martes, 30 de agosto de 2011

Yves de Montcheuil: una vida, dos muertes.


Sesboüé, Bernard, Yves de Montcheuil (1900-1944). Précurseur en théologie, Les Éditions du Cerf, Paris 2006, 429 pp, 13,5 x 21,5 cm. (Carthaginensia 24 (2008) 477-479).
«El sentido de la vida y el sentido de la muerte de un hombre coinciden» (339), máxime cuando ese hombre, Yves de Montcheuil, ha muerto dos veces y se quiere evitar la tercera y definitiva. Ejecutado en 1944 por los nazis por colaborar con los maquis franceses, su obra sólo pervivió mientras Henri de Lubac, amigo y mentor, mantuvo la llama de sus escritos hasta 1960, año que Sesboüé considera como su segunda muerte. Este libro nace como el intento de resucitar entre el gremio teológico la memoria de un servidor de la Iglesia y de los hombres como pocos se han dado en el terrible y glorioso siglo XX.
En ese siglo en el que millones de hijos de Dios perecieron bajo la barbarie racista y totalitaria que invadió los países después de haber ocupado las conciencias, algunos no se dejaron inocular por el virus totalitario y tampoco por la cómoda inconsciencia que después podría proclamar con macabra ingenuidad: yo no lo sabía, de haberlo sabido… Este hijo de la Iglesia supo el lugar en el que debía estar, el bando que debía ocupar para poder mantener su conciencia en paz con su fe: el bando de la justicia, la vida y el dolor. Esa coherencia de vida le llevó a la coherencia en la muerte. No, no le quitaron la vida los nazis, la entregó él generosamente como tributo a la humanidad pisoteada en Europa. Mientras él era conducido al cadalso, otros meneaban la cabeza o apartaban la mirada por temor a la venganza de la Bestia. Con su gesto postrero aumentó el valor de su obra teológica, ya definitivamente unida a su propia vida.
La obra se presenta como el itinerario vital e intelectual de un teólogo que estaba llamado a ser de los más importantes en la Iglesia de postguerra y preconciliar. Sus intuiciones y su formación le habilitaban para abrir caminos por donde nadie había transitado aún. Su formación académica estaba muy cercana a la filosofía y sus reflexiones sobre Blondel y San Agustín así lo atestiguan. Son muchas las semillas que podemos ver esparcidas por sus obras y que han dado frutos abundantes olvidadas de la sabia mano que las sembró. Algunas de sus intuiciones se tornaron documentos conciliares, nada menos que Lumen Gentium o Gaudium et Spes. Otras tenían el valor de la profecía, como sus pensamientos en torno a la presencia real.
A lo largo de once intensos capítulos, se va desgranando el quehacer teológico de este hombre que supo unir su vida y su obra en un magnífico edificio sólidamente construido y perfectamente acabado. Desde sus lentos años de formación filosófica como joven jesuita, en los que se iba asentando el poso del estudio y la meditación, en Jersey, La Sorbonne, Versailles, hasta que a sus 29 años ingresa el Lyon-Fourvière para la formación teológica propiamente y la elaboración del doctorado en Roma. Terminada la formación, ingresa en el Instituto católico de Paris como profesor, allí comienza sus años como consejero teológico y espiritual de los estudiantes y como resistente espiritual a la ocupación alemana que llegó en breve. En esos pocos años como profesor (1936-1944), desarrolla una labor febril de enseñanza, relación con otros teólogos y filósofos y preparación de escritos. Es de destacar su relación con de Lubac y su interés por la filosofía de Blondel, de la que toma la problemática del sobrenatural y la relaciona con la reflexión entorno a la gracia y la libertad en San Agustín. Entre Blondel y Agustín va respondiendo a la máxima preocupación de su teología: «cómo devenir cristiano permaneciendo hombre» (182). Este giro antropológico que da a la teología se adelanta a lo que será un locus amoenus en la teología posterior. De la misma manera, su reflexión cristológica está cargada de profecía, como afirma de Lubac: «anticipa literalmente, con una precisión maravillosa, eso que debía exponer veinte años después el Concilio Vaticano II» (198).
Aún hay dos aspectos, unidos entre sí, en los que la teología de Montcheuil resulta precursora. En primer lugar, su comprensión del sacramento, y especialmente la Eucaristía, como dogma vivido. En la Eucaristía, la humanidad entera se encuentra con el sacrificio de Cristo, pero este sacrificio único no estará completo hasta que Cristo someta todo al Padre, para ello, el hombre colabora con aquel sacrificio extendiéndolo en el tiempo y haciéndose partícipe del mismo, de esta manera, la Eucaristía es el «sacramento del sacrificio de la humanidad» (230). Unida a la reflexión eucarística se encuentra la eclesiológica, aquí su pensamiento va a ser más que precursor. Como Sesboüé muestra en un cuadro comparativo en la página 293, la obra Aspectos de la Iglesia de Montcheuil coincide asombrosamente, capítulo por capítulo, con la constitución Lumen Gentiun. Otra de las obras del autor, La Iglesia y el mundo actual, publicada póstumamente por de Lubac, posee un claro sabor a otro de los documentos clave del Concilio, Gaudium et Spes. Su preocupación se centra en la relación entre lo espiritual y lo temporal, más exactamente, en cómo se relacionan sin confundirse y sin separarse. La relación está en la misión, el mundo necesita a la Iglesia y ésta vive para su salvación. Dicho de otra manera, «el orden temporal debe estar siempre en relación al orden sobrenatural, al orden de la gracia y de la caridad» (309), pero la Iglesia no puede dictar al mundo su modo de organización si se asegura el bien común.
La obra se completa con la publicación de cinco anexos con textos inéditos de Montcheuil y una bibliografía completa de su obra. Estos inéditos poseen un valor enorme, ya que son textos que él mismo no dedicó a la publicación y en los que se muestra más osado, si cabe, en sus reflexiones. En principio estaban destinados a sus clases y a algunos compañeros, pero, dado su valor, trascendieron inmediatamente y el propio Garrigou-Lagrange hizo un comentario crítico sobre un texto en el que se trataba la presencia real. Los cinco inéditos son, por así decirlo, el meollo del pensamiento de Montcheuil: Gracia y libertad, El deseo natural de Dios, La dialéctica de la Acción, El cuaderno sobre la satisfacción del curso «De Verbo incarnato», y La presencia real. En todos ellos hay algo muy valioso, sabe ver qué es lo que falla en la propuesta tradicional y sabe proponer nuevas vías de desarrollo que el tiempo convertirá en posición oficial del Magisterio.
No estamos ante una conmemoración de la muerte de un teólogo, ni tampoco ante la muestra de gratitud de unos compañeros y discípulos al maestro que se ha marchado a la casa del padre; estamos ante la reivindicación de la memoria passionis de uno de los hijos de la Iglesia que ha encarnado en su vida y su muerte la misión que Cristo confió a sus discípulos en orden al Reino de Dios, por ello, como dice Sesboüé, aunque la Iglesia no tuvo tiempo de crearlo cardenal, aun puede declarar beato a este verdadero mártir de la fe, Yves de Montcheuil.
Bernardo Pérez Andreo

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