domingo, 15 de marzo de 2015

Teología sistemática de Pannenberg

Pannenberg, Wolfhart, Théoligie systématique ***. Traduit sous la direction de Olivier Riaudel et Rémi Chéno, Édition du Cerf, Paris 2013, 947 pp, 13,5 x 21,5 cm.

La tercera y última parte de esta obra de Pannenberg tiene su conclusión en la edición francesa a cargo de Olivier Riaudel, bajo cuya dirección se ha realizado la traducción y edición por parte de Édition du Cerf. Se trata del capítulo dedicado a la Iglesia, conclusión de toda teología sistemática como presentación de la doctrina cristiana. Es el volumen más extenso, casi mil páginas, constituido por una reflexión sobre el Espíritu Santo en tanto que don escatológico que mira al cumplimiento escatológico y la salvación de la existencia cristiana, considerada esta como experiencia individual de salvación y gracia, pero dentro de la vivencia eclesial. Como buen protestante, hace una fusión entre la dimensión comunitaria y la individual de la fe, ambas dimensiones constitutivas de lo que es el núcleo de la fe cristiana, en la perspectiva protestante. La Iglesia y los sacramentos son presentados como signos del cumplimiento de la salvación futura, pues el centro de esta salvación es la participación personal de cada cristiano.

Lejos queda la esperanza protestante en la extensión universal de una libertad fundada en la fe, en un mundo marcado por el cristianismo. Este sueño fue de corta duración y el despertar volvió a situar la fe en su base eclesial, intentando, por supuesto, huir de la hierocracia romana y de las desviaciones que los protestantes denunciaron en la eclesialidad católica. A esto se une el hecho doloroso de las divisiones dentro de la Reforma y de la excesiva pluralidad que llevaba a una ruptura de la comunión cristiana que no podía fundarse ni en la Escritura, ni en la fe en Cristo, ni en la propia necesidad histórica. De ahí que el eje vertebrador de esta obra de Pannenberg sea la cuestión de la realidad de la Iglesia, la eclesiología, junto al de la verdad de la doctrina cristiana. En la cuestión eclesial se juega su veracidad el cristianismo, así lo vio la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II y así lo han visto los protestantes tras muchas rupturas. La Iglesia, las iglesias, están llamadas a dar testimonio del Evangelio, este testimonio debe ser vivido en la Liturgia como expresión más nítida de su ser íntimo. La Liturgia y el testimonio cristiano deben estar orientados al Reino, como punto de llegada y meta final de todo el ser cristiano en el mundo, en la historia.



Cuatro densos capítulos componen el volumen. En su numeración continua de la obra son los que van del XII al XV. El primero de ellos está destinado a la efusión del Espíritu, el Reino de Dios y la Iglesia. Se trata de una triada inseparable si se quiere comprender correctamente el ser cristiano. El cumplimiento de la economía divina de salvación, desde las mismas relaciones trinitarias, se lleva a cabo por la efusión del Espíritu en vida, obra, muerte y resurrección de Cristo. El Espíritu constituye el Reino de Dios en la vida de Cristo, pero tras la muerte y resurrección prolonga su acción en el grupo de los seguidores de Jesús, en la Iglesia, encargada tras Pentecostés de llevar el Evangelio a todo el mundo. La Iglesia es el comienzo, germen, del Reino de Dios como misterio de salvación en Cristo de toda la humanidad. La Iglesia es la organización política en el horizonte del Reino de Dios. Con su vida litúrgica, la Iglesia es, en medio de este mundo, un signo y un envío al destino definitivo de los hombres hacia una comunión reconciliada en el Reino de Dios. Por eso mismo, se hace necesario un segundo capítulo dedicado a la comunidad mesiánica y el individuo. Son 440 páginas dedicadas a establecer una verdadera eclesiología protestante donde se muestran los elementos sustanciales de la eclesialidad reformada: el individuo creyente como centro de la fe eclesial, la Iglesia como comunidad de comunión de los creyentes, la acción del Espíritu y sus efectos salvíficos, la fe, la esperanza y el amor y la gracia como justificación de Dios, la presencia sacramental de Cristo en el bautismo y la Eucaristía y el ministerio de dirección como signo e instrumento de la unidad de la Iglesia.

