que nunca se hace necesario releer el Quijote como una obra de humor redentor.

Bernardo Pérez Andreo

viernes, 10 de diciembre de 2010

En qué Dios creemos

Vide Rodríquez, Vicente, ¿En qué Dios creemos?, PPC, Madrid 2008, 175 pp, 14,5 x 22 cm (Carthaginensia 25 (2009) 214-216).

Cuando alguien se dice creyente debería justificar su posición. No explicitando su fe, sino diciendo cuál es el dios en el que cree, o mejor, cuál es el dios en el que no cree. Es más fácil conocer a alguien mediante la negación. De hecho, el cristiano se identifica por su no fe en los dioses de este mundo, por ello fueron perseguidos los primeros cristianos. Su asebeia les hacía reos de muerte ante el imperio. La falta de piedad con ellos estaba a la altura de su obstinación por seguir a uno que decían asesinado por Roma. Es evidente que se lo merecían, si nos atenemos a las normas imperiales, y que ese merecimiento nos puede iluminar hoy, ante un mundo decrépito y en cierre por demolición.

El profesor Vide ha querido volver a explicar qué Dios es ese en el que creemos los cristianos. Lo ha hecho porque cree que los tiempos vuelven a estar maduros para proponer, de nuevo, la fe como una alternativa creíble en este mundo plural, diverso y multiforme. Si la religión ha vuelto, el cristianismo debe aprovechar la ocasión para hacerse un hueco, pero sólo lo conseguirá si es capaz de convencer de su virtualidad en este nuevo mundo reencantado. Aceptamos la tesis luckmanniana de que la secularización sólo supone el fin de una religión que no acepta el pluralismo ideológico, moral y político, pero también aceptamos su reverso en Berger: los extremos son necesarios para autojustificarse. Hay una nueva religión, la religión del mercado que somete las conciencias con total suavidad, pero que dispara las aversiones más brutales, lanzando a seres humanos como misiles contra el centro de las vivencias del mundo secular occidental. Los hombres-bomba son la respuesta desesperada a los logos-bomba de la publicidad mediática. Es decir, el fundamentalismo está aquí porque la religión verdadera no ha sabido llenar el ansia de sentido del ser humano; es el fruto de una derrota, y debemos reconocerla.

Hace bien Vicente Vide en volver a intentarlo, en volver a exponer los elementos de la fe: la revelación, lo sagrado y lo profano, la esperanza… pero, sobre todo, hace bien en no volver a hacer un manual ni un tratado. De eso ya hay mucho y, a veces, no bueno. El autor propone “una síntesis de lo fundamental de la fe cristiana en pocas páginas” (7), y lo hace bien, muy bien, porque consigue expresar de forma ágil, cosa que en teología siempre se agradece para que no parezca un mastodonte medieval, las cuestiones esenciales de la fe cristiana sin que resulte artificial. Se ha dicho que el teólogo es alguien que da respuestas a preguntas que nadie le ha realizado. No sucede eso con Vide. Sus respuestas son consecuencia necesaria del mundo en que vivimos. Ojear el índice lo puede probar. En los primeros seis epígrafes desarrolla las cuestiones básicas de teología fundamental: lo sagrado y lo profano, la idea de religión, la experiencia religiosa, la revelación cristiana, la fe y el supermercado de creencias, y las características de la fe cristiana. Con lenguaje actual y comprensible presenta unos nuevos preambula fidei del mundo postmoderno. Como él mismo nos dice: “ante el retorno de lo sagrado, no necesitamos ni sacralizaciones, ni profanaciones, ni retornos de cristiandades neoimperialistas y fundamentalistas, ni cruzadas laicistas beligerantes, sino trascendencias en la inmanencia e ‘imaginarios’ religiosos que promuevan la dignidad de las personas” (19). Esto se consigue con una religión simbólica, no con una religión diabólica. La primera da lugar a una cita con lo sagrado, la segunda a un desencuentro con el sentido, execrable y dañino (31).

La religión cristiana es simbólica por esencia y permite el encuentro con el Dios de vida que otorga sentido a la existencia, por eso la revelación cristiana es revelación del sentido, porque se expresa como una palabra que da vida y permite convivir a los hombres. Esta dimensión de la fe cristiana la hace especialmente necesaria en un mundo donde el sentido se etiqueta y embotella para su consumo privado. En un mundo sin esperanza pero lleno de ilusiones se termina expeliendo desengaño y el hombre cae en el sinsentido. La fe cristiana responde a esta cuestión con una palabra que se expresa comunitariamente al hombre de hoy.

Los epígrafes del siete al diez recogen la esencia de la fe cristiana: la fe trinitaria. Qué significa creer en Dios Padre, qué significa creer en Jesucristo, qué significa creer en el Espíritu Santo y, en fin, en qué Dios creemos. Esta es la parte dogmática de la obra. No basta con presentar la fe como plausible y necesaria para el hombre, hay que exponer el contenido formal de nuestra esperanza y hacerlo con los datos bíblicos y sistemáticos que la tradición nos ha legado. El resultado es preciso y claro: el Dios en que creemos es amor entregado en la historia humana por medio de su hijo, un ser humano que sufrió y que nos entregó el don del Espíritu para que la historia se tornara en amor y misericordia. El Dios en que creemos es el Dios de Jesús, un Dios solidario, no solitario, que crea creadores, de vida y no de muerte, fiel, bondadoso y verdadero, un Dios de misericordia que impulsa nuestra donación dándose Él mismo, un Dios Amor.

Estamos, en definitiva, ante un libro útil y necesario, que los cristianos recibirán con provecho y al que los que no se consideren cristianos podrán recurrir para poder conocer el cristianismo tal y como hoy se entiende en la teología y en la mayor parte de la Iglesia. Es un libro magnífico para poder entablar un diálogo fructífero con el mundo secularizado y con las otras religiones.

Bernardo Pérez Andreo

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