jueves, 17 de marzo de 2011

El núcleo perverso del cristianismo

Žižek, Slavoj, El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo, Paidós, Buenos Aires, 2005, 240 pp, 13 x 21 cm (Cauriensia Vol. II (2007) 654-655.).

Como buen ateo, Žižek vuelve al cristianismo como punto de partida y de inspiración para fundamentar una propuesta materialista crítica. Ya lo hizo en El frágil absoluto partiendo del concepto de Dios Padre –el absoluto frágil, ahora se ocupa de Dios Hijo –el núcleo perverso. No anuncia una tercera parte de lo que nos parece una trilogía, en la que es evidente que deberá tratar sobre Dios Espíritu, es decir, de la comunidad de los hijos en el Hijo, pero el tiempo nos dará la razón. En esta aparente segunda parte de la «trilogía trinitaria materialista», el elemento conductor se encuentra enunciado en el extraño título de la obra. La referencia hay que buscarla en la obra de Walter Benjamín, Discursos interrumpidos (Madrid, 1987, 177), en ella se refiere la antigua historia de un muñeco vestido a la turca que era capaz de ganar a cualquier contrincante en el ajedrez. El engaño residía en que no se trataba de un autómata sino que un enano jorobado, maestro en el ajedrez, movía desde su interior al muñeco. Esta imagen la utiliza Benjamin para explicar la relación entre el materialismo histórico y la teología. Si ésta, a modo de enano jorobado, utiliza al materialismo histórico como un autómata, podrá habérselas con cualquiera y vencer. El cristianismo, que posee un núcleo subversivo, y el materialismo histórico, que acumula la fuerza y la capacidad para el trabajo, pueden unirse en una simbiosis positiva para ambas y liberadora para el hombre y la sociedad.

La religión posee una doble función. De un lado una terapéutica que ayuda a los individuos a funcionar mejor en el orden existente; de otro lado una crítica que articula lo malo del orden existente abriendo un espacio a las voces del descontento. Desde esta segunda función, el cristianismo puede ser el núcleo de una crítica que articule la disidencia social. Pero a lo largo de su historia, el cristianismo ha tendido hacia la primera función, por ello necesita del materialismo como máquina que le conduzca por el camino adecuado de la crítica. Žižek sostiene que el núcleo perverso (léase subversivo) del cristianismo «sólo es accesible desde un punto de vista materialista y, viceversa, para ser un auténtico materialista dialéctico, uno debería pasar por la experiencia cristiana» (14). Esta experiencia consiste en la percepción insólita de que la Caída es la redención, «no se trata de que la Redención venga después de la Caída: la Caída es idéntica a la redención, es “en sí misma” ya la Redención» (162). Éste es el motor del cristianismo desde Pablo. Dios quiso que el hombre pudiera elegir caer, esa elección era en sí misma la redención de la situación preadánica de indiferenciación en lo Real. Una vez que el hombre ha caído, comienza la historia y con ella la redención, pero la misma redención es haber caído. La perversidad está inscrita en Dios mismo que puso las condiciones para que el hombre cayera porque quería que lo hiciera, mas por su propia decisión.

Si la Caída es redención, la Ley es amor. El ser caído, sumergido en lo Real que le exige realizarse, se ve perdido en el océano de lo existente, para poder existir necesita los límites precisos de la Ley. En los términos lacanianos utilizados por Žižek, la Ley es el orden simbólico que permite al ser humano insertarse en lo Real sin perecer. Sumergido en lo Real, el ser humano se siente nada, frágil, en una situación de deuda constante, en pecado. El pecado no es consecuencia de la Ley sino de su temerosa relación con lo Real, por su causa, «el sujeto experimenta su relación con la Ley como una relación de sometimiento, por cuya causa la Ley tiene que presentarse al sujeto como una fuerza extraña que lo aplasta» (160). Para liberar al sujeto de esta situación se requiere la intervención del amor que, de un lado es la expresión de la carencia y vulnerabilidad del sujeto, y de otro es la expresión de la superioridad de la carencia. Amamos porque no sabemos todo, pero aunque lo supiéramos el amor sería superior al conocimiento perfecto, como bien sabe Pablo. «El verdadero logro del cristianismo ha sido elevar a un Ser amado (imperfecto) al lugar de Dios, o sea, de la perfección misma. Allí está el núcleo de la experiencia cristiana» (158).

El amor ocupa el lugar de lo imaginario en la triada lacaniana, completada con lo Real (el pecado) y lo simbólico (la Ley). En esta triada, el amor ocupa el lugar de intermediario o demiurgo entre el pecado y la Ley, es el que permite al sujeto superar la angustia ante lo Real sin caer en el sojuzgamiento de la Ley. El amor es la superación de la Ley en su asunción y, por ello mismo, la domesticación de lo Real (el pecado) sin soslayarlo. He aquí donde se hace presente Cristo. Él es la presencia misma de lo Real despojado de su numinosidad; la Cosa misma que se entrega como Pecado para asumirse y entregarse en el cumplimiento perfecto de la Ley: es el Amor perfecto y perfeccionado. En su entrega, muere lo Real como numinoso y lo Simbólico como sojuzgamiento (la Ley), de modo que lo Imaginario se torna Real en lo Simbólico recuperado: el Espíritu Santo o la comunidad. Si hoy el cristianismo no tiene en cuenta el origen de su existencia perderá todo su virtualidad en el mundo, por ello, «para poder salvar su tesoro, debe sacrificarse, como lo hizo Cristo que debió morir para que surgiera el cristianismo» (235).

Esperamos con impaciencia la tercera entrega de esta inacabada trilogía trinitaria materialista en ciernes y auguramos unos resultados fructíferos para el cristianismo del siglo XXI. Como creyente cristiano y como teólogo, confío en la fe de los ateos como fuerza purificadora de la debilidad de los creyentes.

Bernardo Pérez Andreo

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