La forma que da Pannenberg a esta eclesiología reformada tiene muchos puntos de contacto con las perspectivas eclesiológicas del Vaticano II y de las experiencias ecuménicas impulsadas por Juan Pablo II y Francisco en nuestros días. Se trata de repensar los elementos esenciales, sin quedarse en la epidermis de la formulación histórica de la dogmática, sea católica o protestante. Por ir a un ejemplo esclarecedor, merece la pena ver cómo Pannenberg trata el tema de la pretensión católica de unidad entorno a Pedro. Afirma el autor que no cabe discusión sobre si Roma fue, tras Jerusalén, la portavoz de la cristiandad en general en un momento histórico, el problema estribaría en el modo de describir la preeminencia del obispo de Roma en la Iglesia católica, no el hecho en sí, inapelable. El problema está en pedir para el obispo de Roma un ministerio infalible en lo doctrinal y un primado de jurisdicción, en ningún caso en que el obispo de Roma pueda representar el vínculo de unidad de todos los cristianos. En palabras de Pannenberg: “las razones más profundas de la constitución de la primacía romana … deben ser buscadas en la necesidad, expresada en el cristianismo primitivo en el modelo petrino, de una autoridad normativa para toda la Iglesia y al servicio de su unidad” (567).
Los dos capítulos últimos están dedicados a la relación entre elección e historia, y al cumplimiento de la creación en el Reino de Dios. Ambos capítulos no hacen sino poner unos fuertes grilletes a la idea extendida tanto entre los católicos como entre los protestantes de que la Iglesia es la realidad última y definitiva. Aunque esto no se diga así, subyace en las propuestas eclesiológicas más extendidas entre los fieles, sin embargo, nada de esto puede ser pensado y expresado teológicamente si se tiene presente que la Iglesia es, en último término, una realidad instrumental. Dios quiso salvar a la humanidad tomada como pueblo, sociedad e historia y por eso hubo de optar por elegir un pueblo que fuera la luz de los demás para consumar la presencia de Dios en medio del mundo. Esta elección debe ser vivida como experiencia de la persona, de la comunidad y de la misma sociedad, pero nunca como experiencia de un privilegio, sino de una responsabilidad. Dios elige a un hombre, a un pueblo, para llevar a cabo su obra de cumplimiento escatológico de toda la humanidad. Como la Encarnación, la Elección es un medio para construir el Reino de Dios en la historia, llevando ésta a su cumplimiento por la acción del Espíritu entre los hombres. El final del camino de Dios no conduce ni más allá ni fuera de la creación o el mundo; conduce directamente a la reconciliación del mundo y a su cumplimiento escatológico, hacia la realización del deseo mismo de la creación, hecha por Dios para llegar a Él. El amor divino es “el fundamento eterno para la salida de la inmanencia de la vida divina como Trinidad en la economía de salvación y para la inclusión de las criaturas, gracias a esta mediación, en la unidad de la vida trinitaria. Diferenciación y unidad de la inmanencia y de la Trinidad económica forman la pulsación del corazón del amor divino y, de una sola pulsación, este amor engloba el mundo entero de las criaturas” (838). Acaba así la obra de Pannenberg, volviendo al punto de partida, el amor de Dios, que se expande dentro de sí como vida intratrinitaria, pero que sale de sí extendiendo esa vida como creación. Esta creación es el lugar de expresión de su amor en la efusión de su Espíritu, en la vida entregada del Hijo y en la comunidad de los hombres que viven por y para Cristo y el Espíritu, la Iglesia. Esta comunidad vive como germen del Reino y como expresión del cumplimiento definitivo de ese amor trinitario que se encuentra expandido en el mundo. Mundus reconciliatus est Ecclesia.




Bernardo Pérez Andreo

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